sábado, 19 de enero de 2019

Mil


De mil relatos a esta parte las cosas han cambiado mucho. A usted que me lee, quién sabe a cuento de qué, le diré que escribir mil relatos, uno detrás de otro, aunque sean malos de solemnidad, no es pelufa de caña. Le advierto que leerlos todos le llevaría varios días y no es recomendable para la salud; más si cabe si usted padece algún tipo de insuficiencia cardíaca, diabetes, halitosis, alopecia, depresión crónica, desarreglos menstruales, o alergia al gluten.
Esos mil relatos, en el hipotético caso de que usted los leyera de manera cronológica y del tirón, y que tal derroche no le llevara a la tumba, le facilitaría mucho la labor para confeccionar un retrato robot de mi personalidad, si es que acaso alguien en este mundo, tuviera necesidad de hacer un retrato robot de mi anodina subsistencia.
Como les decía, las cosas han cambiado mucho. Al iniciar este blog tenía una hija y ahora tengo dos. Tenía madre y, para mi desgracia, dejé de tenerla. Al comenzar este blog tenía diez años menos que ahora, un poco más de pelo y unos cuantos kilos de más. He cambiado de casa y con ello ha cambiado también el tamaño de mi hipoteca. He dejado los lácteos antes de que los lácteos me dejasen a mí. Como muy poca carne y sigo sin aprender idiomas pese a trabajar por veinte países más que al principio de este blog. Ah, se me olvidaba, he dejado de zampar churros con chocolate como un poseso y me he vuelto un fanático del sushi. 
Como ven, mi vida es puro cuento; tal vez por ello escribo un relato tras otro para dotarla del combustible que precisa para seguir adelante. 
Durante este tiempo, de toda esta retahíla de historias, han surgido tres libros: Vidas Ordinarias, Momentos de Ida y Vuelta, y Haciendo cola para soñar, a parte de una novela inédita que guardo en la recámara para cuando sea menester. 
Mil relatos, señoras y señores, en los que me desnudo sin contemplaciones; en los que dejo evidencias de mis incongruencias y de mis contradicciones, de mis alegrías, de mis luchas y de mis sueños, lo mismo que de mis eternas frustraciones. 
Mil relatos, amigas y amigos, para decir que sigo creyendo en las personas, en la igualdad de oportunidades, en la igualdad de los géneros conocidos y por conocer. Mil relatos para evidenciar que no creo en las banderas, ni en los himnos, ni en los dioses, ni en los bancos, ni en los miedos, ni en usted que me lee, ni en mí mismo que les escribo.
Mil relatos en busca de oxigeno. Mil relatos en busca de lo que todo el mundo busca sin que, en realidad, sepamos lo qué buscamos. 
Voy por mil. Voy a mil. Seguiré buscando.

jueves, 3 de enero de 2019

Rodeados


Están a nuestro alrededor. Adquieren formas muy diversas. Asumen dócilmente una tendencia tras otra. Van hacia dónde sopla el viento. Se disfrazan con las ropas más actuales, frecuentan los restaurantes de moda, escuchan la música que toca, ven las series que hay que ver. Comparten los memes que hay que compartir. La frustración siente cobijo y calor entre la masa. 
No se precisa ni se requiere sentido crítico entre esa multitud que todo lo acoge; mas al contrario, el que muestra signos de albergar el más mínimo sentido crítico es tildado de perro verde, de inadaptado, de listillo, es señalado con el dedo y tachado de raro. 
El sentido crítico siempre ha puesto la voz de alarma sobre los sistemas sociales viciados. Todo, como la naturaleza humana, tiende al agotamiento y a la perversión. El ego, propio del instinto de superviviencia, nos lleva a desequilibrar todos los sistemas y todas las reglas para catapultarnos hacia la cúspide de la pirámide social (Léase a Maslow) ahorrándonos todos los estadios intermedios que históricamente han cimentado el crecimiento y el desarrollo natural de los seres humanos. 
Hoy día, ese desarrollo interior no nos interesa, tan sólo prima la apariencia y la capacidad de llegar a lo más alto por el camino más corto, y para encontrar esos atajos todo vale. 
El cortoplacismo es la perversión más absoluta a la que jamás se ha enfrentado la sociedad. El todo ya y ahora con el que nos hemos ido educando las últimas generaciones, ha dado lugar a una sociedad de “Niños Emperador” en la que todos lloramos y lloramos enrabietados a la espera de que alguien nos traiga el trabajo de nuestra vida, la pareja perfecta, el cochazo que acelera de cero a cien en tres segundos, mientras nos dedicamos a viajar a crédito por el mundo haciéndonos selfies con teléfonos de última generación con la Torre Eiffel, o la Muralla China, como decorado de fondo. 
Nuestra intimidad, convertida de ese modo en mercancía de Facebook o Instagram, se vende al peso por Amazon, mientras cerramos las tiendas de nuestro vecino de al lado. El futuro es una película de ciencia ficción con gente clonada, que no siente ni padece, pero que aparenta la más absoluta perfección. 
Y esa gente, como les decía, extraordinariamente perfecta, nos rodea por todos lados.