sábado, 26 de agosto de 2017

Lectura para Yolanda y Jesús


Conocí a Yolanda hace ocho años. Era una chica muy mona -y lo sigue siendo- refinada, inquieta, y con una ganas tremendas de hacer cosas. Exigente, eso sí. Muy exigente. Sin embargo, pese a su exigencia, algo me decía -ese algo que nos habla dentro de nosotros y que nunca sabemos de dónde sale- que tenía que aceptar. Y yo acepté. Fue, sin duda, uno de esos aciertos que te marcan para siempre, como estoy seguro que le pasó a Jesús, del que tengo que decir, y no vayan a pensar ustedes mal, que la chica tuvo muy buen ojo.
Yolanda y Jesus, Jesus y Yolanda, ambos aquí hoy, delante de todos nosotros, jurándose amor eterno. Tanto monta, monta tanto. Hacen una pareja de libro, de anuncio televisivo, una pareja en la que podríamos inspirarnos para escribir una bonita novela de amor en plan culebrón, que culminaría con la llegada al mundo de la pequeña Cloe. Un llegada tan llena de dificultades como de alegrías, tan llena de luchas y llantos como de ilusiones.
Y así es como Yolanda y Jesus se enfrentan a todo, con dificultad, pero sin limitaciones, con barreras pero con alas, con dudas pero sin miedos.
Hoy yo tenía que decirles algo bonito delante de todos ustedes. Confiaban en que yo pudiera escribirles algo genuino que ustedes no supieran, algo que sonará bien en un día tan importante para ellos como el de hoy, pero, qué quieren que les diga, ellos escriben cada día tan bonito el guión de sus vidas que ni el mismísimo Cervantes tendría palabras para superarlo.
Queridos amigos: sólo os pido que nunca cambies, y sobre todo, que nunca dejéis de amaros. Sin amor no somos nada.
¡Vivan los novios!

miércoles, 23 de agosto de 2017

El camaleón, la siesta y Marujita Díaz


Hastiado, sudando, y con ganas de matar a alguien, me asomé por la ventana. La cigarra cantaba, posiblemente, siguiendo las instrucciones marcadas por María Ostiz algunas décadas atrás, y el camaleón la miraba deseoso con uno de sus ojos, mientras que con el otro vigilaba a un gran moscardón azulado que chupaba con ansia una breva que había tirada en el suelo. El camaleón en cuestión se le había escapado, hacía algún tiempo, a un vecino mío que es militar y que lo había traído de Melilla, durante un permiso, escondido en el petate. El parsimonioso reptil, cansado de andar encerrado, se había fugado de su jaula y había encontrado amparo en la pacifica frondosidad de mi jardín. 
La cigarra seguía erre que erre, dando por saco, haciéndose eco de otras cigarras tan porculeras como ella. El camaleón avanzó con el sigilo con el que avanzan los que quieren hacerla tuerta o tienen más hambre que Jeremías, o las dos cosas. El moscardón chupaba de aquel higo rastrero como un bebé de su chupete. El sonido que envolvía toda la escena era ensordecedor y caía un sol que ni en el Sáhara, si bien es cierto que, a las cinco de la tarde, y en pleno agosto, no se podía esperar otra cosa.
El camaleón, sintiéndose habilitado para no fallar en sus gastronómicas intenciones, lanzó su pegajosa lengua hacia el moscardón con el mismo ímpetu con el que un púgil lanza un gancho de izquierda al percibir que la cosa está medio hecha; y para beneplácito del antediluviano reptil, tras replegar su lengua, este engulló al moscardón mientras sus cónicos ojos daban vueltas y más vueltas de felicidad emulando a la malograda Marujita Díaz. Alegría que duró lo mismo que una bolsa de chucherías en el patio de un colegio, ya que, en el preciso instante en el que el moscardón pasaba por la estrecha traquea y llegaba a su vacío buche, un cernícalo se lanzo en barrena contra el camaleón y se lo llevó en volandas entre sus patas para darle la merienda a sus polluelos que ya se la reclamaban.
Lo peor es que la cigarra no se enteró de nada y siguió jodiéndome la siesta, sin miramiento alguno, a coro con todas las de su maldita especie que, con lo grande que es el mundo, esa tarde debían de estar todas en mi jardín celebrando un festival de coros y danzas, o algo por el estilo.
La naturaleza no tiene piedad de nadie y mucho menos de los que dormimos la siesta. De los mosquitos que me picaron en el culo mientras intentaba cargarme a toda esa insoportable legión de cigarras mejor les hablaré otro día. 

viernes, 18 de agosto de 2017

Réquiem por la cordura


Soy blanco, supuestamente católico, y heterosexual. Para algunos, serían suficientes argumentos como para sentirse el Rey del Mambo. Otros se sienten supremos por rezarle a Alá y se atribuyen el derecho de masacrar a todo hijo de vecino. Otros se atribuyen el derecho a matar a sus mujeres, o el de violar a niños, o el de dejar morir de hambre a un continente entero mirando para otro lado. 
Jesucristo dijo: “Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Yo, que fui a Maristas, me eduqué en el doble rasero de todas las religiones: “Haz lo que yo diga pero no lo que yo haga”. Evidentemente aprendí que una cosa son las religiones y otra bien distinta los religiosos.
Las religiones, en sí mismas, no son malas, lo peor es que las pervierten los hombres, las manipulan para su interés que siempre es el mismo: ostentar poder y amasar dinero.
Escribo todo esto como desahogo, cosa, por otro lado, siempre difícil de gestionar. En momentos críticos como el que nos ha tocado vivir hoy en Cataluña, es complicado no dejarse llevar por las vísceras y poner un poco de orden y concierto sobre el aluvión de sentimientos encontrados que nos inundan.
Observamos, en las redes sociales, reacciones de repulsa, de rabia, de impotencia, y de solidaridad con las víctimas, y también las manifestaciones de gente que aboga por el radicalismo frente al radicalismo. El ojo por ojo. La Ley del Talión. 
En cierta medida es normal. Es muy complejo para nosotros, los ciudadanos de a pie, entender el trasfondo de toda está barbarie que nos toca sufrir en nuestras propias carnes. Y digo nos toca porque los que la desencadenaron viven a las mil maravillas rodeados de riquezas y de seguridad. Los que nos enfrentaron, a uno y a otros, siguen ostentando privilegios, y cargos oficiales, y pensiones vitalicias, y acciones en Wall Street. 
Pero amigos míos, los que tenemos que poner la otra mejilla siempre somos los mismos.
Para finalizar este desahogo, me van a permitir parafrasear a Gandhi con dos de sus más celebres proclamas: “Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego” y “No hay camino para la paz, la paz es el camino”.
Descansen en paz todos los fallecidos en el terrible atentado que sacudió ayer a la maravillosa ciudad de Barcelona y ojalá se recuperen pronto y bien todos los heridos. 
No sé por qué ni para qué, pero tenía que escribir todo esto.

lunes, 14 de agosto de 2017

Mi cangrejo Tomate


Les podrá parecer un tanto extraño, pero les contaré que en mi jardín vive un cangrejo rojo que tiene los ojos saltones. Y más extraño les parecerá cuando sepan que dicho cangrejo es de goma y que era el favorito de mi pequeña Ana María para jugar en la bañera. La gran mayoría de los adultos son de la opinión de que los juguetes no pueden adquirir ni transmitir sentimientos humanos y, aunque me tomen por loco, les diré que están en un gran error. Los que piensan de esa forma se ve que no han observado la experiencia tan prodigiosa que provocan los juguetes en el interior de los niños. No han disfrutado contemplando la gran complicidad que se genera entre ellos, llegándose a forjar lazos afectivos que perduran durante años.
Los juguetes son, por tanto, mucho más que objetos inanimados; tan sólo haría falta que les prestásemos un poco de atención y de cariño para que volviera a surgir la magia que percibíamos cuando eramos niños y de ese modo tuvieran también la oportunidad de embellecer y alegrar nuestra rutinaria vida de adultos. Sé, de buena tinta, que a los juguetes les apena mucho que los adultos nos hayamos alejado tanto de ellos.
Como les contaba, el cangrejo rojo de ojos saltones de mi hija Ana María vive ahora en la rocalla que hay tras el falso platanero que tengo en el jardín. Allí lo dejó mi hija y allí vive el crustáceo a las mil maravillas. Gusta de tomar el sol en la roca que más sobresale y juguetear con las tortugas con las que se siente identificado tal vez por tener también, en cierta medida, un armazón duro que las protege. De hecho, le encanta encaramarse a ellas y pasearse así por el jardín como un sultán sobre un elefante. Le he puesto de nombre Tomate, obviamente por su color, y cuando pronuncio su nombre acude raudo y veloz, eso sí andando de soslayo, como si de un perrito con pedigrí se tratara. Gusta, Tomate, de comer trocitos de pescado que devora como yo, antaño, me zampaba los gofres de chocolate en la feria de Septiembre. 
De esto mi hija no sabe nada, ni debe saberlo, ya que si se enterara de ipso facto me quitaría al cangrejo con el egoísmo dictatorial que caracteriza a los niños de su edad. 
Yo sé que estarán diciendo que no tengo edad para andar jugando con cangrejos de goma, pero es que a ver, si me descuido un poco, ya no voy teniendo edad para casi nada.


miércoles, 9 de agosto de 2017

La calor


Mientras en Cataluña deciden su ser o no ser shakespeariano y el cadáver de Venezuela se revuelve en su propia tumba, yo ando de vacaciones. 
Rajoy, entre exhibiciones atléticas y su siempre apretada agenda internacional, ha sufrido un ataque de lumbalgía. ¡Qué por nadie pase! Tras ponerse una faja, fue a ver al Rey y este, por el retraso, ya lo esperaba con un Dry Martini en la mano y un real plato de pulpo a la gallega para hacer patria. 
Neymar tomó las de Villadiego, o si prefieren que eche mano de otro dicho: puso pies en polvorosa. 
Shakira nos pone melosos con la cancioncita que le ha dedicado a su Piquetón y los calamares a la romana están por las nubes. Así va el verano, despacito, despacito.
Según parece, las playas están haciendo su propia campaña antiturismo y ya se han tragado a un montón de gente para asustar. El clima, sin embargo, va por los suyo: hoy hace calor y mañana también. Ahora, como dirían en Valencia, es el tiempo del caloret y de la horchata de chufa ¡la de toda la vida! y no la que nos quiere meter ahora el Starbucks qué sólo Dios sabe con qué estará hecha.
Cómo les decía, ahora lo suyo es el calor, el sol, el mar, las piscinas, los bikinis, los cuerpos perfectos, las lorzas, los chiringuitos, los vigilantes de la playa y de los niños llorones.
Por cierto, ayer lloraba tanto mi hija pequeña en la playa que de no haber sido mía hubiera salido corriendo al Cuartel de la Benemérita más próximo a poner una denuncia por maltrato. Y es que mi Ana...cómo se lo explicaría yo...¡Tiene más pulmones que cuerpo!
-Joven, ¿cómo es que puede llorar tan fuerte una niña tan pequeña? -me pregunta asombrada una señora con acento de Madrid.
-Señora no lo sé, pero si lo llego yo a saber antes le juro que la devuelvo -le digo poniendo la cara de un cura dando la extremaunción.
-Vaya padre que está usted hecho. ¿No le da vergüenza decir eso de su propia hija? -me recrimina, y no sin razón, la jubilada de Madrid. 
-Vergüenza es cagarse encima en la cola del supermercado, señora -le digo.
-¡Qué asco de juventud! ¡Está el mundo perdido! -dice la señora con cara de haber encontrado una mosca en el gazpacho.
-¿Qué juventud ni qué niño muerto, señora?  Aquí donde me ve tan lustroso ya voy para los cincuenta -le comento a la madrileña.
-Eso les pasa por tener los hijos tan mayores. Eso antes, con el Caudillo, no pasaba -me explica tan convencida la turista.
-Los hijos vienen cuando tienen que venir -le replico con cierta indignación. 
-Así está la juventud como está... -sigue insistiendo la mujer como un martillo pilón.
-¿Y según usted, cómo está la juventud? -le pregunto.
-Perdida, hijo, más que perdida que nunca -responde la señora consternada.
-Eso ya lo decía mi abuela hace cuarenta años -le confieso.
-Y la mía hace setenta -exclama la señora.
-Entonces...¿en qué quedamos? -le pregunto para atizar el fuego.
-No me haga usted mucho caso, joven, es que tengo ya muchos años sin ir a bailar, sabe usted. A mí siempre me ha vuelto loca lo del baile -me dice cambiando radicalmente de tema.
-¡Y qué voy yo a saber, señora, si he venido aquí a pasar unos días de veraneo. ¿Acaso cree que soy adivino? -le pregunto.
-Tiene usted una hija preciosa. La pena que sea usted tan mayor...-me dice, volviendo por las andadas.
-¿Y eso en cristiano, qué viene a decir?
-No me haga usted mucho caso, joven, le digo que ya chocheo bastante...
-Bueno señora, me marcho que la cría se me está achicharrando y le tengo que dar su potito.
-¡Qué cría más salada que tiene usted! Por cierto, buen hombre: ¿a qué se dedica? -me pregunta la señora sin venir a cuento.
-Pues mire, lo mio es vender champús, tintes para el pelo, cremas para la cara y cosas de esas...
-¡Qué bien! Y joven, por un casual: ¿no tendría usted por ahí algunas muestras para esta pobre anciana?
-Pero señora, por el amor de Dios, no ve usted que voy en bañador y cargado con esta pobre criatura que se me está abrasando viva...
-Pues anda con Dios, que tienes cara de tacaño y encima lo eres...Pobre niña, vaya padre que le ha caído.
Y la señora se largó dejándome con la última palabra en la boca y sudando a más no poder. Menuda calor...

martes, 1 de agosto de 2017

¡Estamos de vacaciones!


Les escribo en bermudas. Sólo uso esta pintoresca prenda tres semanas al año de tal manera de que alguna de las que tengo ya tiene más de veinte años y lucen como nuevas. En Melodía FM suena Another Day in Paradise, de Phil Collins. Sobre mi mesa, Clases de Chapín, de Eduardo Halfon, el primer libro que devoro estas vacaciones. Mi hija Ana María se mira los dedos de sus pies, recién pintados, como alguien que contemplara con asombro la octava maravilla del mundo. El mundo está repleto de pequeñas maravillas que la mayoría de las veces ignoramos. 
Como les decía, les escribo en bermudas y sin camiseta, porque han dado comienzo mis vacaciones. Estar de vacaciones es algo así como vivir por unos días en un espacio de ficción abstracto y anestésico. Las vacaciones, que se crearon para no hacer nada, se han convertido en un espacio comprimido en el que tenemos que hacer de todo. Las vacaciones son ahora, por tanto, más estresantes y vertiginosas que el propio trabajo. 
Las carreteras se inundan. Los aeropuertos se desbordan. En las playas no hay quién clave una sombrilla. Las tarjetas de crédito echan humo. Para tomarte una cerveza te tienes que encarar con los camareros. La gasolina, curiosamente, está más cara que el resto del año. La ensaladilla rusa rebosa de salmonela y la de marisco ya ni te cuento. Los mosquitos tigre, y los de toda la vida, a duras penas pueden volar de tanta sangre que nos chupan. Las medusas acechan agazapadas entre las algas para rozarnos el muslamen y enviarnos a la Cruz Roja, mientras que el sol abrasa sin piedad nuestras pieles lechosas y deshidratadas. 
Pese a todo, estamos de vacaciones. ¡Ya era hora, pijo!
De la depresión postvacacional ya les hablaré en septiembre...