jueves, 23 de mayo de 2019

Móviles


Escribir un relato, por pequeño que este sea, sobre el teclado de un teléfono móvil, es una experiencia religiosa, más si cabe si los dedos, como en mi caso, tienen más de croquetas de cocido que de falanges de pianista.
Con asiduidad me tropiezo, sin sufrir el hecho físico de tropezar, con gente que escribe tan rápido sobre los teclados de sus móviles que, víctima de un ataque de empatía, me entristezco al pensar en lo mucho que se está perdiendo el mundo de la música al no poder contar con unas manos tan prodigiosas como esas para tocar la guitarra eléctrica, el piano, o la mismísima zambomba. Yo, como seguro que estarán pensando, soy más de zambomba que de otra cosa.
De hecho, pienso, porque mi pensamientos se estiran como un chicle: asqueroso invento el chicle, jodido invento el chicle, puto chicle el que se me pegó ayer en la suela impoluta de mis zapatos nuevos... Como les decía, que se me va el traque, en las próximas décadas, la música, las ciencias, las humanidades, inclusive el punto de cruz, por citar solo algunas importantes disciplinas, se van a perder a grandes personas que se están dejando la vida inmersos entre los misteriosos circuitos de sus teléfonos móviles.
Y esto sin citar a los que, como una chica  ayer en no sé dónde, se convirtió en un whopper sin queso poco hecho, al cruzar un paso a nivel abducida por una frenética conversación que mantenía por wasap con el novio de su prima, que es entrenador personal y eterno aspirante a bombero de una Comunidad Autónoma muy propensa a los incendios forestales.

Y discúlpenme que me lo tome a guasa, pero es que la tiene.

sábado, 18 de mayo de 2019

La meada


Iba por la calle meándome, y cargado con las bolsas de la compra de Mercadona rumbo a mi casa, cuando, de repente, me paró un señor con cara de conocerme de toda la vida:
—¡Agustín, coño, cuánto tiempo sin verte! —dijo arreándome un abrazo de oso polar que casi me desvía la columna.
Como últimamente dudo mucho, por un momento dudé de mi propio nombre. ¿Me llamaré Agustín? Pero al instante, recobré el conocimiento y me dije a mí mismo, con autoridad: yo no me llamo Agustin. Pero decidí, no sé muy bien el motivo, seguirle la corriente.
—¡Coño, cuánto tiempo!  ¿Cómo te ha ido? —le pregunté al desconocido, como si fuesemos más amigos que cochinos.
—Acabo de enterrar a mi suegra y ando como pollo sin cabeza —exclamó desolado. 
—Cuánto lo siento, amigo, habrá sido muy duro para tu esposa —le dije por decir algo.
—Mi esposa murió hace doce años. Desde ese momento nuestra vida cambió por completo —me comentó con lágrimas en los ojos. 
—¿La vida de quién? —le pregunté, mientras bailaba algo parecido al claqué para aguantar el orín.
—La de mi suegra y la mía. Como sabrás, ella vivía con nosotros desde que mi hija se ahogó en la piscina. Tras la muerte de mi esposa, al quedarnos solos cargados de tanta desgracia, encontramos el uno en el otro el calor y el cariño que tanto necesitábamos. 
Yo me quedé perplejo al entender el trasfondo de aquella inesperada revelación, mientras intentaba no mearme en mis pantalones, pero aquella historia era lo suficientemente interesante como para dejarla así, en plena calle y sin un final que le diera sentido. Así que le volví a preguntar a aquel desconocido, ya más por morbo que por otra cosa.
—¿Te estabas beneficiando a tu suegra? —le dije abriendo mis ojos de par en par para trasmitirle mi estupor.
—Sí, Agustín, desde la misma noche que enterramos a Ramona, mi suegra vino a mi cama y me dijo que estaba harta de dormir sola, y sin dejarme tiempo a reacionar se metió en mi cama, y ya te puedes imaginar… En realidad yo no tenía intención de nada, pero me abracé a ella en busca de consuelo y lo encontré. Nadie sabe esto excepto tú, Agustin. Te lo he contado porque desde chico he confiado plenamente en ti —me confesó.
—Y ahora: ¿adónde vas? —le pregunté al desconocido, con mi vejiga a punto de estallar.
—A la óptica. Ayer perdí mis gafas y no veo a tres en un burro. Tengo más de diez dioptrias en cada ojo…
Y justo cuando lo entendí todo, me meé. 


jueves, 9 de mayo de 2019

Insólito homenaje al botijo


Más que al fútbol en sí, a mí me gustaba ir a ver los botijos. Había cientos de ellos perfectamente alineados, al entrar a la izquierda, de la vieja Condomina. La gente se los empinaba que daba gozo, refrescándose el gaznate, el pecho, y hasta la bragueta, tras lo cual arrojaban una peseta a un cesto de esparto que presidía una performance a la altura de las que se exhiben en la Bienal de Venecia. Es agua pura del Taibilla -decían, orgullosos, los viejos aguadores. De los futbolistas,  me encantaba un tal Cristo, más que por sus vertiginosas cabalgadas por la banda derecha, por el nombre tan pasional y religioso que ostentaba el menda. Cristo era un futbolista a lo Monty Python. Bueno, los Maristas, el colegio religioso a lo garsón, para niños ricos, al que yo iba a pasear los libros, tenía tanto de Monty como de Python. Aunque más que tenerle miedo a una pitón a lo que le teníamos verdadero pánico era al hermano pulpo. Al pervertido religioso también le gustaba beber pero chupando del pitorro. Yo jugaba en el equipo de fútbol del colegio y todos me decían que era un chupón.
No sé si esto tenga que ver con lo anterior, pero algunos de mis compañeros, años después de recibir los consagrados y consabidos masajes del hermano pulpo, entraron en política para seguir chupando.
Yo no entré porque no me sabía el credo de carrerilla ni tampoco el Cara al Sol. Así que por eso me dediqué a la hostelería y posteriormente a vender champú.
Y ya no recuerdo a cuento de qué les he soltado yo semejante monserga, si lo que yo quería era rendir un pequeño homenaje al botijo de toda la vida. Ese artilugio cerámico por antonomasia que daba un agua tan fresca y tan rica que quitaba el sentío. Y encima con sabor a anís...

viernes, 3 de mayo de 2019

¡Cucú!



Ella dijo Cucú. Sin saber muy bien el motivo, en aquel momento, esa palabra me pareció la mayor expresión de afecto jamás escuchada. ¡Cucú! Dijo ella sonriendo al iniciar una conversación en ruso de la que, evidentemente, no entendía nada. 
¿De dónde habría sacado aquel mensaje en clave? ¿De un viejo reloj de pared? ¿Acaso de una vieja novela rusa cargada de romanticismo? ¿O habría nacido de la mente de una mujer especial?
Aquella sonrisa cargada de ingenuidad me cautivó. ¿O fue la dulce sonoridad de aquella inusual palabra la que me dejó absorto por un momento? ¡Cucú!
Recuerdo que en mi primera casa familiar de la que yo conservo recuerdos, había un reloj de pared del que, en cada hora en punto, salía un cuco que decía exactamente eso: ¡Cucú!. 
Yo siempre esperaba ese momento con cierta ansiedad; anhelaba contemplar a ese pajarito que se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en aquella casita de madera, pero al mismo tiempo generaba en mi una inquietante curiosidad que hasta el día de hoy perdura.
El Cucú de esta dulce mujer, me ha recordado a mi más tierna infancia; tal vez por eso, o quién sabe si por algo bien distinto, me he quedado embobado cotilleado cómo la joven hablaba por teléfono.
Mientras conversaba, ella era consciente de mis indiscretas miradas, pero ello no impedía que continuara hablando en un ruso que a mí, en este caso, me parecía un idioma angelical. Me fijé en sus pestañas, que me parecieron postizas. Reparé en su media melena, decorada con unas mechas californianas realizadas con esmero. Y, todo hay que decirlo, en su vertiginoso escote, sobre el que destacaba una cruz de oro blanco con brillantes capaz de contradecir cualquier atisbo de fe que aquella valiosa joya intentará representar.
Al acabar la conversación, y cómo no podría ser de otro modo, se despidió de su interlocutor soltando otro aterciopelado ¡Cucú!. Al pasar por mi lado, muy discretamente, me guiño un ojo, y tal y como pensarán ustedes, a estas alturas del relato, me miró sonriente y me dijo: ¡Cucú!

Y, como si de un ave de paso se tratara, se marchó para siempre.