sábado, 30 de diciembre de 2017

El Día de la Bestia


En la habitación contigua, ya dormía su hija. Todo el mundo se había marchado con prisas después de una copiosa y tediosa cena de Nochebuena. La casa había adquirido una extraña calma. Cenar por cenar. Reunirse por reunirse. Regalar por regalar -refunfuñaba ella mientras recogía melancólicamente los trastos. Cuando terminó de ordenar el salón se dirigió, como hipnotizada, hacia la habitación en la que guardaba toda su alquimia. Colocó varias cabezas de ajos sobre un pequeño altar lleno de imágenes de santos y vírgenes. Encendió varias velas y una varita de incienso que colocó cerca de un San Antonio de madera traído de una derruida misión dominica de Chiapas. Calentó un poco de aceite de romero, con una pizca de aceite de aguacate, y otro tantito de manteca de Karité. A ese cóctel de aceites tibios añadió medio kilo de sal de Guerrero Negro, unas gotitas de aceite esencial de lavanda traída, según decían, de la Provenza francesa, y unas gotas de agua bendita de la Basílica de la Virgen de Guadalupe. Tras batirlo todo, espolvoreó sobre el preparado el contenido de un viejo sobrecito de papel que guardaba en su interior un ingrediente secreto que le había regalado una anciana indígena de la Sierra Madre. Una señora que, de tan vieja, hacía años que no salía de una paupérrima casucha de adobe, en la que aún seguía recibiendo a gentes venidas de todo México, e inclusive de los Estados Unidos, para someterse a las magníficas sanaciones que le habían dado  tanta fama. 
Cuando hubo terminado de preparar aquella pócima secreta se desnudó. Rezó algo en un idioma que ni ella misma conocía, y comenzó a aplicarse aquel mejunje por todo su cuerpo. Al llegar a la vagina, tal y como le recomendó la anciana, metió varias veces sus dedos bien impregnados en aquella pócima. Una pócima más de las muchas recetas milagrosas que le habían aconsejado en los últimos tiempos y que de tan poco le habían servido.
Después, siguiendo el ritual, se arrojó bocabajo sobre el suelo, puso los brazos en cruz y volvió a recitar la misma oración durante varias veces.
Tras escucharse un gran estruendo, las velas se apagaron de golpe, como si un extraño viento hubiese entrado por toda la casa. Un olor fétido inundó la habitación y ella, nuevamente sin poder evitarlo, abrió sus piernas aún a sabiendas de lo que aquella cosa tan abominable, que siempre la visitaba esa misma noche desde hacía ya tantos años, estaba a punto de hacer.
Embargada por un éxtasis frente al que no podía rebelarse, aquel cuerpo ardiente se subió sobre ella y la penetró por detrás con la fuerza de un Titán, dando alaridos espeluznantes que, en aquella ocasión, le resultaron más diabólicos y sobrehumanos que en veces anteriores. Gritos y alaridos que tan sólo ella percibía. Nunca sabía Eva, en realidad, cuánto duraba aquella posesión diabólica. Nunca llegó a saber, a ciencia cierta, cuál había sido el motivo para que aquel hijo del infierno se hubiera encaprichado de ella. Nadie lo sabía. Ni la bruja de la Sierra Madre, ni los chamanes de Catemaco, ni varios curas a los que había visitado a lo largo y ancho de toda la República y que en nada parecía que le hubiesen ayudado.
En los últimos diez años, tantos como tenía su hija Miriam, había cambiado numerosas veces de domicilio. Había recorrido desde Puebla, hasta Chiapas, pasando por Yucatán; más tarde quiso probar suerte por el norte y se instaló en Culiacán, después huyó a Monterrey, y de ahí a Tijuana. Mas todo fue en balde. El día de nochebuena era, para ella, desde hacía más de una década, el día de la Bestia. 
Por fortuna, como solía ocurrir, su hija no se despertó.
Ahora tan sólo le quedaba esperar un año más. Según la bruja oaxaqueña, ese demonio ya no volvería nunca más a molestarle. 
Eva, como en tantas y tantas ocasiones, no albergaba ninguna esperanza de que se obrara el milagro.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Autocrítica


Siendo autocrítico, a mi prosa le falta poesía, consistencia, y tiene exceso de verticalidad. La culpa la tiene el extremo derecha que llevo dentro. Como futbolista fui un tuercebotas, y ni qué deciros como escritor. 
A este paso, me moriré nadando en el charco gris de la mediocridad.

sábado, 23 de diciembre de 2017

La otra Navidad


No se lo digan a nadie, pero tengo que confesarles que no me pone nada la Navidad. Les escribo, en este momento, con un jersey de cuello vuelto y los mocos fuera. Acabo de llegar del mercado de Verónicas. Ni qué decirles de cómo estaba la cosa por allí. En el puesto de churros había un tumulto; dos imbéciles casi llegan a las manos por hacerse con una ración de churros con chocolate. En los puestos del pescado y del marisco los precios estaban por las nubes. Los de la carne a reventar. El aparcamiento colapsado. La Navidad ya es un hecho consumado. El gran monumento al consumo. La lotería pasó de largo ignorándonos por completo. La búlgara que pide en la escalera del aparcamiento, pese a estar en diciembre, estos días hará su agosto. 
Navidad, Navidad, santa Navidad... sonaba en los decrépitos altavoces del mercado el eterno villancico que tanto motiva a los devotos navideños y reconcome los higadillos a los que la odian. 
En Cataluña, la gente no sabe estos días si festejar o salir huyendo. Por aquí sigue sin llover. Papá Noel vino anoche a casa anticipándose al gran reparto que se producirá mañana. Hay que tener amigos hasta en el infierno. A mí hija le dejó a Lala, la muñeca llorona, y a mí me trajo un libro de relatos y microrelatos titulado "Maleza viva", de Gemma Pellicer, una catalana que estos días venderá libros sin saber muy bien qué le deparará el destino.
En realidad, ni a Gemma ni a ninguno de nosotros el destino nos desvela nunca sus verdaderas intenciones. Da igual que escribamos libros, cortemos el pelo, pongamos cañas, o vendamos langostinos descongelados a precio de oro. 
La navidad siempre viene cargada de regalos, de canciones empalagosas, de cuñados sabihondos, de puestos de churros atestados, y de tarjetas de crédito con olor a chamuscado.
Yo llego siempre agotado a la navidad, tal vez por eso, la observo y la siento  siempre con tanto escepticismo. 
Digo feliz navidad por decir algo. No quiero que me vean como el aguafiestas que soy, pero qué más puedo decirles sino me ha tocado la lotería y mi hígado ronronea como un gato enojado mientras lo están bañando.
A los gatos no les gusta bañarse y a mí no me hace gracia la navidad. Y encima cansado, con un jersey de cuello vuelto, y los mocos colgando. Lo del jersey y lo de mis mocos tiene arreglo, pero fiestas aún quedan para rato.
Feliz Navidad para todos los que no tienen ninguna razón para celebrar la Navidad. Ninguna razón, ni ningún euro, ni ningún trabajo, ni tan siquiera una casa, ni una patata cocida, ni nada de nada. En la Navidad se hacen más evidentes si cabe las grandes diferencias entre unos y otros. Entre los pudientes y los desheredados. 
Ustedes perdonen, en Navidad siempre entro en este estúpido bucle. Probablemente, soy tan imbécil como los de los churros. 

martes, 19 de diciembre de 2017

El maestro Llaby


Sí, lo reconozco, estaba desesperado. Los médicos no me daban ninguna solución ni ninguna esperanza. —No sabemos de qué se trata, pero la cuestión es que de algo se trata…—dijo aquel matasanos, de tres al cuarto, poniendo cara de monaguillo en excedencia. 
Al regresar al coche, algún desaprensivo había dejado una octavilla de publicidad bajo el limpiaparabrisas. 
Maestro Llaby, gran vidente ¨medium¨ competente. Pagar después de resultados. 
El eslogan de la campaña de marketing del Maestro Llaby decía así:
“Soluciono todos los problemas en 72 horas”
Ya no me hizo falta leer más. Era justo lo que necesitaba.
Así que, para hacérselo corto a ustedes, que me consta que siempre tienen mil cosas que hacer y dos mil asuntos por atender, llamé y fui corriendo como el que se quita avispas del culo.
La publicidad, aunque no lo crean, era engañosa. Tuve que pagar antes de entrar para ver al gran maestro nigeriano. Dos metros de nigeriano. La espalda, como un armario ropero de dos puertas. Sus manos, como cuatro de las mías. ¿Quién de ustedes, en un cuarto alumbrado con tan sólo cuatro velas, y un “médium” qué menos mal que era “médium” porque si llega a ser “enterum” me cago en los calzoncillos, no hubiera pagado por adelantado o por quintuplicado?
Cincuenta eurazos del ala, le solté. Pensé que podía haber sido mucho peor. Le conté mis problemas hepáticos. Me miró como quién mira un cuadro de El Bosco a punto de orinarse. Cuando acabé de soltar mi letanía se hizo un silencio enorme. Se metió la mano al bolsillo. Colocó ambas manos a la altura de sus labios, que eran tan grandes y carnosos que parecían de silicona. Sopló tres veces sobre las manos que guardaban algo celosamente en su interior. Rezó algo en nigeriano, o tal vez en algún otro idioma del África profunda. Lanzó unos huesos sobre el tapete rojo de la mesa. Me miró fijamente a los ojos y me preguntó:
—Usted salval si hacel lo que Llaby diga —dijo el médium enterum con voz de ultratumba. 
—Yo hacer todo lo que señor Llaby diga que yo haga —dije usando un castellano versión películas de Tarzán de los años 70.
—Metel cada día una rosa roja pol el culo. Bebel leche diario un vaso del leche de cabra diario con una cuchalada de sangle de conejo de colol negro. Tomal diario al día dos plátanos sin pelal bien veldes. Y por último, y no pol ello meno impoltante, duchalse en las mañanas con agua bien flía y por la noche con el agua muy caliente, restlegando pol todo el cuelpo un ungüento hecho con aceite de oliva y sal gorda de Tolevieja. Con eso usted cural, bien cural —dijo el maestro de la videncia más evidente del África Occidental.
—Adiós señor, Llaby —le dije batiéndome en retirada, tras haber recibido un sablazo en toda regla.
—Usted hacel tratamiento dulante dos semanas y después venil —me propuso el maestro.
—Sí, sí, no se preocupe, volveré pronto…—le dije poniendo pies en polvorosa.
Lástima de cincuenta euros —me dije.
Dispongo del número de teléfono por si gustan… 

viernes, 15 de diciembre de 2017

Rueda, rueda y rueda


Dice mi admirada Amelie Nothomb que se levanta todos los días a las cinco de la mañana y, llueva o truene, se pone a escribir. Tal vez yo tenga que recurrir a esa nocturnidad para poder escribirles con alevosía y con algo más de constancia.
Por la ventana, entre la oscuridad de la noche, algunas luces brillan en la lejanía. Las estrellas centellean tímidamente entre la feroz negrura del espacio infinito. La luna se esconde, escurridiza y esquiva, como pretendiendo no formar parte de este relato. Mientras, afuera hace un frío arrebatador y mi mente rebusca en el teclado las letras adecuadas para escribir algo mínimamente coherente. Y lo que pretendo decirles, aún en pijama y sin haberme lavado la cara, es que se nos acaba el año. Nada nuevo bajo el sol, ya que todos los años se acaban y, nada más finalizar, asoma otro radiante y rampante para que todo continúe su infinita marcha.
Y como todos sabrán, incluso sin haber estudiando en Harvard, es que todo continúa. Los astros siguen girando impasibles a lo que aquí abajo acontece. Nuestras vidas, tan ajetreadas y errantes, continuarán, un año más, su trasiego incesante. Los ajenos a todo deberían de tomarse, por un instante, el privilegio de observar el trasiego de un simple hormiguero para darse cuenta de que nada nos diferencia de esos incansables bichitos, ni de ningún otro.
Yo seguiré vendiendo champús, mi amigo Carlos Pardo seguirá pintando magistralmente, mis hijas seguirán creciendo, los bosques se seguirán incendiando, y los bancos seguirán chupando nuestra sangre sin ningún pudor. 
Tras cada noche de escritura, o de ronquidos, surge un nuevo día cargado de oportunidades. Algunas culturas aseguran que todo está escrito, tal vez con el afán de que dejemos de escribir a los que nos da por desafiar a los teclados a horas tan intempestivas.
Ya se acaba un año que vino cargado de lo mejor y de lo peor, de risas y de llantos, de logros y de fracasos. Disfrutemos con intensidad de los que aún nos quedan por delante.
Esto es lo que hay. Rueda, rueda y requeterueda. Como diría mi otro yo mexicano: “Hasta que se nos ponche la llanta". O como diría un murciano antiguo de los que ya no quedan: “¡Mientras rula, no es chamba!”.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Magdalenas sin para seguir con


Dicen que a todos los tontos les da por algo. Tal vez por eso, por mi consabida tontuna, a mí me ha dado por hacer magdalenas sin azúcar, sin lácteos, y sin grasas de ningún tipo. Magdalenas sanas para no morirse nunca, o, al menos, para no morirse de comer magdalenas. 
En el libro que estoy leyendo: "El hombre de las marionetas" del escritor noruego Jostein Gaarder, un señor, que está peor que yo, le da por ir a todos los entierros, con independencia de que conozca al finado o no, y, de ese modo, entrometerse en una historia  ajena como haría un elefante en una cacharrería. 
A mí hija Ana María, tras pasar por una amplia y generosa fase lunar, ahora le vuelven loca los cuentos que tienen a un lobo como protagonista: Los tres cerditos, Caperucita roja, todos esos. Antes la luna, y ahora el lobo, representan, para ella y para nosotros, esa parte fantástica de nuestra existencia. Una existencia en la que a todos, antes o después, nos da por algo.
A mí me ha dado por hacer magdalenas, sin, para poder seguir, con. 
¿Ustedes gustan?

Necesitarán:

Un sobre de levadura ecológica.
Un huevo de las gallinas felices de Jessica.
Un chorrito de leche de avena ecológica.
Un puñado de harina de avena integral ecológica.
Un puñado de copos de quinoa real ecológicos.
Dos cucharadas de miel artesana de Barranda. (Caravaca de la Cruz)
Un boniato ecológico asado.
Una zanahoria ecológica pequeña.
El zumo de media mandarina ecológica.
Un puñado de arándanos secos ecológicos.

Le daremos a todo eso un enérgico meneo con la batidora y lo dejaremos reposar un buen ratito. Después de pasado ese tiempo indefinido... verteremos todo en unos moldes de papel o silicona -yo uso estos últimos-, le daremos 12 minutos de horno a 190 grados. Y a disfrutar se ha dicho. Ya me dirán qué tal de su aventura sin...

Postdata: nunca mido nada....lo siento. Soy un desastre para dar recetas.




viernes, 8 de diciembre de 2017

Mickey death



El pintor mexicano Leobardo Huerta me confesó, hace tan sólo un par de meses en Ciudad de México, que Mickey Mouse, el ratón comequeso más famoso del mundo, había muerto. La verdad sea dicha, tremenda confesión me dejó aturdido; tan aturdido como cuando me pillé la pilila con la cremallera cuando tenía ocho años. 
Ahora, mi sorpresa ha sido mayúscula al descubrir que, en una remota y húmeda plaza belga, los independentistas catalanes han resucitado a Franco. 
Claro, así, dicho del tirón, pudiera parecer que les hablo de dos cosas inconexas, pero para eso estoy yo aquí, para desvelarles las secretas conexiones que acercan a este mundo y al otro. El mundo terrenal con el inframundo. La vida con la muerte. Sobre eso, debo de reconocer que el artista mexicano sabía mucho más que yo. Bueno, de eso y de casi todo, pero a lo que iba, esa es la analogía tan rocambolesca que les intento meter con calzador, y que, si me aguantan ustedes un par de párrafos más, les pienso colocar sin contemplaciones.
Vivir y morir, descansar hasta el fin de los tiempos, o resucitar de un salto como si les hubiese tocado el gordo de la lotería, lectores y lectoras de medio mundo que me agasajan con sus parabienes, les vengo a decir, aunque no se lo crean, que es la misma cosa. 
Usted, sí usted, que me lee en pijama desde Bogotá, o desde Ushuaia contemplado los pingüinos, o en el Cabezo de Torres oliendo a azahar , por poner tres ejemplos, —como bien les podría haber puesto otros cientos de miles, pero para no aburrir les he resumido la letanía— podría estar más muerto que vivo, o más vivo que muerto, y nadie se enteraría. 
Hay demasiada gente muerta en vida que ni tan siquiera ellos mismos saben que lo están. Yo, o usted que me lee ojiplático —y no es para menos—podríamos estar muertos, o ser independentistas, o estar en Ciudad de México pintando en el Día de Muertos, o en Bélgica resucitando a Franco. 
Vivos, bien vivos, o muertos, bien muertos, todos a una como en Fuenteovejuna. 
Lo importante es estar. ¿O será más importante ser? 
Madre del amor hermoso: ¡con William Shakespeare hemos topado! ¿Será por lo del Brexit?
Ven, lectores incrédulos de medio mundo, el arte es capaz de realizar las más insólitas defunciones tanto como las más inesperadas resurrecciones. 
¿A qué no esperaban tanta plástica inmersa entre la cosa política?  Sólo vemos lo que queremos ver…
Pues eso: Mickey Mouse ha muerto. R.I.P.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Afeitado


Me acaricio la cara y no tengo pelos. Seguro que me afeité anoche y ya ni lo recuerdo. Fuera como fuere, no tengo pelo. Cuando no llevo barba de varios días siento mi jeta como el culo de un bebé. Me encantan los bebés —sobre todo cuando no lloran—, y aún me gustan más cuando están dormidos a pata suelta.
En realidad, me estoy dando cuenta, acariciando mi cara imberbe y escribiendo estas líneas sin ningún sentido, que lo que a mí realmente me gusta es la calma. Estar tranquilo y relajado para poder disfrutar de un buen libro, y de una buena música de jazz oliendo a incienso, y degustando un buen café de Chiapas, o de Guatemala, o de la mismísima Nicaragua. De Centroamérica, pero que sea café de la variedad caracol, o caracolillo, como conocemos por aquí a esa variedad de grano pequeño y sabor intenso.
Y ahora que les hablo de caracoles —cuando lo que pretendía era gritar a los cuatro vientos que por fin me he afeitado—, les diré que, esta semana pasada, en un programa de radio, escuché que existen caracoles zurdos. ¿Caracoles zurdos? —se habrán preguntado con asombro tal y como yo hice. Pues sí, han leído bien, existen los caracoles zurdos. Según entendí —no me hagan mucho caso porque yo, en realidad, lo único que pretendía era publicitar, a bombo y platillo, lo de mi rasurado—, los caracoles cargan su concha en el lado derecho de su anatomía, aunque, al parecer, por los caprichos de la genética, o de la biología, o de ambas cosas, o quién sabe si por los arbitrarios designios de alguna otra disciplina que yo ignoro, uno de cada millón de caracoles nace con su concha hacia el lado izquierdo, o sea: zurdos.
Mientras acaricio mi carita imberbe, como el culito de un bebé, juro que cuando llueva -algún día ha de llover- pienso salir a coger caracoles para buscar mi caracol zurdo, como los que se echan a los montes, o a los jardines, o adónde quiera que se echen —si es que se echan— a buscar su trébol de cuatro hojas.
Con caracol zurdo, o sin él. Con bebé llorón, o sin llorar. Con café de Chiapas, o de Colombia. Perdón, ya sé, Colombia no es de Centroamérica, pero su café tampoco es moco de pavo. Con música de jazz, o escuchando la prodigiosa guitarra del maestro universal Narciso Yepes, sepan ustedes que me he afeitado para ir guapo en el avión de Iberia al que me he subido con la muy loable intención de escribirles desde lo más alto.
Y es que con lo que ahorro en cuchillas, en jabón, y en loción, me da para viajar y para otro montón de cosas  que otro día que, como hoy, me de por afeitarme, amenazo con contarles. 
Ustedes, señoras y señores, ladies and gentleman, fieles y menos fieles seguidores de este su blog, se lo merecen todo. Así que, aquí me tienen, escribiéndoles bien afeitadito y oliendo a Varón Dandy. Faltaría más. Por mis lectores, ¡mato!.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Maldita apuesta


Reto. Tengo el vicio de retarme continuamente. Compito contra mí mismo en una especie de solitario sin cartas. El reto que me planteo, mientras vuelo desde Milán hacia Kutaisi, consiste literalmente en escribirles algo sin que me estalle la cabeza. Y digo que me estalle la cabeza no porque intuya la inminencia de un atentado integrista en este avión, a lo que me refiero es a la remota, y muy poco probable, posibilidad de que, de un momento a otro, me estalle la cabeza debido a lo mucho que me duele. Así que el reto que asumo con ustedes en tan precarias condiciones —pero ante todo conmigo mismo—, es el de escribirles un relato antes de que me estalle la cabeza y lo ponga todo perdido de masa encefálica. La masa encefálica no se llama así —al menos eso creo—, porque los hombres estemos todo el día hablando con nuestro falo, o sea, hablando en plata: de que los hombres nos pasemos el día hablando con nuestra polla en lugar de estar pendientes de otras tareas más productivas y menesterosas. (Al no estar en horario infantil, se habrán dado cuenta de que he usado la palabra “polla” de un modo peyorativo) 
De todas formas, sea cierto o no que mi cabeza tenga una remota posibilidad de estallar en pleno vuelo, como antaño sucedía con algunas prótesis mamarias; quiero intentar escribirles algo para no perder la apuesta que he hecho conmigo mismo.
¿Que en qué consiste la apuesta? Pues en eso, en escribirles sin que me estalle la cabeza y llene a todo el pasaje de sebo gris. El cerebro, por si no lo saben ustedes—aunque pienso que a estas alturas todo el mundo lo sabe—, está formado por una masa viscosa y grasienta de color grisáceo, atravesada por miles de pequeñas venas que transportan sangre y oxigeno para que las neuronas mantengan su funcionalidad. (Nota del autor: se dice que algunos hombres disponen de una única neurona alojada en su entrepierna, al parecer, ésta les demanda grandes cantidades de sangre y oxigeno lo que les deja el cerebro más hueco que el agujero de un donuts) 
Como les decía, vuelo sobre el Mar Negro, en dirección a Kutaisi, en un vuelo de Wizz, rodeado de gente a la que mi dolor de cabeza le importa tanto, o menos, que la independencia de Cataluña. Sin embargo, pese a la apatía de todo el pasaje, incluso frente a la apatía de toda la tripulación, pese a la apatía, más incluso aún, de toda Europa frente al esperpento político y social que hemos conocido y sufrido como el “procés”, juro y perjuro que a mí me duele mucho la cabeza, tanto es así que no sé qué les podría yo escribir a más de once mil pies de altura para no perder la susodicha apuesta. 
Temo, a estas alturas —nunca vino más propio lo de las “alturas”—, que mi cerebro, aprovechando la coyuntura, se pretenda independizar del resto de mi cuerpo, aunque ello le suponga una terrible asfixia por la irremediable pérdida de riego sanguíneo y de flujo de oxigeno que, de ipso facto, tal situación le supondría.
¿Ven? Esto es lo peligroso de volar de noche sobre el Mar Negro, que uno lo ve todo negro, y durante esa confusión se le puede venir a uno la negra encima. Y ya no sé qué más narices contarles para no perder la apuesta. Miren, hagamos un trato, o un teatro, como quieran llamarlo: mejor retiro la apuesta y aquí paz y después gloria. No fue una apuesta en firme, se lo juro por Snoopy; sólo les planteé un simulacro de apuesta. Qué otra cosa les podía escribir con este maldito dolor de cabeza que me lleva a maltraer. Para apuestas estaba yo…¡Vamos hombre! 

domingo, 26 de noviembre de 2017

Maleta a medio hacer


Les escribo a medias de todo. A medias de desayunar. A medias de hacer mi equipaje. A medias de leer un libro de Ray Loriga. A medias de escuchar un viejo bolero de los Panchos cantado por no sé quién. A medias de escribir este relato. A medias de curarme de mi enfermedad o quién sabe si de volver a enfermar. En el punto medio de todo y de nada. En ese punto indeterminado en el que uno no sabe si va hacia adelante o hacia atrás. Pero, no sin cierta incertidumbre, intuyo que estoy a medias.
El invierno está por entrar. Las lluvias están por venir. Mi nuevo libro ya huele a imprenta. En algún hangar, oscuro y húmedo, ya ajustan los tornillos de un viejo avión que mañana me llevará a Kutaisi. El Mar Negro me espera tan negro como siempre, o tal vez más negro que nunca. A medias de acabar con este año de medianías, ando enzarzado preparando el próximo. Las periodos no dejan de ser una eterna continuidad por mucho que los acotemos con todo tipo de calendarios. La vida es tan lineal y tan efímera como un disparo. Tras el estruendo, tan sólo queda tiempo para emitir un sutil y desgarrador suspiro. Vivimos la vida a medias condenados a muerte por un disparo a bocajarro, impredecible, y siempre a destiempo. 
Pretendemos controlar el tiempo y nuestro destino; craso error. Los humanos, entre nuestras atribuciones, no fuimos dotados para esos menesteres. Somos vulgares dioses a medio cocer. Barro blandengue con infames aspiraciones marmóreas. Polvo que se cree roca. 
Como dijo Platón: "El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento". Tal vez por eso, yo me muevo más que los precios.

lunes, 20 de noviembre de 2017

La tanga desechable


No sé ustedes, pero yo, a largo de mi dilatada, y no menos ajetreada vida, me he tenido que embutir varias veces dentro de una tanga desechable. He dudado sobre si usar el masculino o el femenino para referirme a esa prenda tan intima, y al final he declinado el uso del masculino del mismo modo que la mayoría de los hombres declinamos usar la prenda. Pero claro, una cosa es la tanga normal, o erótico festiva, y otra bien distinta es esa horrenda y bochornosa de uso desechable.
Para su información, les diré que, bajo mi parecer, la tanga desechable es la prenda más patética del firmamento de la indumentaria. Es meterte esa cosa por las piernas -ruego no intenten ponérsela por ningún otro sitio- y se te queda una cara de gilipollas que no hay dios que te la quite. Es importante, muy importante, sumamente importante, que no se miren al espejo durante semejante trance ya que la imagen proyectada les podría ocasionar graves lesiones psicológicas que luego serían difíciles de acreditar ante el jurado forense que les tuviera que valorar en el hipotético caso en el que ustedes sopesaran la posibilidad de pedir una indemnización al fabricante. (Respiren por favor) De cualquier forma les aconsejaría que no lo intentaran ya que la mayoría son chinos y litigar contra una empresa china desde España es misión imposible.
Tengo constancia de que un señor que dirigía una sucursal bancaria -antes de la crisis crediticia que asoló el planeta- fue a un spa con una de sus amantes y al verse en el espejo con la tanga se arrojó por la ventana de un sexto piso y quedó en el suelo hecho un whopper sin queso poco hecho. Aún se estudia el caso, ya que algunos achacan el suicidio a la tanga desechable y otros a la repentina quiebra de Lehman Brothers.
Soy de los que opina que la tanga desechable debería estar prohibida por la Organización Mundial de la Salud. Para que lo entiendan: imagínense por un momento a Mariano Rajoy, o a Carles Puigdemont con semejante atuendo. O imagínense, para no ir más lejos, a este que les escribe luciendo uno de estos artefactos inventados por el primo hermano de Belcebú. 
Si la vida, ya de por sí, nos juega malas pasadas, lo peor de lo peor es verte en la tesitura de ponerte una tanga desechable. 
La masajista tailandesa que me asignaron, al ver cómo me desprendía del albornoz, ha renegado del ayurveda, ha salido en estampida del spa, y ha pedido asilo político en el restaurante chino de la esquina.
Y es que no es para menos…

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Tócala otra vez, Sam


Nos hemos dado treinta minutos para vernos de nuevo abajo. El hotel no es gran cosa pero tiene su aquel la decoración cinematográfica de la que hace gala. A mí me ha tocado una habitación ambientada en la película Casablanca, así que, por unos horas, me convertiré en una especie de aspirante a Humphrey Bogart a la valenciana, porque me ha faltado decirles que estoy en Valencia. Para ello, tal vez me vería obligado a romper el cristal que protege a una gabardina que luce a un lado de la cama, en un marco con fondo negro. La gabardina, de color caqui, valdría también para ambientar las habitaciones de Memorias de África, o la Momia, o alguna de esas por el estilo en las que el subconsciente nos aceptaría bien los colores ocres.
Hace algunos años que no visito Casablanca, y muchos más que no veo la película, pero de lo que estoy seguro es de que estoy en Valencia;  y a Valencia viajo con más asiduidad que a la ciudad marroquí. Valencia se baña en el Mediterráneo y Casablanca moja sus pies en el Atlántico. Valencia le reza a Cristo y Casablanca le reza a Alá. La paella es a Valencia, lo que el couscus es a Casablanca. En la Corniche de Casablanca —así de bonito le dicen al paseo marítimo— hay un famoso restaurante que regenta un valenciano. 
El mundo, pese a lo que cree mucha gente, es enormemente pequeño. De hecho, estoy por decirles que obviando a los dioses y a las banderas nos ahorraríamos muchos disgustos y lo pasaríamos de puta madre. 
Este murciano, medio mexicano que les escribe, está de anfitrión en Valencia de unos franceses muy majos, pernoctará esta noche en la habitación Casablanca soñando con su próximo viaje a Georgia y a Polonia.
No sé si algún huésped habrá intentado llevarse la gabardina o no, pero yo no siento aún ese arrebatador impulso cleptómano que siente mucha gente en las habitaciones de los hoteles y que les lleva a expoliarlo todo.  Casablanca me ha traído muy buenos recuerdos. De hecho, en mi memoria es lo único que guardo. Los malos recuerdos los arrojo a la trituradora del olvido.
Suena el teléfono. Debe haber pasado la media hora. Siento como si me dijeran: tócala otra vez, Pepe. Tócala otra vez.
Y bajando las escaleras, porque mi cuarto está situado en la primera planta, me doy cuenta de que, a cada rato, media hora arriba o media hora abajo, todo vuelve a empezar.
Tócala otra vez, Pepe. Tócala otra vez…—me parece escuchar de nuevo.
De fondo, acaricia mis oídos la música que emana del piano de la vida.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Ana y la luna


Con el océano nuevamente bajo los pies, rumbo a México, les escribo. Escribo abriendo un paréntesis en la lectura de Amores Imperfectos de la japonesa Hiromi Kawakami. No estaba por la labor de escribirles, me estoy sintiendo por unos días alejado de las letras. Se me tornan pesadas y complejas, como si les hubiera perdido el pulso con el que tanto y tan bien me había familiarizado. Tal vez debido a los hechos tan imprevistos y trascendentes que me han tocado vivir durante los últimos días y que superan ampliamente a mi capacidad para narrarlos como se merecen. 
El libro en cuestión, al que les hago referencia, contiene un relato denominado “Mundo Lunar”, un nombre muy sugerente para describir, entre otras cosas más sentimentales, a una marca de galletas japonesas. Aquí en España, por cierto, contamos con unos bollos industriales poco recomendables para la salud, a los que conocemos como “Media Luna”. La luna siempre ha sido, es, y seguirá siendo, una gran fuente de inspiración para escritores, poetas, filósofos, artistas plásticos y, como vemos, también para los confiteros.
A mí hija Ana Maria la luna le provoca tanta fascinación como respeto. Ella la busca ansiosamente por el cielo y estalla de emoción cada vez que la encuentra. Lo hacemos por sistema todas las noches antes de subirla a dormir a su cuna. La cosa es que salimos al jardín y realizamos esa especie de prospección estelar, tras lo cual mi pequeñaja da su ajetreado día por concluido. Inclusive, en esas tardes en las que, aún a plena luz, nuestro pequeño satélite hace acto de presencia, mi hija la encuentra entre las nubes y disfruta del hallazgo tanto o más como cuando de lactante veía en la lontananza las prodigiosas y nutritivas tetas de su madre.
Ana María, con tan sólo dos años, vive y crece atrapada bajo el misterioso influjo de la luna. 
El mundo lunar de mi hija lo imagino plagado de fantasía infantil, de sueños y de conjeturas sobre lo qué hace ahí esa bola luminosa, con una misteriosa cara dibujada, colgando en todo lo alto. Dentro de la mente de una niña, que apenas balbucea sus primeras palabras y articula sus primeras frases, ya se atisba la magia de un gran mundo lunar. Una luna que representa un gran punto luminoso en el libro de su propio firmamento. El punto y seguido con el que cada noche concluye su pequeña gran historia cotidiana repleta de vivencias y plagada de cariño.
Un mundo lunar al que le pido, mediante este escrito público, colgado del cielo a más de diez mil metros de altura, que, con su luz, ilumine y oriente a mi hija a transitar durante toda su vida por su mítico Mar de la Calma.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Arte de altura


De nuevo, en un avión de Iberia, sobrevuelo el atlántico desde México rumbo a mi casa con el culo en fiestas. Entre la oferta de música que ofrece el dispositivo de entretenimiento del avión, he seleccionado una recopilación de temas de jazz instrumental: Last Goodbyes, There is No Tomorrow, Eventually Maybe, New York Latin Big Band 3, Unimaginable, entre otros temas que harían las delicias de mi idolatrado Murakami. Todos ellos resultarían ideales para ambientar una cita romántica con aspiraciones. Cincuenta y cinco por ciento de vida marca mi batería. Un chico que vuela atrás mío, aquejado de ansiedad, ha estado a puntito de bajarse del avión minutos antes de despegar. He intentado tranquilizarlo contándole las miles de hora de vuelo que llevo sobre las espaldas, y le he hablado de los destinos tan maravillosos que he disfrutado, y le he reconocido que lo peor de volar es que resulta muy poco recomendable para los que padecemos de hemorroides. 
El chile, las hemorroides, y los viajes en avión no congenian nada bien —le he explicado al joven, mientras este me miraba haciendo un evidente gesto de perplejidad— así que las diez horas y media de vuelo que tenemos por delante las presiento de puro sufrimiento para mi retaguardia. —¡Híjoles! Ha exclamado el joven ansioso, dando un respingo sobre el sillón como si apretase las nalgas en un acto reflejo ante mi propia dolencia.
Horas antes, me he despedido del personal de servicio de mi cuartel general en el hotel Holiday Inn Suite de la Calle Londres, después de haber compartido un buen rato con el artista mexicano Leobardo Huerta. Por momentos, el artista me ha sumergido en su cosmovisión pictorica, en su apasionante biografía, y en la historia reciente de su país. Sus dibujos y sus intervenciones sobre viejas fotografías, y documentos oficiales y comerciales que recopila por diferentes poblados mexicanos, representan la fusión de lo moderno con lo viejo. Sobre lo viejo, fotografías en blanco y negros o en tonos sepia,  o viejas escrituras notariales, o recibos de la compra de un aparato de radio de los años cuarenta,  todas ellas en mi diferentes estados de conservación debido al paso del tiempo, él sobrepone dibujos que representan o evocan a la mitología mexicana: máscaras de carnaval, alebrijes,  o personajes o elementos de la imaginería prehispánica que transforman y enriquecen unas historias solapadas que acaban creando una nueva realidad; una segunda vida que puede ser entendida como una milagrosa resurrección.
Leobardo Huerta, sin duda alguna, es un artista llamado a ostentar un lugar privilegiado entre la élite de la plástica actual mexicana. En su obra interpreta la realidad colectiva al mismo tiempo que la suya propia y lo hace con una engañosa facilidad que raya la inocencia, o lo infantil, a la que muchas de sus obras, de alguna u otra manera, hacen referencia. Su pintura enlaza mágicamente pasado y presente cuestionando un futuro avasallador con lo singular y autóctono y vilmente sometido a la dictadura del neoliberalismo y la globalización. Su obra te atrapa, te invita a soñar, juega contigo, te habla, te provoca, y te acaricia los sentidos. Tal vez por eso, en esta mañana de despedidas, sus obras resucitadas han acabado por resucitarme.
Aún conservo el cuarenta y ocho por ciento de la batería. El joven con miedo a volar se zampa sin reparos la comida cuartelera que las azafatas acaban de ofrecer. Mi culo está malherido. El jazz, actuando como una sutil anestesia, me ha dado sueño.
El vuelo rumbo a mi futuro, por fortuna, continúa su marcha.



jueves, 2 de noviembre de 2017

La Cicatriz


Estoy, quién lo diría, en la mera Cicatriz. Para curarme, he pedido un café espresso y un panqué de calabaza con jengibre. La Cicatriz es una cafetería sencilla plagada de modernidad como el resto de negocios que están aflorando en la plaza Washington; a dos pasos del museo de cera y del hotel que me da cobijo cada vez que arribo a Ciudad de México. También han abierto negocios de ropa vintage, chocolaterías con todo tipo de chocolates mexicanos, galerías de arte y diversos restaurantes. 
El terremoto de hace una semanas tuvo la deferencia de respetar esta pequeña plaza, no así a varios edificios que se ven sensiblemente deteriorados a pocas cuadras de aquí. 
Estoy en la Cicatriz lamiendo mi propia cicatriz escuchando de fondo una música balsámica. El pay de calabaza y el café no me producen suficiente alivio. El terremoto interno que he sobrellevado estos últimos meses ha generado en mí una nueva cicatriz. Subsistimos, por tanto, coleccionando cicatrices que intentamos disimular con diferentes tipos de maquillajes. 
La Ciudad de México intenta sobrellevar su ultima cicatriz con dignidad, como lleva el resto de cicatrices que le confieren ese carácter de superviviente. Tal vez por eso me siento en esta ciudad como pez en el agua. Pese al smog, pese a su conocida y magnificada inseguridad, pese a su caótico devenir. 
La Cicatriz, a estas tempranas horas de la mañana, se encuentra aún poco concurrida. Sus paredes desconchadas, su techo de ladrillo rojo entre vigas de acero, y su suelo de cemento, esperan con paciencia infinita la llegada de los clientes que otorgan sentido a su existencia.
En la puerta, luce una simpática calabaza de Halloween. Una pareja de chicas se hablan con embeleso acariciando sus manos de manera disimulada, como queriendo evitar lo inevitable. Una fuente arroja un agua que da infinitas vueltas en un misterioso circuito cerrado que atrapa a todo aquel que la mira. 
El circuito cerrado de esa fuente, en la misma puerta de la Cicatriz, no es otra cosa que una metáfora de nuestra propia existencia.
Un perro le ladra a la calabaza, o más bien a la vela que incansablemente crepita en su interior. 
La gente de bien, a estas horas, se ocupa sacando a pasear a sus perros. Pasean perros para ocultar su cicatriz. 
La vida, como esta plaza, como esta ciudad, como cada una de nuestras historias personales, está plagada de cicatrices.

sábado, 21 de octubre de 2017

Beso, atrevimiento o verdad


¿Alguna vez, de jovencitos, jugasteis al beso, atrevimiento, o verdad? Tan sólo el hecho de recordarlo me adentra en un halo de nostalgia. En aquellos años de transición democrática, en los que pasamos de una dictadura militar golpista a un estado nuevo hecho a la carrera y auspiciado por los mismos que lo habían ultrajado, mi infancia transitaba hacia la adolescencia. Años de convulsa inocencia. 
Mientras yo intentaba dar ese primer beso a Elena, para acercarme un poco más hacia mi anhelada madurez, ETA ponía bombas lapa, mataba con tiros en la nuca, o hacía estallar supermercados. Frente a la inocencia de ese primer beso soñado, los asesinos, por su afán por imponer nuevas banderas y nuevas fronteras, asesinaron, extorsionaron y estigmatizaron a todo un pueblo durante décadas.
Ese primer beso de Elena no me hizo mayor de golpe, pero sí me acercó a un nivel de éxtasis cercano a la levitación. Ese primer beso fue el preludio de muchos más. De Elena y de otras Elenas. Elenicé mi vida normalizando el progreso con olor a pólvora y con el sabor amargo del odio. Fueron años de plomo que nunca deberían volver.
Estos días, en los que uno sigue aspirando a ser besado, que precisa tanto de afectos y de paz, otros nacionalistas exacerbados se empeñan en sumar fronteras a una Europa que lleva años sumando realidades para enfrentarse al mundo con personalidad propia. Un mundo controlado por bloques enormes, con intereses contrapuestos, en los que los pequeños son tan sólo una china en el zapato. Pequeños que, a la mínima de cambio, son atropellados por los grandes sin contemplaciones. Casos recientes, y no tan recientes, tenemos en todos los continentes. 
España no ha sido ni probablemente será la panacea de un modelo de cohesión social. En España conviven muchas Españas, muchas sensibilidades y realidades distintas que los partidos políticos maliciosamente han confrontado y utilizado a su antojo por intereses electoralistas y en no pocas ocasiones espurios. Esa España, nuevamente herida, necesita de mejoras y adaptaciones constitucionales pero, ante todo, necesita seguir siendo España.
Cataluña, País Vasco, Navarra, Galicia, Aragón, Castilla León, Castilla La Mancha, La Rioja, Extremadura, Andalucía, Valencia, Madrid, Asturias, Cantabria, Baleares, Canarias, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, tanto como mi pequeña Murcia, suman una serie de realidades históricas de innegable valor que han conformado desde hace más de quinientos años una entidad que ha sabido aceptar tanto la victoria como la derrota, que ha llegado a lo máximo para caer a lo mínimo, que ha vivido guerras fratricidas, que ha superado crisis de toda índole, y ha llegado hasta el día de hoy a las puertas de superar, con el esfuerzo de todos, la peor crisis económica de los últimos tiempos.
Aún queda mucho por mejorar en España, muchos cambios por hacer, mucho por arreglar y muchas heridas por curar. 
Como en ese juego que recordaba de mi infancia, tengo el ATREVIMIENTO de reconocerlo: España se tiene que formatear para reiniciarse en un nuevo escenario de convivencia. España necesita quererse, sumar afectos, estrechar lazos y no generar más conflictos territoriales partidistas con fines estrictamente políticos. España, amigas y amigos, pide BESO, pero ante todo pide VERDAD, ya nos hemos sentido engañados demasiadas veces.

sábado, 14 de octubre de 2017

Domingo de paz y lunes de cordura


Domingo. Sumamos domingos. Domingos tranquilos. Domingos de frigorífico lleno, o medio lleno, o un cuarto de lleno. Domingos de gente durmiendo hasta el mediodía. Domingos de paseos, de relajo, de televisión, de cine, de periódico en papel, de regar las plantas, de andar en pijama, de paella, de asado, de vermut, de todo y de nada.
Domingo que desembocará en un atípico lunes de incertidumbre, de lunes de desasosiego, de lunes de crispación, de rabia, de impotencia. De lunes desesperado por inmerecido, de lunes a destiempo, fuera de juego, inapropiado para los tiempos que corren.
Tiempos de utópicas independencias en un mundo plenamente dependiente. Tiempos de revoluciones caducadas, de repúblicas anárquicas auspiciadas por hijos de la democracia. El mundo al revés. 
La estética desaliñada y rebelde se lleva mucho mejor con el frigorífico lleno. Nuestros revolucionarios de salón no dan risa, son simplemente un esperpento, fruto del bienestar propiciado por unos padres luchadores, unos padres que aspiraban a disfrutar de un domingo como hoy, tranquilo, sereno, de pijama. 
Y tras ello, de un lunes para ir al trabajo, mirar la tabla de la liga, y charlar con los compañeros de trabajo sobre lo mal que va todo. Hablar en un idioma o en dos o en tres o en veinte. 
No son tiempos de revoluciones. Son tiempos para, entre todos, cuidar lo mucho que nos hemos dado. Son muchos los enemigos de nuestro bienestar pero todos están fuera y sabemos que nombre tienen.
Los que dieron su sangre y su sudor para que hoy disfrutemos de este plácido domingo desde el que les escribo a media luz, sin duda alguna, se lo merecen.
Ojalá que este lunes impere la cordura.

jueves, 5 de octubre de 2017

Recuerdo


En esta otra vida mía. En esta vida nueva en la que soy el mismo dividido y a la vez multiplicado. En esta vida en la que cerré un libro y abrí una enciclopedia. En esta vida en la que la sonrisa de mis hijas son mi única patria y bandera. En esta otra vida, o más bien en esta vida residual o recta final de mi vida, ya casi consumida por el abuso de su combustible vital, soy un recuerdo y soy recuerdos.
Al final de los finales la vida se convierte en una sucesión de recuerdos de uno mismo antes de convertirnos en un recuerdo para todos los demás.
Yo recuerdo. Ando recordando demasiado. Muchas cosas. Tantas y tantas cosas. Muchas escritas, otras sin escribir y la mayoría que nunca escribiré ni escribirá nadie. En esta recta final vivo de mis recuerdos aún aspirando, inocentemente, a generar alguno nuevo. Genio y figura hasta la sepultura. Ampliar la colección con el mismo sinsentido que todos los anteriores. Al fin y al cabo a nadie le importan los recuerdos de los demás, como no nos importa si el vecino hace caca blanda o dura, o lo hace seis veces al día, a no ser que lo suba a Facebook, escaparate de la frivolidad hecha sonrisa, como la Coca-Cola. 
Vida acomodada por diseñadores. Alguien dijo que el marketing acabaría con el mundo. Un sabio. Un visionario sería el tipo. Ahora todos diseñamos nuestras campañas de autobombo en Facebook vendiendo estúpidamente nuestra vida al diablo. Un diablillo con cara de niño salido de un garaje de gringolandia.
En esta nueva vida mía, en la que peso doce kilos y medio menos que en marzo, soy un hombre lleno a rebosar de recuerdos y liberado de grasas hidrogenadas. Recuerdos en forma de momentos inolvidables para el olvido. Personas. Ciudades. Besos. Caricias. Miradas. Sonrisas. 
De los recuerdos he borrado muchas cosas. He quemado nombres y caras en una especie de pira expiatoria. He enterrado hachas de guerra. He fumado la pipa de la paz con mi conciencia. Como los perros, me he meado levantando la pata en todas las fronteras. Me he limpiado el culo con banderas de seda de todos los colores y de todos los tamaños. 
Y tras todos esos ejercicios de purificación he vuelto a renacer. Ya estoy listo para el olvido. Preparado para convertirme en un recuerdo que todos, antes o después, olvidaran.

lunes, 2 de octubre de 2017

Traviscorneado


Llegó Octubre, casi sin querer, avalanzándose sigilosamente sobre nuestro día a día. Vino, acalorado, disfrazado de verano; sin embargo, pese a tan infantil engaño, como en él es costumbre, llegó amarilleándolo todo, por lo que le vimos el plumero desde el principio. 
Octubre y otoño comienzan por o. Orquesta, orgasmo, órgano, órdago, onanismo, orden, oreja, orificio, ostras, ofensa, oficio, orfanato, ¡ozú qué caló! palabras que comienzan igual pero que terminan como les da la real gana.
Porque una cosa es empezar, que casi todo empieza bien, y otra cosa es como terminan.
Aunque también podríamos echar mano del refranero y recordar que: "lo que mal empieza mal acaba". Este octubre ha venido cargado de tensión y oliendo a pescado podrido. O a atún de falsete más viejo que el Rey Herodes. O a loco pegando tiros sobre la multitud de un concierto. O a terremoto. O a huracán. O a independentistas urgidos por independizarse. Octubre, este octubre, ha venido -permítanme ustedes el uso del murcianismo- "traviscorneado". 
Para plantar cara a semejante inforturnio, he decidido hacer pública una vieja foto impúdica en la que, hace veinte años, exhibía mi consabido mal gusto por la ropa interior. Como quién, en estos días, exhibe banderas en sus balcones, yo ese fatídico día exhibí mis calzones...
¡Qué por nadie pase!

sábado, 30 de septiembre de 2017

Cara a cara con la muerte


Ha sido una semana trágica. Entre terremotos, decesos, e independencias se te queda el higadillo encebollado. Apático y noqueado, como un púgil antes de besar la lona, pasan los días y siento languidecer este blog víctima de mi incredulidad y de mis problemas hepáticos. O víctima, tal vez, del tonelaje de las historias que arrastra. Historias, todas ellas, de sentimientos, de luchas, de ilusiones y, pese a todo, de ganas de vivir. 
La muerte de un compañero, cuando acontece, supone, de alguna manera, el preludio de nuestra propia muerte. Pedro ya se precipita por la cascada, arrastrado por las aguas turbulentas del río de la vida, mientras los demás seguimos nadando desesperadamente a contracorriente.
Mi amiga Maggy, en Juchitán, ha perdido todo. Su casa y su modesto salón de peluquería con el que sacaba adelante en solitario a sus dos hijos. Toda una vida de lucha y de superación, se vinieron abajo en un segundo. Mi amigo Pedro ha luchado durante meses contra un injusto cáncer que, despiadamente, vino a por él. La muerte, caprichosa, viene en nuestra busca durante un terremoto, en la cola del cine, en una curva, o adónde a ella le viene en gana.
De poco le importan nuestras luchas y nuestros anhelos. De poco le importan nuestras parejas, nuestros hijos o nuestros proyectos. La muerte es tan insensible como un terremoto, como un huracán, o como una guerra.
La muerte, y hasta la vida, como dijo Pedro días antes de morir, es una puta mierda. 
¿Para qué tantas luchas? ¿Para qué esta basura de blog?
Ayudemos a Maggy. A Pedro, nuestro "Gran Capitán", de haberle dado tiempo, le hubiera gustado hacerlo.
Descanse en paz.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Dicen que leo demasiado


Leo La uruguaya de Pedro Mairal mientras el suelo vuelve a temblar en México. Leo mientras la mitad de los catalanes claman por su independencia ante la mirada atónita de la otra mitad. Leo, dicen que demasiado. Siempre que leo suceden cosas del mismo modo que cuando no lo hago. Las cosas, los sucesos, las independencias, incluso los libros que leo, y los que aún me quedan por leer, acontecen cuando les llega su hora. Suceden cuando les da la gana. Un libro se acaba en el punto y final. El ajedrez en el jaque mate. Una manzana se pudre en la humedad del suelo. El pez grande se come al chico. La vida, de éxito o de fracaso, se convierte en polvo dentro de una caja de caoba contrachapada. 
Yo leo a Mairal disfrutando de su preciosista prosa argentina y expectante ante los interminables temblores que sacuden sin piedad a México. 
Leo mientras mi hija corretea con una pelota en la mano perseguida por un sanguinario mosquito tigre. Los mexicanos corren ante los temblores perseguidos por su propio infortunio. Los catalanes claman su independencia ante el temblor expectante del resto de los españoles. 
Correr, a veces, no es suficiente. Sobre todo cuando la casa se te viene encima. Cuando la casa te sepulta ya es el punto y final. Ya de nada sirven los libros, ni las independencias, ni los pasaportes, ni las banderas. 
Toda patria es húmeda y oscura. La patria común es la muerte. De ahí, tal vez, que en la bandera pirata luciera, sobre un fondo negro, una tibia y una calavera. Leo mientras un todo amenazante se mueve a nuestros pies. A los mexicanos les tiembla el suelo y a los españoles nos tiembla el país.
Pese a ello, sigo leyendo. Dicen que leo demasiado.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Eterno aspirante sin aspiraciones


Estos días, pese a mis limitaciones, preparo mi tercer libro de relatos. Hasta este momento soy, como bien saben, un escritor fracasado, un escritor perdido entre sus propias letras, embalsamado en su arrogante intrusismo, ofuscado en su propia sinrazón. Mientras disfruto de ésta insignificante proeza literaria, en este blog alcanzaré las doscientas mil visitas. Tras todo esto -ya me veo más cerca del Cervantes- me siento capaz de escribir sobre cualquier cosa a pata coja, me imagino zarandeado por mis seguidoras en la Feria del Libro de Guadalajara, tirándome ellas fajas y sujetadores, como a Jesulín de Ubrique, y ellos miradas justicieras, como de marido cornudo. 
Para mi vida de escritor afamado, que se avecina, acuñaré un seudónimo rimbombante. He pensado en llamarme Mario Alcantud, o Alberto Suñer, o Salvador Amante, este último por si me meto de lleno en la novela romántica, que nunca se sabe. 
No sé aún muy bien al género al que le voy a dar duro. Me va la novela negra, las de espías no están mal, la autoayuda también mola, la histórica me ha gustado siempre pero requiere de mucho esfuerzo para documentarse a fondo, la erótica requiere de mucha onomatopeya y me pierdo mucho en la sonoridad, la romántica y la realista exige de grandes cualidades descriptivas, así que, dicho lo cual, no tengo nada claro mi continuidad en el mundo de la literatura.
Tal vez, tras este tercer libro abocado a la misma ruina que los otros dos títulos que le precedieron, me dedique a otra cosa. He pensado en refugiarme en el ajedrez o en la tranquilidad de la pesca deportiva. Eso. La pesca deportiva la veo como más relajante. Me viene a la memoria el recuerdo de un día de pesca junto a mi tío Matías. Él sacaba un mujol cada dos minutos, mientras yo saqué un puto zorro en dos horas. Ahora tendría unos cuantos años por delante para revertir esa historia que frustró mi infancia. Ni sirvo para pescar, ni sirvo para escribir, ni tengo admiradoras que me lancen sujetadores de encaje negro que son los que inundan siempre mis sueños eróticos más inconfesables.
Doscientas mil visitas y tres libros de relatos. Menudo atrevimiento el mío. 

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Un niño en calzoncillos


Hay un niño en calzoncillos. Uno que podrían ser varios. O muchos. O millones. Pero yo, con frecuencia, veo a uno. Un niño famélico, a menudo con la cara desenfocada, y con unos calzoncillos tan sucios que perfectamente podrían estar acartonados. El niño está tan sucio como sus calzoncillos. Un niño, o el mismo niño, que vi en una aldea de Chiapas, o de Ucrania, o de Túnez, o como el que el otro día me encontré en Uzbekistán. Un niño grisáceo, recubierto con una terrible capa de polvo de olvido, del que destaca el negro de sus ojos, con los que te clava una mirada fría y acerada capaz de reventarte la sien. El niño del que les hablo siempre me mira, nos mira, con una mirada interrogativa e inquisidora. Con una mirada entre ausente y penitente. Con una mirada que parece no reconocerme a mí ni al mundo de dónde vengo. Con una mirada de otro planeta. ¿O acaso  es que en la tierra existen dos planetas en uno? ¿Uno bueno y otro malo? Una mirada que me deja vacío, como si esos dos ojos brillantes de hambre y de sueños fueran capaces de arrebatarme la poca energía vital de la que aún hago gala.
Hay un niño en calzoncillos que corroe mi conciencia. Uno que, por desgracia, no es el mismo repetido. Son millones y millones los niños desheredados que me miran ofreciéndome el perdón que no merezco; el perdón que no merecemos.

lunes, 11 de septiembre de 2017

La fábula de la tortuga y el erizo


En las afueras del milenario bazar de Taskent un viejo mercader gordo, medio borracho, y con una barba que, a buen seguro, debería representar un peligroso foco infeccioso para la población uzbeka, vendía diferentes tipos de aves: canarios, periquitos, agapornis, una cotorra chillona, y al pie de todos ellos, en una caja de madera se encontraban un tortuga rusa y una pequeña jaula con barrotes de alambre, en cuyo interior, un erizo se dejaba la dentadura mordiendo desesperadamente con la intención de escapar de una muerte que daba por segura. 
—Señor, señor, me dijo el mercader ¿no querría usted comprarme este erizo?. 
—No, caballero, de ningún modo ¿qué podría hacer yo con ese erizo? Además, a ese animal lo debería usted liberar ahora mismo, no ve que está enloquecido dentro de esa minúscula ratonera -dije mostrando mi enfado.
—Si se lo come, tendrá mucha más virilidad y mejorará en todas aquellas enfermedades que laten en su interior. Aquí mismo, en el bar del bazar, se lo pueden cocinar de varias formas diferentes. Anímese y cómpreme este erizo para su salud. No se arrepentirá -me explicó el señor, en un ruso rudimentario que Artur, mi traductor, apenas si podía descifrar. 
Yo me quedé apesadumbrado observando a los animales, mientras que Artur iniciaba con el mercader una conversación en ruso sobre su Polonia natal, de lo que el vendedor se había percatado tal vez por la gorra que Artur suele utilizar cuando andamos de turistas. Una gorra con los colores de su bandera nacional y su escudo, y sobre la que el vendedor mostraba una gran nostalgia debido a que, en su juventud, había trabajado durante algunos años en la reconstrucción de la ciudad de Varsovia, tras el desastre al que todos conocemos como Segunda Guerra Mundial.
Entre el murmullo de tan emotiva conversación de la que, claro está, yo no entendía absolutamente nada, me pareció escuchar unas extrañas vocecitas. Unas vocecitas que, por mucho que me resistía a aceptar, intuía que procedían del erizo y de la tortuga.
-Estoy intentando que el señor libere al erizo -interrumpió la magia el polaco- A ver si me lo meto en el bote con las historias de Polonia y lo acabo convenciendo -me dijo, Artur, en un receso, mientras que el mercader atendía a una señora que quería comprar un periquito para su nieta.
Al reanudar ambos la conversación, yo agarré la tortuga y ésta, amigablemente, me saludo:
—Hola amigo: tu compañero es muy amable intentando la liberación del pobre erizo. Él es más impaciente y lo está pasando peor que yo. Yo le digo que nuestro destino está escrito, pero los erizos son mucho de revelarse contra el destino —me explicó el simpático quelonio.
Yo había pensado la respuesta pero no la había formulado, sin embargo, la tortuga era capaz de escuchar mi voz interior sin necesidad de que yo pronunciara palabra alguna. Por un instante pensé que todo aquello era fruto de mi imaginación, o tal vez de mi indignación, pero esa vocecita seguía hablándome y respondiendo a mis pensamientos en una misteriosa conexión telepática en la que las palabras sobraban.
De repente, el embriagado mercader, ante la insistencia de Artur sobre la liberación de aquel pobre erizo y la constante presión de mi mirada inquisidora, agarró la jaula sin la debida precaución y recibió un colosal mordisco en uno de sus dedos que hizo que la jaula saliera despedida por los aires. Al mismo tiempo, y debido al sobresalto que el viejo comerciante se llevó, piso la caja de madera en la que se hallaba la tortuga y está volcó lo que dio lugar a que la tortuga iniciara una lenta y sigilosa huida mientras que el mercader centraba toda su atención en la jaula del enrabietado erizo. 
Por fortuna, la tapa de pequeña jaula se abrió y el erizo, antes de que el vendedor pudiera agarrarlo nuevamente, emprendió una veloz carrera hacia una vertiginosa ladera que desembocaba en una rambla tan seca y polvorienta como el suelo de aquel milenario mercado. 
Al darse la vuelta, el señor pudo comprobar como la caja en la que se encontraba la tortuga estaba volcada. Con la mirada, y visiblemente ofuscado, rebuscó alrededor mientras yo con mi cuerpo tapaba la lenta pero persistente huida del reptil, señalando con el dedo hacia el lado contrario, con la intención de confundirlo y con ello dar tiempo a que la tortuga pudiera ganar unos minutos con los escabullirse entre la maleza, como así sucedió.
Antes de que se diera cuenta el odioso comerciante, Artur y yo, nos alejamos escabulléndonos entre la multitud que a diario frecuenta ese milenario mercado de la capital uzbeka.

Moraleja: Sólo se consigue lo que se intenta.