viernes, 28 de junio de 2019

El hombre del imán


Siempre se sentaba en la misma esquina. No era el único al que le encantaba ese rincón del Bar Josepe; muchos clientes eran capaces de esperar el tiempo que hiciera falta para sentarse ahí. Esa esquina era un lugar privilegiado desde el que se alcanzaba a ver la calle a través de la ventana. En su contra estaba el ruido ensordecedor del molinillo del café. Pese a todo, él siempre se sentaba ahí. Leía con minuciosidad el periódico. Hacía operaciones matemáticas sobre servilletas que después se guardaba en los bolsillos. Nunca tenía prisa. De hecho, me contó que lo habían echado del trabajo por loco. Aunque nunca supe con certeza si eso era cierto. A veces me decía que lo habían despedido del instituto en el que daba clases. Otras que lo habían echado de un centro de investigación sobre energías alternativas. En otras, simplemente, me decía que lo habían prejubilado por sus consabidos problemas mentales. 
Todos me toman por loco por plantear y demostrar que las necesidades energéticas de la sociedad se podrían cubrir de manera limpia e infinita usando el magnetismo que mantiene en marcha al sistema solar. Entonces me cuestinaba:
-¿Los planetas se mueven? 
-Yo diría que sí -le respondía.
-¿Los planetas mantienen fijas unas órbitas?
-Eso creo, aunque yo no he estudiado mucho -le respondía, apesadumbrado.
-¿Y mantienen la misma cadencia y la misma distancia entre ellos?
-Más o menos, no sabría decirte...
-Pues eso sucede porque todos ellos forman parte de un campo electromagnético infinito del que podríamos extraer la energía necesaria para suministrar electricidad a todo el planeta. Yo lo he demostrado y me toman por loco -me decía con cara de resignación. 
-¿Tú crees que estoy loco, Pepe? -me preguntaba.
-Yo creo que los locos son ellos -le decía, en parte, para consolarlo.

Desde que abandoné el Bar Josepe, para irme por esos mundos de Dios a vender champú, no le he vuelto a ver.
No recuerdo su nombre, si es que alguna vez lo supe, pero hoy me acordé de él.
¿Habría algo de verdad entre toda aquella locura?
Era un buen hombre. En su bolsillo siempre llevaba un imán. 

viernes, 21 de junio de 2019

El gran regalo



De buscar en mi juventud un mundo perfecto, en la incertimbre habito. Camino sin la seguridad plena pero siendo cada vez más consciente de mis limitaciones. El final es una utópia, como una estrella que me marca el camino hacia un sueño cada vez más irreconocible. Sigo, sin saber muy bien hacia adónde voy, pero siendo consciente de que debo seguir caminando. Pararme o retroceder no me aportaría nada. La acción requiere de movimiento; movimiento relativamente incierto pero que me acerca a nuevos destinos. Cada paso, cada peldaño, cada visita, cada viaje, cada libro, cada abrazo, cada beso, cada mirada, cada olor, cada pequeño detalle a nuestro alrededor forma parte indivisible de ese increible itinerario al que llamamos vida. 
Nadie tiene el control por muchos controles que ponga. Nadie sabe con certeza lo que nos espera al final del camino, ni tan siquiera lo que nos espera si torcemos a mano izquierda. Nadie, absolutamente nadie, sabe cuánto tiempo nos falta para llegar al misterioso final del trayecto. La vida, por tanto, es hoy. ¿Quién sabe qué nos deparará el mañana?
Disfruta y haz disfrutar. Vive y deja vivir. Respeta para ser respetado. Ama si lo que pretendes es ser amado. Y ayuda al prójimo como te gustaría que te ayudarán. 
No esperes nada de nadie. La vida, nuestra propia vida, es el GRAN REGALO; ese que tan generosamente nos ofrecieron nuestros padres. La existencia es, ante todo, una maravillosa contradicción que se pasa en un suspiro. 
Sigamos caminando y, si nos encontramos, abrázame cada vez que quieras, incluso, sin pedirme permiso. 


viernes, 14 de junio de 2019

Pesadilla en Odessa


Podría haber estado en cualquier otro sitio pero estaba trabajando en Odessa, a orillas del Mar Negro. Hacía un calor más propio del desierto de Almería que de otra cosa, pero mis aspiraciones profesionales siempre andan ávidas de alcanzar nuevas proezas que poder contar luego a mis nietos y, a veces, no me doy cuenta de que voy alcanzando una edad en la que el cuerpo y la mente comienzan a disociarse. De cualquier modo, todo hay que decirlo, entre visita y visita y reunión y reunión siempre aparece un hueco en el que ejercer de turista a tiempo parcial. Alguien me había dicho que venir a Odessa y no subir y bajar las famosas Escalinatas de Potemkin podrían acarrear viente años de mala suerte. Así que, sin pensarlo dos veces, me lancé escaleras abajo desafiando a mi infortunio. A mitad de camino de tan colosal bajada ya sentí que algo no iba bien. Mis ojos, clavados en el azul oscuro de aquel mar en calma, repararon en un viejo carguero de la época soviética y en una anciana menuda que subía las escaleras como un triatleta dopado hasta las cejas. 
Al llegar abajo mis piernas temblaban. Una rubia espectacular de casi dos metros de altura me arrimó un micrófono a la boca mientras, a su lado, un gorila, del mismo tamaño pero de mayor grosor que la reportera, sostenía una cámara de televisión, por lo que, sin venir a cuento, me vi inmerso en una entrevista de algún canal, más que probablemente prorruso. Como ustedes imaginarán, ante mí se presentaron dos grandes inconvenientes para dar continuidad a aquel conato de entrevista con la que pretendían inmortalizarme en los ámbitos postsoviéticos: en primer lugar yo no hablo ruso, y en segundo lugar, no me quedaba resuello. 
Creo que el excesivo brillo que reflejaba aquella melena exquisitamente decolorada, junto al olor a sobaco que emanaba del camarógrafo con la apariencia de un lanzador de martillo, hizo que, sin pensarlo debidamente, comenzará a subir las escaleras como el que se quita avispas del culo.
Aún no alcanzo a entender lo que me provocó aquella inusitada estampida, pero lo que sí puedo asegurarles es que cuando me desperté, una enfermera entrada en carnes con el pelo cano y una verruga enorme con tres pelos en un lunar negro que decoraba todo el centro de su napia, y que eran del grosor de una cuerda de guitarra, me trajinaba un gotero que me habían injertado sobre el frontal de mi mano derecha. 
La señora, al ver cómo se abrían mis ojos, exclamó algo en ruso, o en ucraniano, que provocó que otra enfermera acudiera rauda y veloz a los pies de mi cama. 
Cuando levanté la mirada y me fijé en el rostro de la recién llegada, no tardé en cerciorarme de que la enfermera, o la que hacía las veces de enfermera, no era otra que la reportera que me esperaba a los pies de la Escalinata Potemkin. Pero, por cierto: ¿cómo había llegado yo hasta ese viejo hospital? Evidentemente, no conocía la respuesta.
La enfermera de tan colosal verruga y la enfermera reportera dicharachera entablaron una acalorada discusión, más propia de una verdulería que de un centro hospitalario, lo que propició la llegada de un vigilante de seguridad que, para mi asombro, no era otro que el gorila cameraman vestido de bailarina de ballet con su tutú y sus zapatillas de puntas y todo.
Y ahí fue cuando me desmayé, o me volví a desmayar, ¡yo qué sé!  Al despertar estaba en la habitación del hotel, en la televisión sonaba un viejo tema de los irlandeses Wendall, tenía trescientos mensajes de wasap, varias llamadas perdidas en el teléfono, y alguien estaba golpeando exageradamente sobre la puerta de mi habitación. 
Al abrir, la recepcionista que para colmo era la misma que la reportera reconvertida en enfermera, y un bombero, que no era otro que el camarógrafo que echaba horas extra de vigilante jurado, me volvieron a  hablar en ruso, ¿ o tal vez era ucraniano? Pero ¿qué gaitas me querría decir esa gente repetida? ¿Acaso la clonación humana es ya un hecho al otro lado del antiguo Telón de Acero? ¿Alguien pretende volverme loco? ¿O, por el contrario, ya estaré perdidamente loco?
De pronto, sonó el despertador y yo sudaba y sudaba en la habitación 307 del Hotel Alarus Luxe. El aire acondicionado, y la cena en el restaurante georgiano Kinza, me habían jugado una mala pasada.

Lo prometo: no vuelvo a probar el vodka. Si me ven por ahí, recuérdenmelo.

viernes, 7 de junio de 2019

Muerte en la estepa


Tras apurar un último trago de vodka, Sergei Molkov se fue a la cama aquella noche con un extraño presentimiento. Fuera, la estepa emitía su gélido y perpetuo susurro y un buho ululaba frenéticamente. Una vieja estufa, única herencia de sus padres, apenas si daba para elevar sobre cero aquella lúgubre y maloliente estancia en la que sobrevivía.
Ya en la cama, bajo un viejo y mugriento edredón de pluma de oca, Sergei le daba vueltas sin sentido a una reflexión; una reflexión que le perseguía desde hacía varios días como un mantra: "Solo hay dos formas de vida humana sobre la tierra, la de los que viven felices y orgullosos de su propio éxito y la de los que vivimos, o malvivimos, del éxito de los demás". 
-¿Qué ha sido de mi vida? -Se preguntaba. ¿Habrá servido para algo esta maldita revolución?
En esa fría noche sin luna, tras envenenarse la combustión de aquella oxidada estufa, Sergei se hundió para siempre en el terrible mar de las contradicciones.