miércoles, 28 de febrero de 2018

Los libros lentos


Hay libros lentos, tortuosamente lentos. Como tortugas centenarias. Como camaleones,  en el Parque de Doñana, acercándose con sigilo y parsimonia a su mosca-lector. Como perezosos en la selva colombiana oyendo, siempre a lo lejos, el mortífero silbido de las balas. Hay libros que nunca se leen porque contienen frases amasadas con cemento, y que, entre las manos del lector, les pesan tanto como los rascacielos al preciado suelo de Manhattan. Los hay, también, escritos con letras de plomo que te cargan los ojos como si llevásemos diez días seguidos sin apartar la mirada de nuestro IPhone mientras leemos las chorradas que cuelgan en el grupo de WhatsApp del colegio.
Hay libros lentos condenados a perpetuidad. Libros pacientes para lectores cuya impaciencia les aleja de las palabras pulcramente ordenadas por sus autores. Libros sedantes que drogan al usuario para resistirse a que se desvele su trama. Libros terroríficos que hacen que mojemos la cama. Libros excitantes que incitan al onanismo y aumentan ostensiblemente el consumo de Kleenes. Libros de autoayuda que favorecen la depresión. Libros de viajes para gente que no va a ningún sitio. Libros de arte resignados al plagio. Libros de cocina que contienen ingredientes que nunca encontramos en ninguna parte, por mucho que lo intentamos, y, al final, favorecen la venta telefónica de pizzas malsanas y grasientas, cargadas de queso que no lo es. Libros decorativos que repelen el polvo y se venden al peso. Y no quiero dejar de homenajear a los libros que, a modo de ortopedias, calzan mesas cojas. 
Pero esto no es todo: hay libros de cuentas, de visitas, de ruta, de reclamaciones, de condolencias, de familia, de cabecera, de estilo. Libros de texto y otros escritos sin ningún pretexto. Libros intimistas pensados para desvelar la intimidad. Libros libres y libros que no lo son tanto. Libros que huelen a tinta y otros que huelen a fuego. Libros tan olvidados como un pariente en un geriátrico. Hay libros condenados que son retirados de las librerías por desvelar lo que algunos poderosos pretenden que no se desvelé, pero que, al final, siempre se acaba desvelando. Porque leer es saber y los libros no son otra cosa que los grandes y eternos custodios de la sabiduría. 
Pero de entre toda esa jungla de celulosa, que como gigantes termitas devoran los bosques del mundo, y cuya responsabilidad se retrotrae hasta un tal Gutemberg, yo me quedo con los libros lentos, como el que el otro día devolvieron, a la biblioteca de Gandía (Valencia), treinta años después de que alguien se lo llevara a su casa. Regresó, al fin, con sus compañeros, en una especie de devolución en frío, que viene a ser todo lo contrario que las devoluciones en caliente que ahora tanto se prodigan. Pero ese tema, amigos lectores, ya pertenece a otro libro. Un libro que, como el que devolvieron el otro día en Gandía, es una auténtica  “Odisea”.

viernes, 23 de febrero de 2018

Tragedy


Acabo de arrimar yesca a una barrita de incienso. Un foco, con luz amarillenta, alumbra las hojas del último libro de Juan José Millás que estoy leyendo. En la televisión, gracias a Youtube, suenan los Bee Gees. Lo demás está en penumbra, como en un perpetuo atardecer. Pretendo, por medio de este escueto ritual, conectar con mi yo interior en esta desapacible tarde de febrero.
—¿Yo interior? ¿Yo interior? ¿Si estás ahí, manifiéstate?
Silencio. Bueno silencio, lo que se dice silencio, tampoco. Los Bee Gees siguen a lo suyo. ¡Qué envidia de melenas, señor! Y qué pechos descubiertos, sin depilar, llenos de pelo. Antaño, dónde había pelo, había alegría. Ahora ni alegría, ni pelo, ni nada.
—¿Yo interior, estás ahí?
—¡Qué sí, coño! Es que ya le hacen hablar a uno mal y pronto…¡Joder!
—Oye, yo interior, ¿de dónde sacas toda esa inquina? 
—Es que no dejas descansar a nadie. Tú siempre a lo tuyo, y ¡Ale! Cómo si no costara. Siempre tiene uno que estar alerta, y en posición de firmes, cuándo te da a ti la gana.
—Perdone usted, yo interior….
—Con mayúsculas, por favor….
—Perdone usted, Yo interior.
—Ya nos vamos entendiendo…¿Y se puede saber qué es lo que quieres ahora?
—Ando sufriendo perdido en una especie de bucle schopenhaueriano.
—Por lo que veo, vas de mal en peor…lo tuyo es de juzgado de guardia. Por no decir de clínica mental.
—Tengo de todo y nada me llena. De tanto buscar el equilibrio me estoy desequilibrando. No te puedes ni imaginar lo que siento al no sentir nada.
—Al menos escuchas a los Bee Gees, que ya es algo.
—Escucho a los Bee Gees cuando pierdo el norte y no siento nada. Los Bee Gees son mi toma de tierra…
—¿Y no serás un poco gay?
—No, para nada, soy tan sólo un aburrido hetero a punto de recobrar su virginidad. No va por ahí la cosa. No metas a Freud en esto. Creo que padezco de fatiga mental, fruto del elevado estrés que he acumulado durante las dos últimas décadas…
—Pues tómate un año sabático en una isla del Egeo, y replantéate tu futuro.
—Pretendo comprarme una con los royalties de mi último libro.
—Por lo que veo estás peor que la última vez que reclamaste de mis servicios.
—Sí, estoy convencido de que voy a peor. De hecho, he pensado en lo peor…
—Y, según tú, ¿qué es lo peor?
—Lo peor es que llevo escuchando a los Bee Gees cuarenta años y sigo sin entender sus canciones. Y lo mismo me pasa con los libros de Schopenhauer.
—Lo tuyo con los Bee Gees y con Schopenhauer es digno de estudio. Pero es normal que no entiendas sus canciones si no sabes inglés…
—¿Sabes si está vivo alguno de los hermanos?
—No tengo ni idea, yo no soy un periodista experto en temas musicales, soy tu Yo Interior, con Mayúsculas…
—¿Y tú qué rollo te llevas con las mayúsculas? ¿Acaso tienes la autoestima baja que requieres de la magnificencia de las mayúsculas para sentirte más importante?
—Tal vez…Llevo tanto tiempo recluido dentro de ti que ya hasta me haces dudar…
—Pues vaya par que estamos hechos. Mejor sigo disfrutando de los Bee Gees…
—Eso, eso. Y no des tanto el follón con tus dudas existenciales. ¿Acaso te crees el único que las tiene?
—¿Tú también las tienes?
—¡Las misma que tú, so bobo! ¡Si yo soy tú y tú eres yo!
—Somos duales.
—Sí. Sonamos en estéreo dentro de una misma caja.
—¡Cómo mola!
—Pues sí.
—Pues a mí no me mola nada. Esto es una puta tragedia.
—Anda, no exageres, que eres un llorica.

domingo, 18 de febrero de 2018

Leonardo, tal vez Da Vinci


El mundo. ¿Qué es el mundo? —Se preguntaba un joven Leonardo mientras, atrapado entre la negrura de la noche, rastreaba desde su ventana la previsible trayectoria de una estrella fugaz. El mundo es sólo nuestro —se respondía— Único. Irrepetible. Irremediable. Irredimible. El mundo es sólo nuestro porque no hay dos mundos iguales como tampoco hay dos personas idénticas para interpretarlo. La tierra es un gran ser vivo y nosotros no somos nada más que una parte ínfima de su colosal cuerpo. Tal vez, quién dice que no, el mundo sea como una gran cebolla cuyas capas están formadas por miles de millones de vidas en paralelo. Tan distintas y tan iguales. Mágicamente, todo gira bajo el magnético influjo por el cual nos mantenemos tan unidos como separados. Tan independientes, en apariencia, y tan dependientes, en consecuencia. 
Y mientras divagaba sobre lo terrenal y lo espiritual, entre sus ojos y la estrella fugaz se cruzó el vuelo de una lechuza. La sigilosa y nívea rapaz, desde lo alto de un campanario, se abalanzó, voraz, ante el zigzagueante movimiento de un diminuto ratón. El hombre volará; la naturaleza tiene todas las respuestas —se dijo, Leonardo— mientras observaba meticulosamente cada movimiento de sus alas. 
Dicho lo cual, el pintor cerró la ventana de aquel palacio que le acogía y se dispuso a entregarse al disfrute de un sueño reparador. Si es que acaso un cerebro tan prodigioso como el suyo se lo permitía.

viernes, 16 de febrero de 2018

Muerte en New York


En aquella ocasión, Willy se encontraba agazapado tras unos contenedores de basura, cuando se abalanzó sorpresivamente sobre un imponente Cadillac que enfilaba con decisión la Sexta Avenida. Ese intento, para su desgracia, fue tan infructuoso como todos los anteriores. La aceleración de aquel Cadillac del 88, y los reflejos de su diestro conductor, superaron con creces a sus ansias por acabar definitivamente con todo. Tras su enésimo fracaso, de manera incansable, Willy lo volvería a intentar. Su padre murió atropellado por un Seat 600 al ir a tirar la basura, por lo que, desde bien niño, siempre tuvo que vivir soportando la guasa de los demás. Tras el accidente, su madre enloqueció, y a él no le quedó más remedio que crecer entre la soledad y la desdicha. Hasta que tuvo la edad y se marchó a New York.
Tal vez por eso, o quién sabe si por alguna otra cuestión inconfesable, Willy —en su pueblo conocido como Guillermo el del 600—, estaba harto de la gente. Pese a lo que él pensaba, su huida a la ciudad de los rascacielos no le sirvió absolutamente de nada. La vida ya le sobraba, le era ajena; tan sólo anhelaba el momento de sentir el rugido de un buen motor sobre su cuerpo cercenado, y, como su padre, expirar tragando una última bocana de humo con sabor a plomo. Paradójicamente, para Willy, su muerte se había convertido en la gran ilusión de su vida. Anhelaba, desde hacía algún tiempo, con morir en New York, y no en Tomelloso, como su progenitor. Tenía la firme determinación de acabar con sus días en la capital del neoliberalismo, debajo de un buen coche, y ante la atónita mirada de cientos de espectadores, ajenos a la terrible performance que Willy soñaba con regalarles.
Al día siguiente, favorecido por la voluminosa carrocería de un reluciente Pontiac color butano, para su descanso, lo consiguió.


domingo, 11 de febrero de 2018

Más corto, por favor

                         


Hace unos días, un amigo que prefiere mantenerse en el anonimato, me confesó que cuando escribo relatos demasiado largos no los lee. La lectura, para mí, es cosa de centímetros. Soy de los que sólo leo los titulares y con eso me sobra y me basta para hacerme a la idea del resto del contenido -me explicó.
-¿Y, entonces, nunca lees un libro? -le pregunté.
-Sí, claro que sí. Lo que ocurre es que los leo del mismo modo que leo las noticias -me aclaró.
-O sea, vamos a ver: ¿compras un libro, lees la portada y ya está? -le planteé.
-Sí, sí, así es. Lo compro, leo el título, veo quién lo ha escrito, lo dejo en el recibidor de casa para que todo el mundo que llegue vea que soy un tipo muy instruido, y sanseacabó.
-¿Y con eso te haces a la idea de lo que va un libro? -le cuestioné.
-Claro. Por ponerte un ejemplo. Yo nunca leí El Quijote, pero sé que el libro iba de un tipo loco, seco como el trigo, que tenía un escudero gordo a más no poder, y que tenía un amor platónico que se llamaba Dulcinea del Toboso. El tipo era miope y confundía los molinos de viento con gigantes y se pasaba la vida metiéndose en líos. 
-Es la sinopsis más descabellada que he escuchado sobre El Quijote...
-Pues tiene su mérito ¿no crees?
-Sin duda alguna.
-¿Quieres que te resuma algún libro más?
-De acuerdo, dime: ¿de qué iba 50 Sombras de Grey?
-Ese es muy fácil. Ese iba de follisqueo...Un tipo guapo, más rico que Onassis, al que le iba más el sado que a los pavos la mierda. 
-Pues esa sinopsis tan poco te ha quedado tan mal. A ver, dime alguna otra...
-Por ejemplo...el último que he comprado es un libro que lleva por título "Haciendo cola para Soñar", de un tal José Fernández Belmonte, y que se dedica a escribir en los aviones durante los viajes que hace por el mundo para vender champús.
-Sí, he oído algo sobre ese libro. ¿Y de qué va?
-No lo sé, aún lo tengo en la mesita del recibidor...
-Pues entonces háblame de otro.
-¿Tiene que ser de un libro o te vale un cuadro?
-Estamos hablando de libros.
-Es que los libros me aburren. Creo que los aborrecí de tanta sopa de letras que me daba mi abuela de pequeño.
-¿Y los cuadros no?
-Los cuadros no, porque yo los interpreto como a mí me da la gana.
-¡Pero si con los libros haces lo mismo!
-Si, pero el título ya te lo condiciona todo.
-La mayoría de los cuadros también tienen un título -le expliqué a mi anónimo amigo.
-Sí, es cierto, pero tú ya sabes que yo no soy mucho de leer. Lo mio siempre ha ido más por el mundo audiovisual.
-¿Las pelis y eso?
-Sí, aunque ahora soy más de series... si no ves series en Netflix no eres nadie en el gimnasio.
-¿También vas al gimnasio?
-Desde luego, Pepe, qué anticuado que te estás quedando. Tú sigue perdiendo el tiempo nadando a contracorriente que vas listo...

miércoles, 7 de febrero de 2018

El dentista sádico


Me tocó la habitación Panda. El cuarto era enorme y estaba repleto de materiales reciclados. Sobre el cabecero de la cama lucía una preciosa fotografía, en vinilo, de un bosque de cañas de bambú. Del techo pendían tambores de viejas lavadoras, a modo de lámparas, comparables a cualquier instalación de la artista italiana Marisa Merz, o de la austriaca Eva Lotz. La cama estaba formada por cuatro palets sobre ruedas de carritos de supermercado. Las puertas, tanto la que daba acceso al baño como la propia de la habitación, eran puertas de viejos ascensores con más subidas y bajadas que la bolsa de New York. Pero, sobre todo, lo que más atrapó mi atención, entre todo ese tributo a lo vintage, fue una vieja máquina de escribir alemana marca Adler, de color naranja, que se exhibía sobre una vieja mesa de taller que hacía las veces de cómoda bajo un espejo que parecía sacado de un cuento de hadas. 
Entre el carro de esa vieja máquina, que bien podría ser un modelo de las llamadas portátiles, alguien había dejado, quién sabe si por olvido, un billete de veinte zlotys.
El Loft Hotel Sen Pszczoly de Varsovia es uno de esos hoteles boutique creados para sorprender al huésped durante toda su estancia. Una de las cosas que más me gusta de este singular establecimiento es su planteamiento a la hora de ofrecer los desayunos: una señora jubilada, a modo de abuela, te prepara un desayuno personalizado. Estas señoras, con ese trabajo puntual, incrementan notablemente su exigua pensión, y, sobre todo, tienen un aliciente diario que las mantiene activas y motivadas. Gustan de charlar con los huéspedes, interesarse por su procedencia, por su actividad, por sus gustos; en definitiva, humanizan la estancia hasta convertirla en una experiencia inolvidable.
Aunque lo que pretendía relatarles no era esto, lo que quería contarles fue lo que me sucedió esa noche. Aquella noche, ahora lo sé, nunca tendría que haber cogido ese billete de veinte zlotys y haberlo metido en mi cartera....
No les he contado que, llegando al hotel, se había desatado un ligera ventisca acompañada de lluvia. La temperatura también había bajado vertiginosamente por lo que, en cualquier momento, esa fina lluvia podía convertirse en nieve, cosa, por otro lado, bastante habitual en la capital polaca; como así sucedió.
Mientras me acomodaba, revisé una foto que había tomado junto a la recepción y que daba acceso a una habitación que se llamaba "El dentista sádico". Me regocijé por haber elegido la del "Oso panda". Bajo la almohada, para mi sorpresa, encontré otro billete de veinte Zlotys en el preciso instante en el que un golpe de viento abrió de par en par la ventana de la habitación y el billete salió volando de mis manos hasta encajarse dentro de uno de los tambores de lavadora que, a modo de lámpara, pendía del techo.
Raudo, en calzoncillos, me lancé a cerrar la ventana, cosa que logré tras varios intentos y con bastante dificultad. Tras tan extraño incidente, metí la mano en el tambor en el que se había posado el billete y, para mi asombro, encontré una dentadura postiza. 
Llegados a este punto del relato, me veo en la obligación de puntualizar que en las más de dos décadas que llevo viajando por el mundo para vender champús, nunca me había acontecido nada parecido, y de paso les aclararé que no soy amigo de los estupefacientes...
Continuando con el relato, les diré que dejé la dentadura sobre la mesilla, no sin antes haber guardado, a buen recaudo, el segundo billete en la cartera, y me dispuse a dormir entre un edredón de plumas de oca la mar de calentito. 
Las ráfagas de viento, que golpeaban continuamente en las ventanas, no favorecían la operación. Entre vuelta y vuelta, sentí como se abría la puerta del baño y, de repente, toda la habitación quedó inundada por un estremecedor resplandor. Entre aquella luz cegadora me pareció ver una figura humana; una figura que se acercaba sigilosamente a mí con siniestras pretensiones.
Me sentí bloqueado. Quería gritar pero de mi boca no salía sonido alguno. Quería dar un salto y salir de la cama corriendo como un velocista olímpico jamaicano, pero, de ipso facto, me di cuenta de que ni era jamaicano, ni velocista olímpico, ni tampoco mis piernas conseguían articular movimiento alguno que me brindase la mínima posibilidad de escapar.
Y así, de ese modo tan atroz, aquella sombra de forma humana, me agarró la cara, abrió mi boca como quién abre un buzón de correos, y comenzó a sacarme los dientes uno a uno. Por descontado, yo intentaba gritar, oponer resistencia, empujar a aquel espectro de forma humana que me estaba dejando mellado y sin opción alguna de volver a comer turrón del duro durante el resto de mis días.
-¿Dónde está mi dinero, turista de mierda? -me dijo aquel sádico con notorias inclinaciones por lo maxilofacial.
Curiosamente, cuando aquel despiadado dentista de las sombras me habló, yo alcancé a responderle.
-¿No soy un turista, buen hombre, soy un triste vendedor de champús? -le dije para mi descargo.
-Pues no debes vender una mierda cuando vienes a Polonia a quedarte con mi dinero -exclamó sacándome un molar, que de grande que era confundí con el de un caballo.
-Le prometo que le devolveré sus cuarenta zlotys. No sabía que eran suyos; pensé que alguien los habría dejado olvidados... -le dije mostrando  todo el arrepentimiento que era capaz de demostrar a alguien que, sin piedad, te está arrancando todos los dientes de cuajo.
-No. No hace falta que me los devuelva, al contrario, ahora le pasaré la factura de su visita -dijo arrancando con fuerza la última de mis muelas-. Tras lo cual, agarró la dentadura postiza, me la metió en la boca y exclamó -ya está, le ha quedado genial. Son cinco mil zlotys, caballero -reclamó.
-¿Cinco mil qué? -exclamé asustado por el montante de la operación.
-Acepto tarjetas de crédito, Visa, Mastercard... -dijo aquella cosa con aspiraciones sanitarias, que, de cerca, me recordó a un novio protésico dental que tuvo mi hermana.
-Me podría descontar al menos la anestesia, no le parece -le solicité al dentista más bruto del norte de Europa. 
Y en eso andaba cuando sonó el despertador. Ante el primer timbrazo, di un salto de la cama, fui a mirarme la cara en aquel espejo de cuento, y para mi regocijo vi que todos mis dientes estaban en su sitio. Bajo el espejo, sobre esa vieja mesa de taller en la que se exhibía la vieja máquina de escribir Adler, estaba mi cartera abierta. Daba la impresión de que la habían manipulado y pensé en lo peor. Pero, tras una breve revisión, pude comprobar que todo estaba en su sitio: mi documento de identidad, mis tarjetas de crédito, las tarjetas de fidelidad de cincuenta establecimientos que nunca frecuento, un billete, bien dobladito, de cincuenta euros. Estaba todo allí, excepto las dos billetes de veinte zlotys...
Y qué quieren que les diga, se me quedó una cara de tonto que, hasta el momento de relatarles todo esto, aún conservo y dudo mucho de que se me quite por algún tiempo.