miércoles, 3 de abril de 2019

Viaje de mierda


De tanto plov con vodka mi estómago hizo ploff. La cagueta fue tremenda y me bajó por la pernera del pantalón mientras hacia cola en un aseo del aeropuerto de Bishkek. No fue eso lo peor, lo peor fue que ya había facturado mi maleta y no llevaba equipaje de mano. Parte de la cagada, líquida como un puré de calabaza pestilente, ya había caído inmisericorde hasta mis calcetines empapando mis zapatos. La mierda líquida es lo que tiene. Cuando uno caga un mojón, duro y bien definido, todo es mucho más manejable. Lo sé porque cuando mis hijas eran pequeñas cagaban unas bolas duras que, en ocasiones, rodaban simpáticamente por el suelo cuando les quitaba el pañal, a modo de canicas, y no se ensuciaba nada. Pero, qué quieren que les diga: la cagueta es la madre de todas las mierdas.
Yo antes era mucho de cagarme en misa mayor. Los médicos me decían que era a causa de mi colon irritable; decían que trabajaba demasiado, que me tomaba las cosas demasiado a pecho, y que tenía que pensar en relajarme un poco. Hacer yoga, caminar, tocar el violín, y cosas así.
No fue hasta dejarme los lácteos radicalmente, por otro historia que no viene al caso, cuando el colon irritable que padecía desde hacía varias décadas, supuestamente por mi agitada vida profesional, me desapareció por completo. Qué duda cabe que, desde ese momento, mi vida cambió radicalmente. Dejé de pasar recluido en los retretes una hora o más al día, y de ese modo, encontré una nueva hora más al día para seguir trabajando, aunque he de reconocer, para hacer honor a la verdad que, anteriormente mientras me aliviaba, respondía correos y hacia tareas laborales desde mi puesto de trabajo inseparable que no es otro que mi Iphone 7.
Creo que la cosa de los Iphone va ya por el 10 o por el 11, ya lo sé, pero yo no soy mucho de competir por el último modelo, de hecho, me da una pereza horrible cada vez que me obligan a cambiarlo. Si fuera por mí aún estaría con mi viejo Nokia.
Pero lo que les quería contar era que yo estaba allí, cagado de la cabeza a los pies, en ese recóndito aeropuerto de Asia Central, sin saber que hacer, hasta que un kirguiso, viendo mi cara de espanto, me agarró del brazo, me llevó al aseo de minusválidos, y gesticulando con la mano me dijo algo así como que me quitara la ropa, que me lavara con la manguera con la que se limpian el culo en los países musulmanes, y que me esperara allí.
Muerto de asco, me quité toda esa ropa llena de mierda: pantalones, calzoncillos, calcetines y zapatos y lo dejé todo en un rincón, sin pensar en las nefastas consecuencias que tendría todo aquello para el próximo usuario. Una vez aseado, y en pelota picada, los minutos se me hacían eternos. Pensé que mi avión se marcharía y me quedaría con el culo al aire en el Kirguistán para el resto de mis días. Me conmoví al pensar en dos boxeadores kirguisos que me habían mirado varias veces mientras facturaba mi equipaje. Me los imaginé sodomizándome detrás de un mostrador mientras intentaba escapar. Yo, instintivamente, apreté el culo, por si las moscas.
No sé si entenderán todo esto que les cuento, porque estoy seguro que ninguno de ustedes se habrán visto nunca en semejante tesitura. Ojalá que nunca se vean en una situación semejante. 
La cuestión es que yo estaba allí, desnudo de cintura para abajo, asfixiado por el olor que emanaba de aquella ropa llena de mierda que yacía arrinconada en aquel aseo, y siendo consciente de que mi destino estaba en manos de aquel señor kirguiso, que había sido capaz de darse cuenta de mi situación, tal vez ayudado, eso sí , por una enorme nariz capaz de olfatear el pedo de un Leopardo de las Nieves en las montañas nevadas que rodean a la capital del Kirguistán. 
Cuando ya pensaba en lo peor, llamaron a la puerta. Abrí con cuidado por si se trataba de algún pasajero ansioso por cagar, o por si eran los dos cariñosos boxeadores urgidos de intimidad, pero, por fortuna para mí, era él. Traía una gran bolsa en la mano y me la ofreció. Al cogerla, pude comprobar como en su interior había un pantalón, unos calzoncillos Calvin Klein, unos calcetines y unos zapatillas Converse. Me quedé atónito. No sabía que hacer, pero por la urgencia, me lo puse todo en un santiamén.
El kirguiso me miraba impertérrito, como una estatua de Lenin, que parece que mira a todo el mundo y que realmente no mira a nadie, y me sacó lo que parecía una factura. 
Para mi asombro, comprobé que aquella improcedente cagada aeroportuaría me había costado la friolera de doscientos dolorosos dólares, sin contar con la ropa casi recién estrenada que tuve que dejar abandonada en aquel aseo. 
Por fortuna, este que les escribe disponía de tal dinero en efectivo, que de lo contrario no sé como hubiese solucionado el entuerto. 
El tipo debía de ser vendedor de ropa ya que dio en el clavo con las tallas. Miré usted por dónde en Kirguistán encontré a mi ángel de la guarda. Aquella acción no se paga ni con todo el dinero del mundo. 
Al salir del baño, los dos boxeadores se me quedaron mirando nuevamente. Yo salí corriendo hacia la puerta de embarque al escuchar el grito de última llamada a los pasajeros con destino a Estambul. 

Con frecuencia, la gente se piensa que mis viajes son maravillosos; pues aquí les dejo el relato de este viaje de mierda.

5 comentarios:

  1. De no ser por el efectivo me temo que tendrias que llegar a un acuerdo con los boxeadores ������

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  2. ¡Madre mía, qué apuro tan grande!

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  3. Los ángeles necesitan comer también. Considerando las circunstancias, las cosas salieron bien al final. Me he reído terriblemente con tu texto. Saludos.

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