Aquel día
se la jugó. Ahora o nunca, debió pensar.
Fue hacia ella y le dijo: María, me gustaría que vieras algo que he pensado que te podría encantar como regalo de bodas. Creo que te va a venir muy bien. Mientras le hablaba, sus
miradas se mantuvieron fijas varios segundos, durante los cuales, parecieron
enviarse un mensaje en clave que estuviera prediseñado y latente desde mucho
tiempo atrás.
María y
Fran eran compañeros de trabajo desde hacía casi una década. Pese a no haber existido nunca nada entre ellos, era evidente que disfrutaban de una gran complicidad; una extraña
química reconocida por los dos que les
mantenía siempre expuestos ante la posibilidad de entrar, en cualquier momento,
en una efervescencia incontrolable.
No le dio
más detalles de la cita y eso la desconcertó. Nunca habían quedado fuera del trabajo, y, justo ahora, a
escasas fechas del día de su boda, él se lo proponía.
María
estuvo atacada de los nervios y ansiosa durante las dos horas que le quedaban de monótono y
rutinario trabajo en la oficina.
Durante
ese tiempo no paraba de darle vueltas a la cabeza sobre si haría bien, haciéndose la inocente, yéndose con él a ver ese hipotético regalo de bodas, o, por
el contrario, debería hacer lo políticamente correcto, que era darle esquinazo,
dejarlo con tres palmos de narices y, al día siguiente, ponerle una excusa de perogrullo.
Pero esa
tarde María decidió prescindir de la corrección y de todo aquello que se supone
que hay que hacer. Le tranquilizaba
conocer lo suficientemente a Fran, como para saber que nada de lo que sucediera
esa tarde entre ellos dos, trascendería nunca
a nadie. Fran tenía fama de discreto, más que nada por estar casado y ser el primer
interesado en guardar las apariencias.
Salió muy
nerviosa de la oficina sabiendo que el regalo, con toda probabilidad, era una
asignatura pendiente desde hace mucho tiempo entre ella y Fran. No daba crédito
a que ese sueño privado e íntimo que mantenía latente con Fran desde hacía
años, estuviera tan cerca de materializarse. Sentía su corazón latir muy acelerado. Su boca se secaba por momentos,
llegando a temer que sus labios se resquebrajaran como las orillas de un
pantano en pleno agosto. En su bolso rebusco un caramelo, que días atrás
cogiera en la consulta de su ginecólogo, y se lo llevó a la boca.
Los pasos
en dirección a su coche se hicieron eternos. Sentía una inusual pesadez en sus
piernas, debida a la tensión que le provocaba el desconcierto de no saber nada
de Fran. Miró el móvil pero no encontró en él ningún mensaje ni ninguna llamada
perdida.
Al llegar
a su vehículo entró rápidamente, dejando su bolso en el asiento de al lado, sin
dejar de mirar al teléfono, como necesitando con urgencia instrucciones,
noticias... La situación le estaba desbordando. Temía que le llamara su novio.
No se sentía capaz de entonar lo suficientemente bien la voz como para que él no
se diera cuenta del engaño.
En ese
instante, Fran llegó con su coche y lo colocó a su altura. Con la mano le hizo
un gesto para que bajase su ventanilla, y este le dijo simplemente... ¿Me
sigues?
Ella no
dijo nada, tan sólo lo miró esbozando una sonrisa nerviosa.
Mientras
los dos circulaban en fila india por la carretera, sus corazones bombeaban sangre al
máximo de su capacidad. De hecho, María notaba como se engarrotaban sus brazos
y rezaba, por su seguridad, para que el trayecto no fuese demasiado largo. Esa indescriptible
sensación se estaba transmitiendo a sus piernas. La conducción se le
dificultaba por momentos. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo y su mente se
comportó como un ordenador colgado, incapaz de responder a las exigencias de su
usuario.
El destino
de tan deseado como indebido itinerario fue un discreto motel de las afueras. Él parecía
conocerlo. Ella, sin embargo, nunca había estado allí.
Les
asignaron la habitación número cinco.
No hubo
romanticismo. Ella lo quiso abrazar para besarlo, apasionadamente, pero él se
lo impidió.
-Desnúdate,
le exigió Fran sin más preámbulo.
Un tanto
confusa, ella le obedeció casi de manera inconsciente. Él hizo lo propio.
- Túmbate
al borde de la cama y abre bien tus piernas –le ordenó de forma tajante.
María obedeció como fuera de sí, sin oponer resistencia ni objeción alguna, víctima
de una excitación que inundaba su cerebro de un nivel inaudito e incontrolado
de hormonas que confundían su voluntad y anulaban su capacidad de reacción.
Fran
comenzó a lamerle su sexo de una manera ansiosa y salvaje. El sexo de María ya
era un mar de fluidos antes, incluso, de haber salido de la oficina. El contacto de la
lengua y la boca de Fran provocaron en ella una corriente eléctrica, tan sólo comparable
a un suave orgasmo permanente que se extendiera por cada centímetro de su
delicada piel.
Cuando
Fran se sintió saciado se incorporó y le pidió a María que se acariciara. La compañera, como una autómata, colocó bajo su cuerpo la almohada de aquella cama de alquiler, bajó su mano y comenzó a acariciarse enfervorizada ante la mirada lujuriosa e
insaciable de Fran. Él hacía lo mismo, forzando la postura para que su
escroto rozara con el sexo mojado de María.
Ella,
extasiada, aceleró el ritmo del movimiento de su mano y comenzó a gritar enloquecida
sin ningún tipo de prejuicio, alcanzando el mayor orgasmo de su vida.
Él eyaculó
sobre el cuerpo de María un semen tan caliente que casi la abrasó.
Después de
unos instantes, con un tenso silencio entre los dos, ella le preguntó:
-¿Te
apetece penetrarme?
-No María,
si lo hiciera no me sentiría cómodo el día de tu boda. Mejor lo dejamos así –le
respondió Fran.
-Pero,
¿Vendrás a la boda, verdad? –le preguntó la chica.
-Iré, no
te preocupes. Seguro que serás la novia más guapa del mundo –le contestó Fran.
Una vez
vestidos, bajo el umbral de la puerta de aquel sórdido cuarto, abrazándola con
fuerza, la besó apasionadamente en la boca. María disfrutó de un beso que, de manera
inconsciente, llevaba esperando desde hacía mucho tiempo.
Después, sigilosamente, los dos abandonaron el motel y aquella extraña e inconfesable deuda quedó saldada.
Después, sigilosamente, los dos abandonaron el motel y aquella extraña e inconfesable deuda quedó saldada.
Las deudas sean por la razón que sean han de ser pagadas para partir al otro mundo de la mejor forma posible
ResponderEliminarSiempre se queda algo sin pagar, no siempre se saldan las deudas, aunque se demuestre lo contrario.
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