- ¡Ave María Purísima! -dijo casi
sollozando, mientras terminaba de arrodillarse en aquel confesionario carcomido
y centenario.
- ¡Sin pecado concebida! -respondió
el joven párroco con cierta apatía.
- Padre, no sé qué contarle. Desde
la última vez que me confesé no recuerdo haber cometido ninguna falta, ni tan
siquiera de pensamiento padre -dijo la mujer sin ánimo de ofender.
-Algún pecadillo habrá, señora
María… no peque de doña perfecta -dijo el sacerdote, no quiera usted hacerme creer
que va a ser usted una santa.
- ¡No, don Carlos!… cómo voy a
ser una santa con la vida que he llevado, que usted la conoce bien, pero ahora
que recuerdo don Carlos… he oído por ahí unos comentarios sobre usted que me
gustaría que me aclarara, pues yo no los entiendo muy bien –comentó la feligresa.
- Pues cuénteme usted, señora María: ¿Qué
dicen por ahí las malas lenguas ahora de mí? –preguntó el párroco con sumo
interés.
- Dicen que si usted tiene un Mercedes,
que si su sobrina no es su sobrina, que si el hijo de su sobrina es de usted,
que el dinero del cepillo se lo gasta usted en otros menesteres menos piadosos
que la limosna y la generosidad de sus feligreses –le confesó la señora.
- ¿Sólo dicen eso, señora María,
o chismorrean algo más? -dijo el cura sin inquietarse lo más mínimo.
- No don Carlos, tan sólo dicen
eso –respondió la anciana.
- Ya le dije el mes pasado,
señora María, que la gente peca mucho de envidiosa y de embustera. Sabe usted
que todo eso es mentira. Que a los rojos les gusta mucho malmeter contra la Iglesia y contra los
curas. Sabe usted muy bien, doña María, que si pudieran nos quemarían todas las
imágenes y ardiendo las sacarían en procesión. No le conté, en alguna ocasión,
que en Barcelona, durante la guerra, sacaron las calaveras de las monjas de los
nichos de un convento y, borrachos, bailaron con ellas en plena calle. Esa gente
son unos bárbaros, harían cualquier cosa por acabar con nuestras creencias e
imponernos el comunismo a sangre y fuego. A los que oiga hablar todo eso sobre
mí, usted dígales que son unos rojos y unos comunistas malnacidos y no sé
preocupe más de lo debido, señora María ¡Qué vale usted un Potosí! -exclamó el cura con firmeza.
- No tenga usted la más mínima
duda, padre, de que a todo el que oiga decir todas esas mentiras sobre usted se
las verá conmigo -dijo la señora María.
- Rece usted tres Padrenuestros y
tres Avemarías, por si acaso hubiera usted malpensado un poco de mí y vaya con
Dios, señora María.
La señora María se postró frente
a la imagen de La
Santísima Virgen de la Perpetua Huída, mientras el cura salía
del confesionario liberándose de la sotana, en dirección a la sacristía, en
cuya puerta le esperaba el hijo de su atractiva sobrina. Tras rezar su
penitencia por malpensada, depositó unas monedas en una de las decenas de
huchas petitorias que salpicaban la parroquia, lo que le concedió el derecho a
encender una vela electrónica a los pies de su venerada imagen.
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