Tras aquella llamada telefónica,
su rostro adquirió una tez pálida. Su boca se volvió pastosa, como si sus
glándulas salivares se hubiesen atrofiado y hubiesen dejado de ejercer su biológica función. Sus manos se tornaron temblorosas. Perdió la fuerza necesaria
para mantenerse apoyada en aquel viejo mueble lo que la llevó a perder el
equilibrio. Su ritmo cardiaco se ralentizó. Después de escuchar aquella
concatenación de palabras que aquel desconocido le acababa de trasmitir desde el otro lado del hilo telefónico sintió
cómo su cuerpo y su alma sufrían una metamorfosis, de tal forma que su parte
física y su consciencia se convirtieron en dos entidades disociadas. En
ocasiones, ella se conseguía visualizar desde fuera de sí, sintiendo lástima de
ese cuerpo ausente y demacrado que únicamente vagaba de un lado a otro sin
rumbo alguno. Cuando tomaba asiento en
una vieja mecedora junto a la ventana, intentaba recordar las palabras que
sonaron al otro lado del teléfono. Jugaba a cambiarlas de ubicación,
sacándolas de contexto, para intentar encontrar nuevos significados a aquel
fatídico mensaje, pero siempre, irremediablemente, las palabras volvían a ordenarse
correctamente en su mente y, con ello, su condena se volvía de nuevo real e
incuestionable.
Aquella noche había sido para
ella tan larga como cien noches. Tan triste como toda la tristeza que se
acumulara en toda la faz de la tierra. Su debilitado cuerpo ya no podía
resistir de ninguna forma la presión que ejercía sobre ella la llamada de su
propia muerte. Ya la sentía cercana. Notaba su presencia alrededor como una
corriente gélida, glaciar y necesaria. Una corriente que zumbaba como un
enjambre de abejas negras que le perseguía incansablemente. Tan incansable como
el eco de aquella voz que le anunciara el trágico accidente de tráfico de su esposo.
Sentía la necesidad imperiosa de dejar de vivir aquella vida sin vida.
Abandonar ese cuerpo vacío para ir en la búsqueda del alma a la que le había
entregado los últimos quince maravillosos años de su vida.
No tenía la seguridad de volver a
encontrarlo en la otra vida. De hecho, cuestionaba la existencia de esa otra
vida que su religión le auguraba al lado de su Dios y sus seres queridos. Le
angustiaba pensar que no fuera así, que su muerte fuera en vano y sus almas no
volvieran a encontrarse nunca. Su cerebro era un continuo torbellino donde se
cuestionaba todo: la vida y la muerte, la existencia de Dios, el cielo y el
infierno.
Aquella horrible noche no llegó a
dormir.
Con las primeras luces del alba decidió salir de casa. Cerró la
puerta acariciándola como el que acaricia la cara de un ser querido. Tomó su
coche. El recorrido apenas sí duró veinte minutos. Paró el vehículo en el mismo
punto donde su marido, días atrás, había muerto seccionado por un quitamiedos
mientras regresaba a casa en su moto, como cada día desde que él se saliera con
la suya para comprarla, pese al temor que eso a ella le producía.
Bajó del coche con los ojos
totalmente encharcados de lágrimas. Era un llanto mudo, ahogado, pero, al mismo
tiempo, liberador. Se agachó para hacer suyo el ramo de flores, las cuales, ya
se encontraban mustias por los días trascurridos. Abrazada al ramo, se
introdujo de nuevo en el coche. Con la mano derecha rebuscó en su bolso un
pequeño pastillero de color plata, el que, en un acto casi reflejo, vació en su
boca por completo.
Abrazada a aquellas flores secas, su
cuerpo se fue relajando, hasta que el claxon del vehículo comenzó a sonar.
Cuando llegó la Guardia Civil, el
sonido del pito apenas se escuchaba como un quejido. Por precaución, mientras recibían instrucciones, no quisieron acercarse demasiado, ya que, de
manera incomprensible, un gran enjambre de abejas negras había inundado
completamente su interior.
Si duda un ejemplo de amor y sacrificio.
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