Siempre
quedaban en el Ritz; un hotel venido a menos a escasas cuadras del Zócalo de la
Ciudad de México. Ella entraba siempre, discretamente, camuflada entre la
marabunta humana que transita sin descanso trescientos sesenta y cinco días al
año sobre la calle Francisco Madero. Ese día Carlos se adelantó. Tomó la suite
que habitualmente solían ocupar todos los miércoles del año desde
hacía tres. Pasaban los minutos y el organillo sonaba sin descanso como un
castigo divino. Prendió la televisión pero nada le entretuvo. A la media hora
el organillero seguía ahí, erre que erre. Ella continuaba sin aparecer. En
las últimas citas las insinuaciones por parte de Lupita de que
aquella enfermiza y clandestina relación había tocado a su fin, parecían cobrar
forma, aunque él todavía no quería hacerse a la idea e intentaba guarecerse
mentalmente en otros escenarios menos trascendentales. Llamada tras llamada el
teléfono de Lupita aparecía desconectado. El champán francés se calentaba. Carlos
maldecía al organillero mirándolo fijamente desde la ventana cuando sonó
el teléfono. Por un instante pensó que sería Lupita dando cualquier escusa y
citándolo para el miércoles siguiente, como aquella vez que uno de
sus hijos se puso enfermo, o cuando su esposo se hirió gravemente en un
accidente con el carro, pero su instinto le traicionó. Mas, sin embargo, eran
buenas noticias. Otro cargamento de aguacates había conseguido llegar, desde
Uruapan a su destino en California, sin destapar las sospechas de los agentes de
la DEA que les seguían la pista desde hacía algún tiempo.
Para
celebrarlo, puso un poco de coca sobre la mesilla de noche, cortó dos rayas de
aquel polvo infernal y con un billete de quinientos pesos la esnifó en dos
tiempos. Después, agarró la botella de champán por el cuello y comenzó a beber. El
afamado líquido francés comenzó a caer por su pecho mojando toda su ropa de marca y
precipitándose sobre la cama. A esa primera raya le siguieron muchas más. Lloraba y, desde la ventana, maldecía al organillero que continuaba moviendo su brazo como
si le fuera la vida en ello. Se agotó el champán del mismo modo que se agotó su
paciencia.
Abrió
la ventana y grito: ¡Pinche cabrón, deja ya de tocar esa odiosa máquina!
-Es mi
trabajo señor, debo de hacer mi turno -le respondió el organillero.
-Te he
dicho que no toques más wey -le gritó Carlos visiblemente excitado.
Pero la
música siguió sonando. Una música que se incrustaba en su cabeza y le
roía sus entrañas podridas de droga y de dinero manchado de sangre inocente.
Sonó el
Cielito lindo: “Ay,ay,ay,ay, canta y no llores, porque cantando se alegran
cielito lindo los corazones” mientras recogía del cuarto todas su pertenencias.
Palpó el bolsillo interior de su chaqueta y, de un tremendo portazo, cerró la
puerta.
La
recepcionista le despidió: Adiós don Carlos, sin obtener respuesta alguna por
su parte. Bajó los escalones de dos en dos, aún con lágrimas en los ojos y la
mirada pérdida. Tampoco respondió al saludo del vigilante de la puerta. Una vez
en la calle, sorteando a multitud de personas que en ese momento inundaban la
céntrica calle capitalina, se dirigió directamente hacia el organillero y, sin
mediar palabra, metió su mano en la chaqueta, sacó un Magnum del 44 y le vació
por completo el cargador.
La
gente chillaba enloquecida corriendo en todas direcciones y el viejo organillo
yacía mudo sobre un gran charco de sangre al lado del malogrado organillero que a los pocos segundos ya había dejado de convulsionar.
Según
declararon posteriormente varios testigos a la policía, el asesino, mientras descargaba
su cargador sobre el finado, decía: Corren malos tiempos para la música, amigo.
Tras lo cual, se alejó con toda tranquilidad del lugar de los hechos camuflándose entre la marea humana que transita por esa popular calle
trescientos sesenta y cinco días al año.
Y luego dicen que la música amansa a las fieras, aún que para este tipo de fieras no tendría que haber sitió en ningún zoológico
ResponderEliminarBonito comentario Mario. Muchas gracias.
EliminarYo diría que la peor droga es el amor con dos o tres líneas de amor y una botella de champan matas el único hilo de vida que te quede.
ResponderEliminarEfectivamente en este caso como dice Mario la musica no amansó a la fiera, la fiera se comio literalmente al músico y su música, menudo pendejo. Pepe como se nota que has estado en DF, te ha salido tu vena Mexicana... salu2
ResponderEliminarSoy tan mexicano como español. Catorce años dan para mucho.
EliminarQue pena con lo agradables que son esos organillos, uno no se cansa de escucharlos...poca paciencia el guate!!
ResponderEliminarSe acabó el amor y él reacciona tan mal...que triste todo...
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