Desde que conocí, de manera fortuita, a Amélie Nothomb en un FNAC -lo debo reconocer- no soy la misma persona. A todo le busco un doble, o hasta un triple, sentido. Deformo la realidad de las cosas para extrapolarlas, desde la consciencia, a territorios imposibles. Disfruto en una especie de juego cuyas únicas reglas son el abuso de la subjetividad y la abstracción. Y es, curiosamente, desde que me ejercito mediante esas estrafalarias dinámicas de introspección, cuando estoy entendiendo mucho mejor todo lo que acontece a mi alrededor.
Hoy, por ejemplo, para no irnos más lejos, me he dado cuenta de la transcendencia empírica de comer churros. No me he fijado, por tanto, en el hecho gastronómico, ni cualitativo, aunque, dicho sea de paso, los churros y el chocolate estaban de rechupete; me he fijado, especialmente, en la nebulosa mental a la que nos someten los churros sin piedad alguna. Todas las personas allí presentes parecíamos conectadas con nuestro yo interior mediante el churro. El místico ejercicio de mojar el churro, una o varias veces, en la mágica pócima, que vulgarmente conocemos como chocolate, y llevárnoslo a la boca, se convirtió en la llave que nos abrió la puerta a una especie de viaje astral. Para que nos entendamos todos: el churro era la llave y nuestra boca la cerradura. Los llamados a la fiesta, obnubilados, mirábamos hacia la superficie humeante de la marmita de aceite hirviendo en busca de mensajes en clave procedentes del más allá, o tal vez esperando la materialización de ese humo en el dios Vulcano. Por tanto, ese churro-tubo supone mucho más que una simple masa de harina frita, en aceite de dudosa procedencia, el churro, en sí mismo, es una cañería que nos conecta con nuestros más profundos conflictos personales, y, mientras lo rumiamos, nos acuden a la mente imágenes en blanco y negro de nuestra vida y milagros que amplifican, en gran medida, nuestro éxtasis matinal al módico precio de tres euros la ración.
Si Amélie Nothomb, mi bien amada, fue capaz de hablarnos de la "Metafísica de los tubos" sin citar, en ningún momento, la transcendencia que, para la humanidad, ha supuesto y supone la ingesta de churros cada fin de semana, es sencillamente porque en Bélgica no comen churros, prefieren los gofres, y amigos, eso ya es otra historia...
De cualquier manera, les recomiendo que disfruten de ambas experiencias: de la lectura del libro y de una generosa ración de churros, a ser posible, mojados en chocolate.
Que ustedes lo disfruten.
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