Esta
cava de Cinc Claus está dando mucho de sí. Lástima que no me la pueda llevar empacada
en el maletero del coche. Es una cava de palabras en la que, de cada arruga
del techo, surgen historias apócrifas que me inspiran. Historias que afloran de
la necrópolis romana que fue. Como si los muertos de hace dos mil años aún
tuvieran cosas que decir o historias que contar.
Por eso, cuando
todo el mundo duerme, bajo sigiloso a escucharlos. Presiento que necesitan de
alguien que les preste un poco de atención. Anhelan a personas que sepan
entenderlos sin morirse del susto, o sin salir corriendo para nunca más volver,
o sin llamar por teléfono de ipso facto al programa "Cuarto Milenio" para ver si
les dan algo con lo que poder veranear gratis al año que viene.
A
mí me gusta escucharlos relajadamente sentado en uno de los dos butacones de
estilo sueco que presiden la vieja cava, alumbrado, únicamente, por la luz amarillenta que me brinda una elegante
lámpara de pie. Ellos, alternativamente, con la tranquilidad que les confiere el
no tener prisa para nada, comienzan a narrarme historias pretéritas mientras me
voy sumergiendo en una especie de trance en el que pierdo la noción del tiempo
y del espacio.
En
esa especie de alucinación, sin peyote ni ayahuasca, van afluyendo en mente
historias desconectadas, como secuencias de antiguas películas en blanco y negro: Aníbal,
sobre un elefante enorme, seguido de miles de aguerridos cartagineses pertrechados hasta las cejas. Luchas sangrientas de gladiadores. Leones comiéndose a cristianos. Bacanales
desenfrenadas regadas de vino tinto. Venta de esclavos recién traídos del norte
de África. Baño y masaje en las termas. Gritos y altercados en las tabernas de la vieja Ampurias. Celos. Envidias
entre patricios y centuriones. Barcos llegando a puerto cargados de noticias frescas de
Roma. De todo me cuentan, pero sin prisas. Así da gusto.
He llegado a ver sus caras
traslúcidas aflorar del techo curvo de la cava. Caras de aburrimiento. Caras de
cansancio. Caras de desesperación. Caras de muertos sin ninguna
gana de estar muertos.
Y, pese a lo que puedan pensar, no he sentido miedo. Ellos, como los perros cuando te miran, saben si sientes
miedo o no. A mí me apasiona que me cuenten historias y, por fortuna, se han dado cuenta de ello.
Adiós, mis adorables difuntos, lamentablemente, mis vacaciones tocan a su fin. Con todo el dolor de mi aún activo corazón, hago mutis por el foro. Siempre os recordaré, aunque estéis muertos. Rematadamente muertos.
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