De
joven, cuanto más corría más quería correr. Y ahora, algunas décadas después -y
algunos kilos de más sobre mi osamenta-, cuanto más escribo más quiero escribir.
Aunque
a priori no lo parezcan, esas dos actividades, aun reconociendo su enorme
diferencia y funcionalidad, no dejan de llevarnos hacia adelante: la primera en
un sentido físico, y la segunda en un aspecto intelectual.
Pero,
como todos ustedes comprenderán, no todo el que corre es un atleta, ni todo el
que escribe es un escritor. Intentaré explicar un poco mejor esta teoría.
Una
vez vi a un joven que corría calle abajo y no era un atleta; resultó ser un
simple ladrón que acababa de pegarle un tirón del bolso a una ancianita
octogenaria, a la que le rompió la cadera y casi mata a la pobre. Un
conocido mío escribió una preciosa nota de despedida, a su esposa e hijos,
antes de suicidarse, y no por eso fue un escritor. Lo podría haber sido, tal
vez le hubiera ido algo mejor que en el mundo de la construcción. Sobre todo a
los que, como él, se apuntaron a última hora al negocio sin saber ni lo que era un
ladrillo. Pobre hombre, la verdad. Descanse en paz.
En
otra ocasión, vi corriendo a un señor regordete
y con bigote por un paso de cebra tras un caniche que, con toda probabilidad,
se le había escapado, instantes antes de que lo atropellara un autobús urbano y
lo dejara hecho un whopper sin queso poco hecho. Al caniche no… ¡al señor del bigote!
Según el atestado policial, el chofer del autobús que lo atropelló estaba mandando
un wasap. A este desafortunado peatón tampoco es que lo pudiéramos considerar
un atleta olímpico propiamente dicho. Ni tampoco al chofer que lo atropello lo
deberíamos considerar un poeta del romanticismo, pese a los miles de mensajes
de amor que le enviara a su amada Dulcinea, llenos de corta y pega de poemas de
Neruda, y que estaba veraneando en Tomelloso. Al parecer de allí eran
originarios los padres de la chica antes de que emigraran a Barcelona. Por su cautivadora
belleza la acababan de nombrar reina de las fiestas y eso llenaba de orgullo al
conductor en el momento mismo del atropello. Al parecer, y esto son sólo
rumores que él desconocía en el momento del fatídico suceso, la novia le estaba
poniendo los cuernos con el hijo del concejal de festejos de la localidad que,
dicho sea de paso, tenía un ligero parecido con Gerard Piqué y era propietario
de una flota de autobuses especializada en dar servicio a la tercera edad y a
despedidas de soltera a las que regalaba el servicio de stripper.
El
que de pequeño corría que se las pelaba era mi vecino Octavio, cada vez que en
el patio del colegio les tocaba las tetas a las de octavo de E.G.B. Sobre todo
a una que tenía una talla ciento diez, que hacía octavo por tercera vez, y que
tenía un novio novillero. Una vez lo cogieron entre varias repetidoras y le
dieron una somanta de palos, antes de llevarlo al despacho del director y que
este lo expulsara. Luego, de adolescente, continuó en sus trece, y su padre,
avergonzado, le pegaba unas palizas
tremendas con el cinturón cada vez que alguien iba a su casa a dar las quejas.
Pero incasable en su adicción al toqueteo fugaz de mamas a la carrera, de mayor
fue ingresado en un centro psiquiátrico. Allí, un psicólogo, al que le faltaba
un ojo y le sobrada un dedo en cada mano, escribió un extraordinario informe
sobre la obsesión que atormentaba a mi vecino, por el que recibió un importante
premio internacional sobre patologías adictivas de origen mamario y que fue
publicado por la prestigiosa revista Sciencia.
Pese
a todo lo anteriormente expuesto, ni mi vecino era un atleta, ni el psicólogo,
por muchos informes que firmara sobre adicciones mamarias -a las que, por
cierto, todo el mundo aseguraba que era adicto- nunca llegó a ser reconocido
como escritor. Sus propios compañeros
decían de él -quién sabe si por envidia-, que era un mamón. Un mamón
empedernido que tenía toda su consulta llena de cuadros de Venus en topless y
“bustos” de bronce, propiamente dichos.
Y
es que, ya me lo han dicho en varias ocasiones: no corras tanto, Pepe, que las
cosas no son como empiezan sino como terminan. Y yo escribo y escribo y nada
recibo. Al final, con toda probabilidad, me pase como al psicólogo tuerto y con
seis dedos, sólo me quede en mamón. Porque ya de atleta, ni de coña. Y de
escritor, aún menos. ¡Vaya mierda!
Mamón, no sé, pero cachondo, eres un rato. Buen fin de semana, 'escritor'.
ResponderEliminarP.D. Por cierto, no estaría mal que quitaras la prueba del robot cuando se escribe un comentario. Deja que los robots te lean. No infravaloremos su poder. A lo mejor, algún día dirigen las editoriales.
Un condenado a muerte antes de la ejecución.
EliminarDice el verdugo:
-¿Quiere usted decir algo de morir?
-Sí, sí. - responde el condenado:¿Puedo contarles un chiste?
Saludos, Cuentón.