Lo que les pretendo contar hoy es una historia que se remonta a más de cinco siglos atrás. Cinco siglos cargados de guerras e injusticias, como si el tiempo tan sólo de dignara a brindarnos dolor, contradicciones y olvidos, pero, antes de nada, quiero que sepan que soy plenamente consciente de las grandes limitaciones que tengo para enfrentarme a este reto al que, de manera voluntaria, me presento.
El comienzo de ésta historia se remontaría al Edicto de Granada promulgado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, en el que se ordenaba la expulsión de los judíos, aunque, en lo que a mí respecta, la máquina del tiempo tan sólo comenzó a moverse unos pocos años atrás.
La necesidad de aumentar nuestras exportaciones me llevó hasta Bosnia, más concretamente hasta su capital, Sarajevo, encrucijada de la historia reciente de Europa, plagada de iglesias ortodoxas y minaretes musulmanes, donde la convivencia se percibe con una tensión que nunca cesa, en una especie de tolerancia intolerable, como una herida mal curada que aún sutura, en un ambiente apaciblemente enrarecido. Tal vez por todo ello, Sarajevo no deja indiferente a nadie, y mucho menos a mí.
Pese a su evidente complejidad, allí me planté con mi inseparable Artur, traductor y amigo, mi Pepito Grillo, para intentar cambiar mi destino, o, al menos, intentar sumar un mercado más en mi ansiosa lucha por la supervivencia.
Entramos a Sarajevo por la conocida como Avenida de los Francotiradores -su nombre real es Mese Selimovica- flanqueada por edificios de la antigua época comunista, en los que se encaramaron los serbios contrarios a la recién proclamada Bosnia-Herzegovina con la intención de truncar sus deseos de independencia, favorecer a los defensores de la Gran Serbia, y matar a toda persona que por allí transitara.
De todo esto hablábamos Artur y yo, en pleno casco antiguo de Sarajevo -que se conoce con el nombre de Bascarsija- tomándonos una boza, una bebida típica realizada mediante la fermentación del mijo o el trigo, a la que añaden azúcar, canela y jengibre al gusto, y que sirven bien fresquita con un ramita de menta. Ni les cuento de los dulces... Unos dulces que relacioné con la repostería árabe, pero que rápidamente un joven, que estaba sentado frente a nosotros escuchándonos, no tardó en corregirme: no son árabes, son judíos -me dijo en una especie de idioma que yo alcanzaba a comprender a duras penas -este local es de unos judíos amigos míos -matizó.
El chico hablaba y yo intuía lo que decía, aunque, en realidad, gracias a Artur -que domina siete idiomas- pudimos acabar de comprender toda la historia que ese joven tan misterioso estaba deseoso de contarnos en un idioma tan antiguo como nuestra propia historia. El hecho de que dominara también el inglés nos lo puso todo más fácil.
El joven, que dijo llamarse Etgar, era de origen sefardí. Nos comentó que su sueño era regresar a la Girona de sus ancestros, pisar sus calles, y sus plazas, respirar su aire aunque fuera una sola vez en su vida. Etgar se ofreció muy amablemente a acompañarnos a la gran sinagoga Ashkenazi, que comparten los pocos judíos ashkenazíes y sefardíes que aún viven en Sarajevo, y durante el trayecto nos fue contando su historia.
Nosotros, por nuestra parte, le explicamos a Etgar los motivos que nos habían traído hasta Sarajevo, que no eran otros que los de intentar vender cosméticos, a lo que él replicó que tenía un amigo que tal vez pudiera estar interesado en nuestros productos; por tal motivo le regalamos una de mis tarjetas y ahí quedó la cosa. Proseguimos el paseo por la capital de Bosnia y nos paramos a contemplar una partida de ajedrez gigante en un jardín. Al parecer, según nos contó Etgar, ese tipo de partidas son una costumbre muy arraigada en Sarajevo, y, en no pocas ocasiones, son seguidas muy animosamente por multitud de espectadores. Posteriormente, el joven nos llevó hasta el Museo Nacional para invitarnos a contemplar el famoso Haggadah de Pesaj, un libro sagrado que narra secuencias del éxodo del pueblo judío. Un libro precioso con dibujos decorados con láminas de cobre y oro, y que, según nos contó Etgar, fue un antecesor suyo quien lo logró sacar de Barcelona hacia Perpiñán, y de ahí prosiguió viaje rumbo a Italia, hasta recalar por fin en Sarajevo.
Después de la visita al museo, fuimos a comer al restaurante Buregdzinica Sac en el que, según nos dijeron, se come el mejor burek de todo Sarajevo, y la verdad sea dicha, aquella especie de empanada estaba deliciosa. Etgar, en todo momento, se mostró muy interesado por conocer más cosas sobre la delicada situación por la que atraviesa Cataluña y, sobre todo, por conocer algo más de la ciudad de Girona. De pequeño -nos contó- siempre soñaba que viajaba a Girona, pero ese sueño siempre acababa en un gran incendio. A veces eran grandes piras de libros ardiendo. En otras, alguien le arrebataba unos libros de las manos y los quemaba en una gran hoguera. Esas pesadillas me persiguieron como un mantra durante años -nos explicó Etgar.
Después de tan inesperado encuentro, los días posteriores estuvieron cargados de trabajo y no tuvimos oportunidad de hacer más turismo ni de volver a encontrarnos con el misterioso joven.
Habrían pasado ya varios meses, cuando recibí un correo electrónico de un tal ebenevist que se había alojado en mi buzón de no deseados. Al abrirlo, pude comprobar como el correo lo remitía Etgar Benevist, el cual resultó ser el joven que Artur y yo conocimos durante el pasado viaje a Bosnia.
En su correo me hacía referencia a que, en el próximo mes, visitaría Girona y me pedía una serie de consejos prácticos relativos a transportes públicos, alojamientos económicos, y seguridad. Sin demorarme demasiado, recabé toda la información que el joven me requería y le respondí, dejando la puerta abierta a pedirme un par de días libres para encontrarme con él en Girona. A lo que él, a vuelta de correo, me respondió que era la mejor noticia que le podían haber dado, y que tenía el firme convencimiento de que todo eso no era tan sólo fruto de la casualidad. En ese viaje a Girona, algo importante nos espera, amigo -aseguró.
En otro correo posterior, en el que concretábamos vernos en el hotel Carlemany, para posteriormente desplazarnos a pie hacia la judería, me aseguró que su español había mejorado mucho gracias a un curso intensivo que había tomado en el Centro de Estudios Hispánicos de la capital bosniaca.
Durante los días en los que esperaba la llegada de Etgar, estudié todo lo relativo a la expulsión de los judíos de España y especialmente de la ciudad de Girona, sobre lo que tengo que reconocer que no sabía absolutamente nada. Sin embargo, tras dedicar unas cuantas horas a investigar por Google, mi interés por el tema se había disparado.
El día de autos, a la hora acordada, nos encontramos en la cafetería del hotel. Él traía, como presente, unos dulces como los que comí junto a Artur en Sarajevo. Tras los protocolarios saludos, y comprobar que, efectivamente, su español se había hecho mucho más comprensible que el ladino con el que nos habló en nuestro primer encuentro, decidimos emprender camino hacia la judería. En principio, su objetivo era pasar un día en Girona, viajar posteriormente a Barcelona, para visitar el legado de Gaudí, y de ahí viajar a Madrid para visitar el Museo Reina Sofía, ya que me contó de su enorme ilusión por ponerse delante del Guernica y de su pasión por la obra del universal artista malagueño Pablo Picasso.
Nada más llegar al laberinto que conforman las calles empedradas del Call de Girona, los ojos de Etgar se llenaron de lágrimas. Su llanto era mudo, sin un suspiro, sin ningún lamento. Sus lágrimas manaban sin control como una fina lluvia que brotara desde lo más profundo de su ser. Yo caminaba a su lado, sin saber muy bien qué papel asumir ante tan delicada situación, por lo que decidí continuar en silencio sin interrumpir el caudal por el que se estaban precipitando sus emociones. Esas callejuelas, impregnadas de humedad y misterio, sin duda, tenían algo de mágicas.
En un momento dado, Etgar metió la mano al bolsillo de su chaqueta y sacó una llave. Mira, Pepe -me dijo- ésta es la llave de la casa de mis ancestros, lleva siglos en nuestra familia pasando de padres a hijos. Siempre soñé que algún día encontraría esa casa y aquí estoy, por fin, para intentarlo. Ni que decir tiene que, al contemplar esa antigua llave, sentí cómo un escalofrío recorría todo mi cuerpo. Durante el trayecto, entre callejuelas sombrías y escaleras empinadas, majestuosas casas de piedra adornadas con arcos y columnas, y preciosos jardines interiores con hiedras trepadoras, Etgar escrutaba minuciosamente todas las puertas, muy especialmente sus cerraduras. Descartaba las puertas modernas y tan sólo reparaba en aquellas de apariencia antigua. Lo sentí excitado en un par de ocasiones, en los que las puertas, pese a contar con una nueva cerradura, conservaban aún la antigua. Pero en ninguno de los casos su llave se ceñía a las proporciones de esos cerrojos. Calle tras calle, callejón tras callejón, escalera arriba y escalera abajo, el barrio judío habría cambiado tanto en los últimos quinientos años que era casi una quimera pensar en la remota posibilidad de que pudiéramos hallar la casa de sus ancestros.
Junto a una terraza, en la que paramos para tomar un café y replantear la situación, vimos una librería judía. Tras un breve descanso, durante el que Etgar se prodigó poco en palabras, decidimos visitarla. En la librería nos recibió un señor con barba y kipá. Etgar volvió a utilizar ese extraño idioma con el que nos sorprendió en aquella cafetería de Sarajevo, y el librero le respondió con total normalidad. Yo permanecía expectante tratando de seguir la conversación, de la que únicamente podía entender palabras sueltas. Me recordaban al idioma en el que está escrito El Cantar de Mio Cid, o el Quijote, y que tanto me atraían de pequeño. Mientras ellos charlaban amistosamente, yo me puse a hojear varios libros escritos en hebreo, de los que me sorprendieron sus magníficas ilustraciones. A mi alrededor, habían varios jóvenes judíos que lucían la bandera de Israel en una acreditación que colgaba de sus cuellos, a los que Etgar también saludo de manera afectuosa.
Después de aquel emotivo encuentro, Etgar y yo salimos de la librería. En la cara del joven vi algo distinto. Sus ojos habían adquirido un brillo especial después de aquella amistosa conversación con el librero. Vamos a ver una tienda de antigüedades que hay a la vuelta de la esquina -me dijo- según Amos, el librero, aunque parezca mentira, en ella aún podríamos encontrar objetos y enseres originales de aquella época.
Durante el corto trayecto, sentí a Etgar más relajado, de hecho, la conversación versó sobre su viaje en tren hasta Barcelona, su posterior traslado a Madrid, y, si le quedaba tiempo y dinero, tal vez podría incluir un viaje a Toledo, de la que algunos conocidos suyos de Sarajevo procedían.
Al llegar a la tienda el semblante de Etgar cambió radicalmente. Era una de esas típicas tiendas de antigüedades en las que todo está amontonado en una especie de orden caótico, en el que con independencia de su origen, época o estilo, todo convive en un desacierto expositivo pero que tanto gusta a los amantes de las antigüedades y de la estética vintage.
La tienda la regentaba una mujer que desafiaba con suma elegancia a la jubilación. Una mujer enjuta y menuda, con el pelo cano recogido en un moño, y dueña de una mirada tan penetrante que sería capaz de hacernos la prueba del ADN de un simple vistazo. Daba la sensación de que aquella señora fuera la guardiana de algún secreto, un secreto que bien podría esconder entre ese sinfín de cachivaches dominado por el polvo y la penumbra.
-Buenos días: en qué les podría ayudar -nos saludo con una voz tan profunda como los confines del universo. Buscamos objetos originales del barrio judío de la ciudad -le expliqué. Pues para ser sincera, les diré que lo que me queda de esa época es nada. Todo lo que había se lo han ido llevando, durante las últimas décadas, judíos llegados de los cinco continentes. Ésta menorá y ésta torá de aquí -dijo señalando a una vitrina- son reproducciones de mucha calidad pero no dejan de ser copias como las que se pueden encontrar en miles de lugares turísticos con un pasado de presencia hebrea y destinados a ser vendidos como souvenirs, aunque no dudo que habrá desaprensivos que los vendan como buenos -nos explicó. ¿Entonces no tiene absolutamente nada original del viejo barrio judío? Mi amigo Etgar ha venido expresamente desde Sarajevo con la ilusión de encontrar algo de aquella época -le expliqué a la buena señora. Ella, haciendo una revisión mental de todo ese infinito catálogo de despojos que representaba su modo de vida, nos regaló una mirada complaciente y nos dijo: en un patio interior, que tenemos como trastero, mi padre guardaba tejas, rejas, ventanas y unas puertas que, según nos explicó en más de una ocasión, provenían de unos derribos del siglo pasado. Él contaba que esas casas aún eran auténticamente judías, y que, tras la expulsión, habían pasado a manos de allegados a la iglesia. Sí quieren le podemos echar un vistazo, hace tiempo que no entro a ese patio...Ese patio, no sé muy bien el motivo, siempre me ha sido ajeno, como un apéndice que no me perteneciera. De hecho, creo que tras la muerte de mi padre no habré entrado ahí más de dos o tres veces.
En contra de lo que imaginaba, al abrir una puerta de madera que bien podría contar con un par de siglos en sus tableros, nos quedamos asombrados al descubrir que una luz multicolor inundaba toda la estancia. Al mirar hacia arriba pude contemplar una claraboya espectacular que bien podría valer, por sí misma, más que todo el contenido de aquella decrépita tienda. El dibujo de sus cristales representaba un árbol. Es el Árbol de la Vida -dijo Edgar. Nadie sabe quién lo puso ahí -explico la señora- mi abuelo ya contaba historias sobre esa claraboya y ese árbol sagrado. Este edificio es tan viejo como la famosa casa de Lleó Avinay.
Creo que le tengo manía a este patio desde que de niña me quedé encerrada toda una noche aquí adentro, una noche de la que se me quedó grabada una pesadilla que me ha perseguido durante años -explicó la señora. ¿De un incendio? -preguntó Etgar, visiblemente alterado. Así es, joven ¿cómo lo ha sabido?. Los tres nos miramos como si hubiéramos escuchado algo inaudito, como si hubiéramos descubierto algo que no sabíamos muy bien cómo encajar en toda ésta historia.
En ese patio, en contra de lo que imaginábamos, habían muy pocas cosas: un gran montón de tejas, muy bien apiladas, por cierto, un par de rejas de hierro forjado, y un grupo de tres o cuatro puertas viejas apoyadas contra la pared. Ésto es todo lo que tengo -dijo la dueña, apesadumbrada. Ya quisiera yo tener más cosas de esa época...
Etgar, sacando la llave de su bolsillo, se acercó a la puerta como si lo hiciera en otra dimensión, como si la dueña de la tienda y yo hubiésemos desaparecido por completo de su campo de visión. La señora, que no sabía nada de esa llave, se quedó perpleja al comprobar cómo Etgar intentaba introducirla por la cerradura, pero en esa primera puerta la llave no encajaba, de hecho ni tan siquiera la alcanzó a introducir. Al parecer, era ligeramente más grande que la cerradura.
-¿Qué hace ese joven? -me preguntó la señora, en voz baja, visiblemente sorprendida. Es la llave de la casa de sus ancestros; sus antepasados, tras la expulsión, salieron de Girona hasta recabar definitivamente en Sarajevo -le expliqué.
Mientras conversábamos, Etgar ya había descartado una segunda puerta, y se disponía a probar con la tercera y última de esa pila de puertas, pero, para su desgracia, el resultado fue el mismo que con las dos anteriores. La cara de Etgar era todo un poema. Con los ojos repletos de lágrimas y la voz quebrada por la desesperación alcanzó a decirnos: la puerta no está aquí. A lo que la señora, haciendo una mueca facial como si acabara de recordar algo importante, dijo: creo recordar que debajo de esas tres puertas, en el suelo, había un trozo de una puerta que estaba casi totalmente quemada, pero que mantenía indemne la zona de la cerradura.
Entre Etgar y yo apartamos las tres puertas, y, efectivamente, ese trozo literalmente abrasado de lo que algún día fuera una puerta estaba en el suelo justo en el lugar en el que la señora lo recordaba. Siempre me he preguntado el motivo por el cuál ni mi abuelo, ni mi padre, ni yo misma, en todos estos años que regento el negocio, habríamos tomado la decisión de tirar a la basura algo tan inútil y tan invendible -comentó la señora cargada de razones. Una cosa es ser anticuario y otra bien distinta es padecer el Síndrome de Diógenes... -nos explicó, regalándonos una balsámica sonrisa.
Entre tanto, Etgar había agarrado ese trozo de puerta, tiznándose ambas manos, y lo había depositado en el centro del patio justo en donde la luz proyectaba un precioso tono rojizo. Ante nuestra expectación y, tras fallar en un primer intento, esa vieja llave consiguió accionar aquellos oxidados mecanismos de los que se separara hacía más de quinientos años. Etgar, alzó sus brazos hacia aquella mágica claraboya y gritó algo en ladino, algo que, más allá de su significado, sentimos como un grito desgarrador, un grito al que, a buen seguro, se sumaron las almas de todos sus ancestros mancillados, humillados, y expulsados de la que, hasta ese momento, era su tierra, una tierra que les pertenecía tanto como nos pertenecía a nosotros, y de la que nunca, nunca se olvidaron.
Tras ese grito, que hizo temblar hasta los cimientos de aquella casa centenaria, Etgar se dejó caer sobre aquella puerta mutilada, sobre aquella puerta abrasada por el odio y la injusticia. Y lloró. Lloró como lloraron sus antepasados huyendo de sus tierras, y de sus propiedades, y las que siempre soñaron regresar.
La señora y yo, agarrándonos de la mano, decidimos salir de aquel patio. Ese momento únicamente le pertenecía a Etgar. La imagen de ese hombre desolado, llorando quedamente abrazado a ese pedazo de madera carbonizada, sobre aquel suelo de piedra tapizado de luz multicolor, por mucho tiempo que pase, creo nunca se borrara de mi mente.
Lo que aún no tengo muy claro es cómo le voy a contar todo esto a Artur. Lo mismo pensará que le estoy contando otra de mis historias.
Esta historia es de las mejores que has publicado, si no es por decir que es la mejor , anduve contigo y Etgar caminando por esas calles llenas de historia, buscando la puerta,y pude ver como se abrazaba a su puerta llorando,solo no puedo imaginar a la sra que hace las pruebas de ADN con la mirada jajaja. Excelente relato te felicito!
ResponderEliminarUna historia buenísima diga de un guion cinelatográfico.
ResponderEliminarTengo un amigo que visita esos paises por circunstacias a menudo y habla maravillas. Me acordaba de él cuando leia.
Besos !!
Uno de los mejores relatos de José Fernandez Belmonte que he podido leer.
ResponderEliminarMuy buena la historia ja ja ja
ResponderEliminarsaludos
Muy emotivo.
ResponderEliminarDigno de un premio, y te lo digo totalmente en serio. Joder menuda historia.
ResponderEliminarSalud y buen fin de semana.
"Recién levantado, y sin pestañear, el café se ha quedado frío. Esto es lo que me ha pasado al ponerme a leer este relato. Puedo ver la claraboya, la llave y las puertas. También me has hecho pasear por la avenida de los francotiradores.
ResponderEliminarEspectacular!!
Saludos.
Magnífico relato. En un viaje tuvimos un guía sefardí que su gran ilusión era venir a España, su madre le había seguido enseñando el ladino y se emocionaba si le hablábamos de Toledo. En Villafranca del Bierzo sigue habiendo puertas judías de las que se llevaron la llave, con intención de volver algún día. Un abrazo.
ResponderEliminarUna historia conmovedora en cuanto a Etgar, y tú le has hecho justicia añadiendo tantos matices y enriqueciéndola. Qué experiencia debe haber sido para ti.
ResponderEliminarSaludos, de una que ama la paz.
Extraordinaria....De principio a fin. Una historia llena de realismo y sentimiento!!
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