Aquella anodina mañana, intentando huir de mi propia realidad, agarré el coche sin saber adónde ir. Salí del trabajo evitando que nadie me viera. Creo que debía de estar harto de las preguntas de todos, de las lamentaciones de todos, de los consejos de todos. Por eso evité que me vieran al salir.
Los edificios, el trasiego de la gente, el claxon de los vehículos, el hediondo olor a contaminación que lo inundaba todo, tiraban de mí como una fuerza centrífuga que me alejaba de la ciudad y me acercaban, de manera terapéutica, hacia la naturaleza.
En mi huida, atravesé cultivos de almendros en flor, eriales amarillentos entre los que destacaba el rojo pasión de las amapolas, terrenos arenosos y pobres por los que pastaban unas cabras tan exiguas como mi futuro, y monte bajo con tomillos, espartos, espinos negros y palmitos, hasta que llegué a las ruinas de aquel pueblo perdido en el que, evidentemente, no había un alma.
De manera inconsciente, los kilómetros se habían sucedido atropellándose unos a otros, como hacen los minutos con las horas, y las horas con los días, y los días con los años, y los años habían hecho con mi vida. Como a menudo acontecen los desastres humanos, y las guerras, y las enfermedades y las sinrazones. Pensaba en todo eso mientras conducía. Pensé, también, en la sinrazón de mi propia existencia. En el enorme significado de mi insignificancia. Pensé en el fin como opción, como oportunidad, como una salida de aquel túnel en el que, en los últimos meses, se había convertido todo.
Una deforme aglomeración de argamasa y piedras, con tejados hundidos, con vigas de madera despuntando de entre las ruinas, como las costillas de un cadáver a medio devorar por las fieras, era todo lo que quedaba de lo que debió de ser, en su día, algún pueblo. Entre los derrumbes se adivinaban varias calles, o lo que en su momento pudieron ser las calles, o las venas, de aquella diminuta población en la que ahora tan sólo habitan sus fantasmas.
Tal vez por eso estaba yo allí. Un fantasma entre los fantasmas. Un cadáver viviente en busca de su propio fantasma. Deambulé entre aquella insólita desolación que no era otra cosa que el reflejo de mi propia autodestrucción. Arrastraba los pies arrastrando de mi propia historia y de mi inesperado infortunio. Un par de cuervos saltaron graznando, de manera enfurecida, como si hubiese violado su espacio sagrado, y se adentraron volando entre el marco de una vieja puerta, cuyas maderas, aunque carcomidas, aún se mantenían milagrosamente en pie.
Y por ahí me adentré, tras la estela de aquellos córvidos de mal agüero, con el afán de encontrar el motivo de aquel inesperado viaje hacia ninguna parte.
Tras traspasar el umbral de aquella enigmática ruina, encontré una vieja y destartalada cuna. Una cuna en la que, incomprensiblemente, yacía una mugrienta muñeca de trapo compartiendo lecho con un nido con varios pollos negros, los cuales, al verme, estiraron sus cuellos y abrieron sus picos exigiéndome su codiciado alimento.
Y tal vez fue eso lo que me hizo abandonar las sombrías intenciones que me habían arrastrado hasta allí, y recordar que era padre de una hija. Una hija que, a buen seguro, estaría esperando de mí lo mismo que esos polluelos esperaban de sus progenitores, a los que yo tanto había incordiado con lo absurdo de mi visita.
Estuve un rato, ensimismado, mirando esos pájaros. Esos pollos hambrientos abrían unos picos enormes, para el diminuto tamaño de sus cuerpos, dejando ver con claridad unas cavidades en forma de embudo que desembocaban en sus pequeños estómagos, que a su vez conducían a sus entrañas, a sus vísceras, y a sus intestinos.
Esos pollos, gritando de manera tan ensordecedora, me habían hecho recordar que yo también era padre, marido, hermano, hijo, compañero, persona, y que no debía dejarme caer sin pelear hasta que mi boca exhalara su último aliento.
Con lágrimas en los ojos, salí de aquel escombro polvoriento intentado que mi existencia recobrara su sentido. Al atravesar la puerta, justo en el instante en el que mi conciencia se volvía a reencarnar en mi propia piel, los cuervos entraron volando por la puerta a cumplir con lo que la naturaleza y su prole les exigía. En mi mano, la muñeca de trapo se vino para revivir. Tanto ella como yo merecíamos de una segunda oportunidad.
Con voluntad, todo el mundo es recuperable.
ResponderEliminarTodos los días son segundas oportunidades. Todos los días pasan trenes distintos a los que subirnos... o no... y todos los días son distintos, solo hay que estar atento... :)
ResponderEliminarTodos tenemos momentos con ánimos bajos, muy bajos, pero dependiendo de la fuerza de tu mente y de tu corazón es como logras ver lo Maravillosa que es la vida y lo valioso que eres para tus seres queridos y entonces das vuelta... y renaces, con mejor energía. A darle lo mejor a la vida que nos queda. Dios te bendiga, feliz sábado y gracias por tus escritos son fascinantes.
ResponderEliminarA veces es necesario entrar en la verdadera negrura, para darnos cuenta de la luz en la que estamos y lo fuertes que podemos ser. Seres indefensos nos enseñan de subsistencia. Y otros nos aferran con su mano de trapo para segyir luchando con nuevos bríos. Estremecedor y estupendo relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muy conmovedor y excelente tu relato.
ResponderEliminarUn abrazo
Un relato muy profundo y con mucha veracidad.
ResponderEliminarEsas sensaciones son muy generales en las personas que están pasando malos momentos,pero basta con un poético ,pero real nido de pajarillos para conmoverse y darse cuenta de que tenemos unas personas que dependen de nosotros,no sólo económicamente,si no afectivamente.Me alegro de que el final de este momento haya sido una buena elección.
Saludos y gracias por tus visitas
Gó
Afortunadamente a los cuervos les va a tocar buscar su alimento en otra parte.
ResponderEliminarSaludos.
Cuando un Guerrero se va a enfrentar a la lucha, lo puede hacer de dos maneras con sumisión o con lucha, y tu sabes que tipo de Guerrero eres .....verdad!!!!!
ResponderEliminarDramático relato, que sueriendo escapar de lo rutinario, te hizo volver a la realidad.
ResponderEliminarHay que luchar en la vida y seguir adelante.
Un abrazo.
Ambar
Vine a devolver tu amable visita y veo a muchos conocidos por ahí arriba, y recordé que muchas veces he visto tu nombre también en sus blogs, me da pudor a veces entrar de sopetón donde no soy conocida, entiendo que debo cambiar esa actitud. Muy bueno este relato tuyo reconstruyendo con esfuerzo lo que tenemos de valor en nuestras vidas, los seres queridos que nos acompañan, un abrazo!
ResponderEliminarUn relato del que se puede sacar una buena lección.
ResponderEliminarHay que sacar fuerzas para saber valorar lo bello de cada amanecer y ver de nuevo la luz.
Cariños y buen comienzo de semana.
Kasioles
Claro que si……Siempre habrá una y más oportunidades. Hay que ir por ellas y ganarlas!! Estupendo relato.
ResponderEliminarHay días así, que sale uno corriendo, menos mal que te alcanzó tu conciencia! ;)
ResponderEliminarSaludos
Hermosa Reflexión... Para tenerla presente todos los días!!
ResponderEliminarSí, necesitamos una segunda oportunidad. Y ojalá sea posible.
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