miércoles, 25 de diciembre de 2013

La carta de Pablito


Pablo, que así se llama el hijo de mi vecino, se levantó muy temprano. Bajó las escaleras. Avanzó por el pasillo. Llegó al salón y, cuando se dio cuenta de que Papá Noel no le había dejado ningún regalo bajo el árbol de navidad, le pegó tal patada, que las bolas y las guirnaldas saltaron por los aires. 
Posteriormente, muy enfadado, agarró la puerta, cogió a su perro, que estaba esperando impaciente en su caseta a que le sacaran a cagar, y, sumido en un incontrolable ataque de rabia, salió a caminar por el barrio sin rumbo fijo.
Llovía ligeramente. El cielo era de color plomizo. Las hojas caídas tapizaban de amarillo toda la calle. El perro quería cagar. Sin embargo, el hijo de mi vecino continuaba su autómata marcha con destino incierto. 
Las calles estaban desiertas. Él sabía perfectamente que todos los niños del barrio, en ese preciso instante, destapaban cajas repletas de regalos ante las miradas joviales y emocionadas de sus progenitores. Pero él no tenía regalos. Tan sólo un perro con ganas de cagar y unos padres roncando en la cama.
Pablo continuó su enrabietada marcha calle abajo. Pegó una patada a un bote de coca-cola, con el nombre de Alberto, que se estampó contra la puerta lateral de un coche que había estacionado.  
En el momento del impacto se acordó de su profesor de matemáticas y de física. De ipso facto cambió la dirección de su marcha y se encaminó hacia la casa del maestro. Llegar hasta ella le costó escasamente cinco minutos. La lluvia seguía cayendo de forma moderada. El perro seguía queriendo defecar. Las calles se mantenían desiertas como si Papá Noel hubiese decretado toque de queda.
Aparcado frente a la puerta de la casa reconoció a su vehículo. Pensó en pinchar sus cuatro ruedas, pero se percató de que no tenía ningún objeto punzante a mano. Pensó en rayar sus puertas con una piedra. O en romper sus faros. Pero automáticamente pensó que, cualquiera de esas opciones de venganza, haría saltar la alarma del vehículo. 
El perro seguía tironeando de la cadena para recordarle a Pablo la urgente necesidad de vaciar el contenido de sus perrunos intestinos.
-Sube al coche, Bester, ¡sube! -le ordeno el niño a su perro.
El perro lo miró con ese gesto tan especial que utilizan los perros al recibir una orden a la que no están habituados, y, sin pensarlo dos veces, saltó sobre el motor y se sentó sobre él a comprobar si eso satisfacía las aspiraciones de su propietario. 
-Sube arriba del todo, ¡más arriba, Bester! -le exigió el niño.
El perro, dando otro salto, alcanzó el techo del coche, sin saber muy bien de qué iba toda aquella historia, y soltó un ladrido ronco como para advertir a su dueño de que ya no podía subir más alto, ni retrasar más su evacuación.
-¡Caga, Bester, hazlo ahí! -le ordenó Pablito en un acto, tan espontáneo como escatológico, de venganza infantil.
Bester, obediente, agachó sus cuartos traseros, levantó la cola y se alivió por completo en lo alto de aquel utilitario de color blanco. Pablito se apartó del vehículo para visualizar su performance con la suficiente perspectiva y, al contemplar como el resultado de su hazaña todavía humeaba, se sintió aliviado.
Tras dar por concluida su infantil venganza, la mente de Pablito comenzó a gestar su remordimiento. A cada paso que daba, en dirección a su casa, iba recordando las palabras que, con tanta frecuencia, le repetían sus padres:
Pablito, deja la Play y ponte a estudiar. Pablito deja la Play y ponte a estudiar qué, cómo no apruebes, Papá Noel no te va a traer nada. 
Ese mantra se apoderó de su mente. En la soledad de aquella fría y húmeda calle se dio cuenta de que había obrado mal. De que jugar tanto a la Play no le conducía a nada bueno. De que sus padres no eran tan malos. Se visualizó abriendo regalos. Disfrutando de nuevos juguetes. De ver la cara feliz de sus padres leyendo sus notas, habiendo conseguido un ocho en matemáticas y física.
Sin pensarlo dos veces, dio media vuelta, comenzó a correr hasta el coche de su profesor. Con ayuda de una bolsa de plástico retiró los excrementos caninos y los depositó en una papelera. De nuevo retomó la carrera y, en un santiamén, se puso en la puerta de su casa. Dejó el perro en su caseta. Entró a la casa. Afortunadamente para él, sus padres seguían en su cuarto. Recompuso el árbol de navidad. Buscó en el escritorio de su padre un sobre y una cuartilla y se puso a escribir esta carta:
Queridos padres: me he dado cuenta de que pasarme el día jugando a la Play no me conduce a nada bueno. De hecho, como podéis comprobar, Papá Noel no me ha dejado ningún regalo por no haberos obedecido y no haber estudiado. Por lo tanto, quiero deciros que esto no se volverá a repetir y que estoy muy arrepentido de mi comportamiento. 
Gracias por todo lo que lucháis por mi. 
Os quiero mucho. 
Pablo.

Moraleja: Rectificar es de sabios.

7 comentarios:

  1. Voy a utilizar tu relato en la primera tutoria que tenga con mis alumnos en cuanto nos reincorporemos al cole, intentando motivarlos a empezar con fuerza la segunda evaluación.Un abrazo.

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    1. Muchas gracias Conchy, ojalá y me cuentes cómo te ha ido esa dinámica con tus alumnos. ¡Feliz año nuevo!

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    2. Te lo contaré. Por de pronto te digo que la moraleja no se la he puesto, ellos deberán de decir cual es.
      ¡Feliz año nuevo!

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  2. Que bueno Pepe, me ha encantado, buena dinamica esa de recordar lo hecho o acontecido, e intentar no volver ha hacerlo. Efectivamente rectificar es de sabios... "Feliz Año Nuevo".

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  3. Bonito relato y reflexión , ojalá todo el mundo lo hiciéramos por lo menos una vez al día , seguramente este mundo sería mucho mejor

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  4. Pues Antonio si ha tenido la Play, aprobo el curso y lo prometido es deuda.

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  5. Muy bien por Pablito, un niño maduro y de caracter noble, no todos son los chicos son así, generalmente rompen en tremendo berrinche y rebeldia.Pero bueno... este es un cuento , soñemos .

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