martes, 3 de febrero de 2015

Volando con Kundera


Milan Kundera me hace compañía desde que salí de Varsovia. A mi derecha, mi compañera Jose dormita con los brazos cruzados sobre su vientre. Kundera y yo vamos en el centro. A nuestra izquierda, con su cabeza pegada a la ventanilla, duerme una atleta negra norteamericana tan fuerte como una diosa del Olímpo.
Kundera, confidencialmente, me cuenta historias de triángulos amorosos, de madres viejas e incomprendidas, de cartas por recuperar, de espías, de frustraciones, de anhelos, de huidas, y de vidas tan ordinarias como la mía, como la de Jose, o como la de la atleta afroamericana.
El escritor checo escruta el pasado como lo haría un perito forense, o como un arqueólogo que analizara la cronología de los distintos estratos de nuestra propia existencia. La atleta sueña con lluvias de medallas, mientras Jose y yo nos conformamos con seguir soñando.
Hablamos, Kundera y yo, entre página y página, sobre la risa y el olvido. Sobre nuestro pasado y nuestro presente. Sobre lo que hablamos y lo que callamos en una especie de confesiones entre nubes estratosféricas de esperanza.
Escucho de fondo la música de los auriculares de la atleta en fusión con el eco de mis propios recuerdos.
Siempre he pensado, le cuento a Kundera, que las tripas de los aviones acogen en su interior cantidades ingentes de historias inconclusas. De búsquedas indefinidas. De huidas interiores erróneamente exteriorizadas. De miserias inconfesables. Y de fantasías que nunca deberían dejar de serlo.
Mientras que, como un enorme dinosaurio, el avión nos digiere lentamente, y se nos va consumiendo la vida al mismo tiempo que el queroseno, la elección entre dormir o leer es algo insignificante. Lo importante de todo vuelo, a fin de cuentas, es el aterrizaje.
Lo demás, desde el principio hasta el fin, al contrario de lo que podamos pensar, es tan sólo relleno.

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