viernes, 3 de abril de 2015

Muerte en un cajero


Arrastraba los pies empujando del carro de un supermercado lleno de inmundicias. Cargaba, condenado por la vida, un enorme saco de rabia y frustración. Él, que lo había intentado todo, que lo había dado todo, que lo había sacrificado todo, no había conseguido absolutamente nada. Respirar era su máxima meta. Escuchar en el silencio de su nada su sístole y su diástole. Saborear el salitre de su sudor. Exhalar olores retestinados. 
Mirar a los ojos de su perro sarnoso era lo más emotivo que le había deparado la vida. Contar sus caparras y compartir sus pulgas. 
Observar a los transeúntes, como figuras en movimiento de una feria, era una de sus escasas aficiones. Los veía como a seres de una especie superior. Limpios. Bienolientes. Acicalados. Puros. Con perros de peluquería a los que un sirviente, venido de lejos, saca a cagar varias veces al día. En ocasiones venían a su mente imágenes en las que él era uno de ellos. Y tenía un trabajo medianamente digno. Y una familia ni mejor ni peor que otras, pero, al fin y al cabo, una familia. Y perro gordo y cagón. Hace tanto tiempo de eso que ya no sabe si confunde realidad con ficción. No recuerda bien si alguna vez paseó por una calle sin echar peste, o alguna vez entró a una tienda sin que, a los dos minutos, lo acompañaran a la puerta.
Él subsiste en un barrio cualquiera. No suele hacer grandes desplazamientos porque las fuerzas no le acompañan. Duerme, desde hace meses, en el mismo cajero automático. Le gusta percibir, mientras descansa cobijado entre los cartones de un frigorífico americano de dos puertas, el olor a dinero que emana de esa máquina infernal. Ese artilugio que ceba a las personas y las convierte en dependientes. Las narcotiza. Las doma. Las corrompe. Y las hace regresar a él una y mil veces a extraer el maná que las hace soñar, o les da lo justo para llenar el carro de la compra semanal. Un carro como el que él robó, y con el que arrastra su miseria y su ruina.
Según la prensa, una prensa cualquiera de cualquier ciudad, de cualquier país, tal vez en la que vive nuestro invisible personaje, un indigente ha sufrido el ataque de unos jóvenes neonazis. Los atacantes, tras entrar al cajero en el que dormía el sin techo, y con los rostros cubiertos por pasamontañas, lo han rociado con gasolina y le han prendido fuego. Su intención asesina quedó patente ya que, tras salir del habitáculo, los asaltantes bloquearon la puerta de acceso, por lo que el indigente no pudo salir a pedir auxilio y murió abrasado, junto a su perro, mientras intentaba desesperadamente abrir la puerta.
Pocas horas después, un joven, con sus amigos jóvenes, guapos, fuertes, y rubios, cargados de odio, beben cervezas alegremente, en un bar en el que se reúnen habitualmente junto a otros jóvenes de su misma condición y similar vestimenta. Celebran un triunfo más, pero en esta ocasión no es el triunfo de su equipo de fútbol. Hablan de limpieza, de pureza. Describen y sueñan un mundo perfecto. Un mundo mesiánico en el que no caben los diferentes. O blanco o negro. O perfecto o imperfecto. O puro o impuro. Se erigen de jueces. Se sienten dioses. En su mundo no hay segundas oportunidades. Beben ríos de cerveza celebrando su hazaña.
El joven, guapo, fuerte, invencible, exultante, llega a casa aún con olor a gasolina en sus manos. Mientras sube las escaleras, se las lleva a la nariz y sonríe de felicidad ante la pertinaz presencia del olor a carburante. Al abrir la puerta, le recibe su perro de presa, ladrando y moviendo el rabo, que repara rápidamente en el olor a sospecha de sus manos. Su madre, adorable, dulce, religiosa, le da un beso en la frente y le pregunta si lo ha pasado bien. El hijo, suave y cálido como una brisa de primavera le responde:
-Sí madre, hoy ha mejorado nuestro gran país, puedes estar tranquila, nadie te va a hacer daño.
Y la madre se ríe, jovial, asombrada, inocente, mientras vuelve a sentarse en el sofá a ver la televisión. 
-Este hijo.... tiene unas cosas... -murmulla mientras ve en la pantalla como el protagonista de la película besa en los labios a su joven amada y, tras fundirse todo en negro, aparece en la pantalla: The End.

4 comentarios:

  1. No se, si como dicen por ahí "las comparaciones sueles ser odiosas" pero la mía mas que una comparación sin sentido es una que tiene todo el sentido del mundo.
    José recién empecé a leer tu relato y por un instante parcia estar leyendo el inicio de una de las pocas historias de GABO que he podido leer, la exquisitez de las descripciones, la facilidad con que llevas a tus lectores a ser parte del momento, casi casi que a ponernos de pie junto a los protagonistas para que en primera fila y de primera mano podamos saborear cada línea cada palabra, aunque la historia por si sola refleja una marcada y retorcida realidad simplemente es algo magistral deliciosamente exquisito. Me preguntabas que como lo veía? solo espero no haberte ofendido con mi comparación.

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    1. Muchas gracias, Katherine, siempre me pones por las nubes!! Un saludo para toda Colombia.

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  2. No te lo vas a creer, pero he encontrado una foto, sentados en el Castillo de Bellvedere, en Mallorca, con Pepe Chana, tú y yo.
    ¿cómo te la hago llegar?
    (es triste ver los estragos del tiempo, jajajaja)
    El relato más que bueno.

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    1. Búscame en Facebook y me la pasas. Respecto a lo de los estragos, qué decirte Paco, que yo estoy mejor que nunca.... a ver si me invitas a un café. Saludos.

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