jueves, 16 de abril de 2015

Muertes aficionadas


Son las seis de la mañana. Está oscuro. Los pájaros cantan alocados reclamando la salida del sol y él, perezoso, se resiste. Yo escucho jazz. No entiendo de música, pero el jazz me suena elegante y nostálgico. Lo escucho por recomendación de Murakami. No me lo dijo directamente, el mensaje lo leí entre líneas en su último libro. Estoy seguro de que ese escritor japones se levanta todas las mañanas al alba, pincha sus viejos vinilos de jazz, y escribe, con una vieja Olivetti de la que ya no consigue carros de tinta, historias rocambolescas con personajes kafkianos. 
De hecho, tengo un enorme riesgo de acabar convertido en uno de ellos. Todas las aficiones, incluso esta de la escritura que a priori no lo parece, tienen sus riesgos. 
Pero nada comparable a un amigo que yo tuve, aficionado a las motos, y a tomar las curvas rectas a doscientos kilómetros por hora. A la segunda que tomó ya no lo volvió a contar. Ya de la primera se escapó de milagro.
Algo parecido le pasó a otro, disculpen que no diga nombres, pero es que no me gusta señalar. Este gustaba de trepar por paredes de piedra imposibles, se gastó fortunas en buscar, allende los mares, la pared más difícil para escalar y tomarse selfies, que luego subía a su portal web, y a Facebook, y a Twitter, y a Instagram, y, por último, al obituario del periódico de su pueblo. Como no había renovado el seguro, la repatriación de sus malogrados huesos le costó a la familia tener que hipotecarse.
A otro, pobrecito, le perdió su afición a los psicotrópicos de última generación. Probaba todos los venenos que salían al mercado, para morir a la última, como así sucedió. Lo encontraron muerto en un callejón sin salida.
Recuerdo a otro, disculpen que no de nombres por aquello de la ley de protección de datos, que le dio por correr los encierros de vaquillas por todos los pueblos de España. En realidad, lo que andaba buscando era un pueblo bonito en el que morir, con casas blancas, jardines bien cuidados y repletos de niños lustrosos comiendo bocadillos de mortadela, cafeterías con aire retro, parejas de novios manoseándose en los portales con nocturnidad y alevosía, urbanizaciones fantasma, concejales comisionistas, y todo eso. Un toro lo encumbró como él anhelaba ser encumbrado, a los anales de la defensa del costumbrismo, para vanagloria de su viuda e hijos.
El jazz y la escritura carecen de adrenalina, tal vez por eso, soy incapaz de escribir sin un buen café con leche a mi lado, emanando peligros espumosos y sabores intensos. Tras cada sorbo, me dejo llevar por los vertiginosos vericuetos de las palabras, trepo por sus significados, acelero su construcción a ritmo de blues, lidio con mi torpeza, le doy a guardar, me ducho y me voy a trabajar.
Estoy aprendiendo mucho con la muerte de los demás para que sus decesos no hayan sido en vano. 
Lo peor de estar muerto es que debe ser muy aburrido. Ya sin adrenalina y sin nada que perder. Esto no me lo ha dicho Murakami, lo vi escrito en las caras de las Momias de Guanajuato. Aunque eso ya es otra historia; no me quiero arrebatar.

1 comentario:

  1. Lo mejor para ver cosas es no morirte.Menos mal que no soy tu amigo el de la moto

    ResponderEliminar