sábado, 22 de julio de 2017

El intruso


Abelardo siempre fue un chico distinto a todos los demás. En aquella época, eso de la psicología era cosa de ricos. Si uno era un poco raro, o si se consideraba que estaba loco, se convertía en una carga para las familias y en un problema para el pueblo. Entiéndanme, ahora suena inhumano, lo sé, pero por aquel entonces no teníamos ni para comer. Trabajábamos de sol a sol. Íbamos a la escuela hasta que cumplíamos los seis o siete años, y a los ocho o nueve nos ponían a trabajar en el campo o con los animales. Y Abelardo no valía para trabajar. O no quería. O qué sé yo. La cuestión es que, tras varias palizas que le soltó su padre, Abelardo desapareció una temporada hasta que lo descubrí viviendo escondido en el cementerio del pueblo. 
Debo aclarar que este que les escribe ejerció de sepulturero, más de tres décadas, en Santa Quiteria del Encinar. Cuando se habló en el pueblo de su desaparición, ni se me pasó por la cabeza que el chico se hubiera escondido entre los muertos de mi cementerio para huir de la contundencia del cinturón de su progenitor.
La mañana en la que lo descubrí él andaba en calzoncillos entre las tumbas. Saltaba de lápida en lápida, tras una mariposa, como si lo hiciera por un prado en los Alpes. Yo hice como que no le veía y me quedé escondido observándolo tras un ciprés. Evidentemente, no informé a nadie sobre su paradero. Aburrido de velar a los muertos, el hecho de acoger entre los muros de mi cementerio a un refugiado mental, me pareció una aventura necesaria. No quedaba mucho para mi jubilación y la presencia de aquel joven tan extraño podría hacer más llevadera la recta final de mi vida laboral. 
Me reafirmé en la idea de ignorarlo, pero tenía claro que tenía que facilitarle la estancia en el camposanto. Así que, a los pies de un San Antonio que había en el panteón de la familia Fontaneda, que era en el que él se cobijaba, yo le solía depositar comida y bebida que él devoraba con devoción mariana. 
Abelardo no sabía hablar. Nunca supo hablar o tal vez nunca quiso aprender. No habría pasado ni una semana desde su llegada, cuando lo descubrí limpiando unas tumbas. En principio pensé que limpiaba de manera indiscriminada, sin seguir ningún criterio ni ninguna lógica. Yo pensaba que el cerebro desvirtuado de Abelardo no era capaz de establecer pautas de comportamiento razonables, más allá de las innatas que usaba para sobrevivir, pero me equivoqué. Cuando se volvió a encerrar en el panteón de la familia Fontaneda, me fijé en las tumbas que había limpiado y, cuál fue mi sorpresa, las tumbas que había limpiado eran todas de niños; infantes como él a los que la vida les había jugado una mala pasada. Ese descubrimiento me llenó de ternura hacia Abelardo, una ternura que, tal vez, en cierto modo, ya sentía hacia él desde el mismo momento de su llegada.
A la mañana siguiente, durante el rato que salí al mercado semanal para realizar mis compras, varios miembros de la familia Fontaneda, llegados desde Madrid, se acercaron hasta su panteón y pusieron el grito en el cielo al encontrarse en su interior al joven Abelardo, en calzoncillos, comiéndose el bocadillo de chorizo que yo tan cariñosamente le había preparado.
Por desgracia para él, y para mí, ese fue el último bocadillo que le preparé. La Guardia Civil, acudiendo a la llamada de la familia, detuvo al joven profanador, tras lo cual fue llevado a su casa y el padre le arreó la paliza más grande de su vida, antes de enviarlo a un manicomio. 
Yo sé que Abelardo no estaba loco, tan sólo era un chico muy especial.
Y qué más les podría contar... pero así fue como, pese a mi edad, me aficioné a esto de la psicología.

10 comentarios:

  1. Es un relato estupendo. Allí me llevabas detrás de Abelardo en calzoncillos, saltando tumbas buscando una mariposa y con miras a buscar un buen psicólogo.
    Otro abrazo.

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  2. La verdad es que hay momentos en la vida que conoces a alguien y te transforma, le da a ese click y nos abre una puerta hasta entonces desconocida. Abelardo abrío la puerta a la psicología a ese que escribe...

    Pobre chico Abelardo...


    Besos

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  3. Un relato interesante y conmovedor, José. Y muy realista en muchos aspectos.

    El primero sería ese: “suena inhumano”. Claro, hoy sí, pero ¿no había en cada pueblo, antaño, un “tonto” al que por considerarlo así a nadie se le ocurría enseñarle o tratarle de otra manera? Tampoco había medios ni capacidad alguna.

    No cabe duda que el hecho de tratar con quienes ya habían despegado de este mundo, y sus “locuras”, habías adquirido un sentido de la realidad que te permitió observar, y ser consecuente con ello, las capacidades “especiales” de Abelardo.

    El final de la historia podría haber sido otro pero… ¿cómo casar la ignorancia de aquellos tiempos, la imtolerancia ante un “inútil” y hasta la vergüenza del “castigo divino” que pudiera suponer?

    Fuerte abrazo, José.

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  4. Buen día José.
    La historia está muy bien contada. Me gusta...Pero que triste el final! Irremediablemente triste, más aun cuando pienso que no es "puro cuento", y que aun hoy sucede en ciertos casos a pesar de los cambios de paradigma respecto a las capacidades de cada quien y la salud mental entre otros.
    Un abrazo

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  5. Digan lo que digan, la psicología me sigue sonando a fantasía tan perniciosa como cualquier otra religión.
    Pero, en fin, en relato es interesante.

    Saludos,

    J.

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  6. Me ha enternecido el detalle de las flores a las tumbas. Muy bonito.
    Salu2.

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  7. Llegado al manicomio, Abelardo se impresionó de manera. Las monjas lo lavaron, lo vistieron y lo asearon. Le dieron de comer y también bebió la droga de la impotencia para que no se masturbara. Le dijeron que la oración hace milagros para la locura pero Abelardo ya rezó bastante en el cementerio, tanto, que se hizo profano.

    Pasanaban los días entre pastillas y aquello no marchaba pues la vida se limitaba a pasear con un jardín lleno de abejas y abejorros; dementes y dementas estériles a causa del bromuro ya que no podían concebir ni hijos ni placer...

    Abelardo estaba encogido de miedo. Hizo un mes de su internamiento y lo peor de todo es que se enamoró de Sor Císcula, una monjita postulante que también se enamoró de el...las miradas lo decían todo...Ella se encargó de su vigilancia y el por tenerla mas cerca se hacía mas el loco. Cual fué la sorpresa que pasada una semana, a Abelardo se le empinó cuando ella con un beso casto le rozó los labios: Fue una noche de locura total. El gritaba jadeaba y amenazaba con quitarse la vida y la superiora, encargó a Ciscula que lo vigilara por la noche...Todos los días Abelardo era un energúmeno y los médicos no compredían como podía tener tanto empuje bajo aquella medicación...

    Hacían el amor todas las noches. Planeaban comprar un terreno barato cerca del cementerio para formar su hogar y el día menos pensado:ZAS: Ciscula se quedó embarazada y no por el espíritu santo...

    Huyeron del manicomio y para ganarse la vida los dos vendían flores en la puerta del cementerio. El se dejó la barba porque era la moda y ella se vistió como una hippy tatuada...Nació Crisostomo que con 18 años ya cumplidos, se dedicó a dar el pésame en velatorios ajenos a la familia y de esa manera, la guardia civil lo arrestó porque no trabajaba ni hacía nada en pos de la sociedad. Así lo llevaron a un manicomio donde su padre con barba de tres metros y su madre llena de tatuajes, lo visitan de incognito porque el perro que guarda la finca, los conoce de años anteriores.



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  8. Te dejé un comentario .Tal vez no hayas publicado aún ?

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    Respuestas
    1. Pues parece que no se ha publicado.
      Creo que te dije que cuántas personas son víctimas de su infancia,de cómo les trataron.
      Y él,el pobre se iba a refugiar al cementerio,iba a poner flores a los niños..Qué ternura de historia.
      La pena es que la sociedad es implacable con los más desvalidos y acaban quitándoles lo poco hermoso que tenían.
      Sigue por este camino de la psicología,es muy bonita
      Besucos

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  9. Muy bueno el texto sobre tu Abelardo. Un abrazo. carlos

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