sábado, 18 de mayo de 2019

La meada


Iba por la calle meándome, y cargado con las bolsas de la compra de Mercadona rumbo a mi casa, cuando, de repente, me paró un señor con cara de conocerme de toda la vida:
—¡Agustín, coño, cuánto tiempo sin verte! —dijo arreándome un abrazo de oso polar que casi me desvía la columna.
Como últimamente dudo mucho, por un momento dudé de mi propio nombre. ¿Me llamaré Agustín? Pero al instante, recobré el conocimiento y me dije a mí mismo, con autoridad: yo no me llamo Agustin. Pero decidí, no sé muy bien el motivo, seguirle la corriente.
—¡Coño, cuánto tiempo!  ¿Cómo te ha ido? —le pregunté al desconocido, como si fuesemos más amigos que cochinos.
—Acabo de enterrar a mi suegra y ando como pollo sin cabeza —exclamó desolado. 
—Cuánto lo siento, amigo, habrá sido muy duro para tu esposa —le dije por decir algo.
—Mi esposa murió hace doce años. Desde ese momento nuestra vida cambió por completo —me comentó con lágrimas en los ojos. 
—¿La vida de quién? —le pregunté, mientras bailaba algo parecido al claqué para aguantar el orín.
—La de mi suegra y la mía. Como sabrás, ella vivía con nosotros desde que mi hija se ahogó en la piscina. Tras la muerte de mi esposa, al quedarnos solos cargados de tanta desgracia, encontramos el uno en el otro el calor y el cariño que tanto necesitábamos. 
Yo me quedé perplejo al entender el trasfondo de aquella inesperada revelación, mientras intentaba no mearme en mis pantalones, pero aquella historia era lo suficientemente interesante como para dejarla así, en plena calle y sin un final que le diera sentido. Así que le volví a preguntar a aquel desconocido, ya más por morbo que por otra cosa.
—¿Te estabas beneficiando a tu suegra? —le dije abriendo mis ojos de par en par para trasmitirle mi estupor.
—Sí, Agustín, desde la misma noche que enterramos a Ramona, mi suegra vino a mi cama y me dijo que estaba harta de dormir sola, y sin dejarme tiempo a reacionar se metió en mi cama, y ya te puedes imaginar… En realidad yo no tenía intención de nada, pero me abracé a ella en busca de consuelo y lo encontré. Nadie sabe esto excepto tú, Agustin. Te lo he contado porque desde chico he confiado plenamente en ti —me confesó.
—Y ahora: ¿adónde vas? —le pregunté al desconocido, con mi vejiga a punto de estallar.
—A la óptica. Ayer perdí mis gafas y no veo a tres en un burro. Tengo más de diez dioptrias en cada ojo…
Y justo cuando lo entendí todo, me meé. 


6 comentarios:

  1. Me he reído mucho.
    Conozco esa sensación de que te puede más el chisme que la necesidad ja ja ja.
    Estamos muy perdidos eeeh!
    La verdad entro poco a los blogs, todavía ando en recuperación.
    Besitos

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  2. Un cachondo saludo, Pepe de Murcia.

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  3. Familia de cuatro, tres que se mueren, dos que se encuentran y una confidencia que termina en meada.
    Me ha gustado mucho el relato.

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  4. Gracias por escribir de nuevo, me has hecho reír mucho, iba en el autobús y seguramente los demás se preguntaban ¿de que se reirá esa loca?

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  5. Te pasa de todo jajaja. Saludos.

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  6. Muy bueno. Grato volver a leerte.
    Un abrazo. carlos

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