viernes, 27 de diciembre de 2024

lunes, 16 de diciembre de 2024

Las lágrimas de la churrera

Mientras la tradicional masa se fríe en aceite hirviendo la mente de la churrera, tal vez miméticamente, también hierve. Hierve pensando en el incierto futuro de sus hijos. Hierve preocupada por la salud de su madre. Hierve agobiada por la ludopatía de su esposo que los está llevando a la ruina... Los churros ya no se venden como antes: los impuestos, la subida imparable de las materias primas, sobre todo del aceite, las dietas y la dichosa vida saludable. La gente ya no quiere hacer cola para comprar churros. Todo eso hierve en su cabeza... La churrera da la vuelta a su rueda de churros intentando, mentalmente, dar la vuelta a su desdichada situación. Piensa, cada vez de manera más recurrente, en dedicarse a la limpieza de oficinas, en cambiar de vida, en separarse de su marido al que ya no soporta ni un día más. Los churros ya están en su punto. Cruzando los palos, y haciendo un enérgico gesto que ha repetido miles de veces, saca los churros del aceite, los deposita sobre una rejilla metálica, y procede a cortarlos. -¿Cúantos quería usted? -pregunta a un señor que hace años que peina canas. -Quería solo dos euros -le responde. La churrera corta, milimétricamente, con la intención de sacar algún churro adicional a cada rueda, buscando con ello ganar un poquito más. -¡Tú barre siempre para la casa! -le aconsejaba su madre, que también fue churrera antes de jubilarse, y traspasarle el puesto a la hija. -¿Y cuántos quería usted, buen hombre? -le pregunta a un señor que, de tan bajito, obliga a la churrera a asomarse por encima del mostrador. -Yo quiero tres eurillos. Me pone dos en un cartucho y el resto en otro, que son para mi suegra -le requiere el cliente. Tras servir a los dos clientes, de nuevo se queda sola en el puesto. El aceite humea y le baja el fuego. El frio arrecia. Un gato negro cruza la carretera maullando su mal fario. La mujer pone la radio y en su emisora favorita suenan los Bee Gees. Inesperadamente, las lágrimas brotan de sus ojos y una de ellas se precipita sobre el aceite. Al observarlo, masculla entre dientes: ¡Se acabó!, no pienso freír más lágrimas.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

Soy un llorón

Hay dos cosas que me caracterizan: la eterna sonrisa y la lágrima fácil. Lo sé, lo mío es para acostarse en el diván y hacer terapia a mansalva. Sonrío y lloro con la misma facilidad con la que un ultra, de lo que sea, se caga en tus muertos, o en los míos. Vivimos en una eterna y cansina confrontación sin darnos cuenta de que eso no nos conduce a nada bueno. O sin querer ver la dimensión del riesgo que estamos asumiendo. Recuerdo cuando hace catorce o quince años fui a Colombia a trabajar. Allí, en la Plaza de Bolívar, a pocos días de unas elecciones generales, un grupo de niños, acompañados de sus maestros, enarbolaban una bandera de Colombia, y respondían ante las preguntas de sus maestros: -¿Qué le pedimos al gobierno? y los niños gritaban emocionados: ¡PAZ! -¿Qué le pedimos a las FARC? y los alumnos gritaban desgañitándose: ¡PAZ! -¿Qué le pedimos a los paramilitares?: y todos chillaban como si se acabara el mundo: ¡PAZ! -¿Mis niños, qué le pedimos a los narcos? -¡PAZ, PAZ, y PAZ! Y yo como soy llorón por naturaleza, lloraba a moco tendido, en aquella momumental plaza, mientras mi cuerpo era recorrido por un tremendo escalofrío y todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo se erizaban. Hoy, tantos años después, en mi cabeza, siguen retumbando las voces inocentes de esos niños colombianos pidiendo PAZ. Pienso, en la distancia, y con el paso de los años, en la lucha inmensa y admirable de esos maestros por seguir insuflando ilusión en los niños de un país acosado por las guerras y los intereses más espurios. ¿Qué será de aquellos niños? ¿Habrán perdido ya toda esperanza de alcanzar la paz? ¿Y qué será de nosotros? ¿Hasta cuando tendremos paz?