Me he preguntado mil veces cuándo surgió mi pasión por el arte. Por mucho que lo pienso, aunque encuentre algunas respuestas a ese acercamiento apasionado hacia las diferentes formas de expresión que humildemente utilizo, no tengo muy claro cuándo se produjo en mí ese punto de partida.
Pronto me dí cuenta -y aún me sigo dando- de mis enormes limitaciones técnicas, que siempre intento minimizar, aportando mayores dosis de creatividad, esfuerzo y ,sobre todo, de mucha observación reflexiva. No busco tanto modelos que imitar como modelos que entender. Siento mucha inclinación hacia lo mínimo y lo conceptual. Me gusta la semejanza y la alegoría. Disfruto conquistando el espacio vacío de una sala, llenándola con mi obra. Ocupándola mediante los volúmenes de mis esculturas y la sutileza de mis collages. La ubicación de las piezas es fundamental para que éstas se observen desde el equilibrio y la relajación. El trabajo del montaje y la preparación de cada exposición son para mí momentos irrepetibles. Todo el trabajo indiviual de decenas de obras puede irse al traste por un mal planteamiento expositivo.
Me encanta el diálogo que se produce entre cada obra y el espectador. De hecho, en mis exposiciones me gusta situarme entre los visitantes -cuando estos no me conocen- para escuchar sus comentarios. Cada espectador actúa de juez, emite su juicio de valor en base a su propio bagaje cultural. Acepto, como no podría ser de otra forma, todas las opiniones, pero he de reconocer que siempre me interesan más las críticas que las adulaciones.
Realmente creo que intenté ser artista el día que abrí un armario viejo, metí mis miedos dentro y cerré la puerta con llave.
Lo demás es puro atrevimiento.
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