Hoy un gran pájaro blanco con el logo de Air Berlín, me ha regurgitado como una egragrópila recubierta de ansiedades en el aeropuerto de Düsseldorf. La tarde esta ideal. Un sol resplandeciente convierte en bellos las decenas de agujeros que salpican la ciudad con unas obras que deben ser para la construcción de una línea de metro, pero que recuerdan a las oquedades que provocan las bombas que caen sobre Bengasi, pero sin vísceras. Las calles se aprecian bulliciosas, porque mi deambular coincide con la salida de los trabajos y el cierre de los comercios. Aquí a las siete de la tarde cierra todo. Excepto los sex shop. Mi hotel esta rodeado de ellos. Penes de todos los colores y tamaños adornan los escaparates, ante la mirada deseosa de unos y la pasividad de otros. En uno de ellos, una muñeca de plástico parece aburrida por estar todo el tiempo con la boca abierta. Trajes de cuero negro con remaches metálicos y fustas para los amantes de la dominación. Películas, aceites, bolas chinas y vaginas vibradoras, completan una extraordinaria oferta para llevar al placer a terrenos vertiginosos o hacía la más burda rutina consumista.
El caminar me lleva inconscientemente del palacio del placer al palacio de la ostentación, Louis Vuitton, Chanel, Valentino, Versace, Escada, joyas de Cartier, Bulgari, Tiffany, Graff... Abrumado por esta otra pornografía del lujo y por sus precios, tomo aire sobre el puente de un canal, sin patos ni cisnes, en cuya esquina se luce una fuente escultural de bronce que representa a una mujer arrojando agua a un niño con un jarrón. El pequeño bebe y se baña eternamente o hasta que corten el agua.
En tan solo media hora la ciudad se ha relajado. Sus calles han comenzado literalmente a engrandecerse ante la vertiginosa ausencia de peatones y ciclistas. Los tranvías suben y bajan, algunos modernos y otros más antiguos, en una simbiosis perfectamente calibrada. Miles de árboles, en los paseos, todavía se muestran reacios a aceptar la llegada de la primavera, mientras otros, contradictoriamente, ya presumen de unas delicadas y olorosas flores blancas. Blancas como el vestido de esta modelo de plástico que se luce encerrada en el escaparate de Zara en el centro de la ciudad. Me atrajo enormemente la contemplación de esa maniquí, su sutileza, su marcado estilo adaptado a la estética teutona. Quizás, las maniquíes me entristecen. Me recuerdan a las princesas tristes y melancólicas de los cuentos de Andersen o los hermanos Grimm que nos leían o leíamos de pequeños. Trasladan mi imaginación, sin saber por qué, a sueños congelados, a vidas secuestradas o sin vivir.
Quizás, nuestras vidas, no sean muy distintas que la de esta sútil muñeca de plástico, tan solo que nosotros la pasamos dotados de móvilidad.
Quizas amigo somos como la maniqui sentada en el suelo a la espera de una sismo, un cataclismo que nos saque de ese mundo somnoliento en el que muchas veces vivimos.
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