Cuando amanece un día como hoy, donde el sol se asoma radiante por las cristaleras, los pájaros cantan apretujados sobre los cables de la luz y mi mujer duerme plácidamente, yo desayuno un rico café con leche y miel acompañado de mi hija. Es entonces cuando siento que la vida se para, me inunda y me reconforta, devolviéndome, en esas pequeñas cosas, todo el esfuerzo que derrocho para salir adelante.
Sin embargo, a escasos cientos de kilómetros de aquí, se libran batallas de poder a fuerza de cañonazos y sangre de pobres. Algunos miles de kilómetros más allá se lucha por sobrevivir a un Tsunami y se brinda una batalla invisible contra la radioactividad. En cualquier rincón del mundo la vida cuesta mucho menos que una bala, un golpe de machete o una religiosa lluvia de piedras.
En la prensa, el Madrid le ganó al Atlético pese a la lucha de Agüero. Los bancos se fusionan para tener más fuerza para desplumarnos, mientras los gobiernos les brindan subvenciones para que sigan limitando el préstamo a las familias y las pequeñas empresas agonizan a ritmo de comparsa de carnaval.
Pienso en lo bueno que sería que los ladrillos se pudieran comer como si fueran bizcochos o tabletas de turrón. Seríamos los más ricos del mundo. Pienso en dónde estarán, disfrutando de su proeza, los promotores reales de ese cambio de políticas de desarrollo que nos arrojó a los pies de los caballos del neoliberalismo salvaje y ahora no dan la cara, tal vez ocupados -como yo mismo- en la contemplación matinal de aves cantoras y luces tempranas.
Cuando amanece un día tan maravilloso como hoy, tan sólo me queda pensar, reflexionar... aunque nunca consigo llegar a ninguna conclusión. A lo sumo, reafirmarme en mi lucha. Debo sentirme afortunado por poder cada día empuñar el arma de mi conciencia y arrojarla contra la adversidad en un alarde de patriotismo o de inconsciencia. Quizás en un acto reflejo de supervivencia o de valentía, como cuando nos enseñaban en el colegio de pequeñitos la hazaña de Guzmán El Bueno, que, desde lo alto del torreón que defendía frente a los infieles, les arrojó su daga para que mataran a su propio hijo por no ceder al chantaje y no entregarles la plaza. Él quedó para la Historia como un héroe. Su hijo, tan sólo, como un muerto más.
Quizás, nuestra vida se resuma en algo tan simple como levantarnos cada día y tener la sencilla y acojonante capacidad de poner la otra mejilla.
Alguno de mis escasos lectores se preguntará que para qué escribí esto. No lo sé ni yo mismo, quizás a modo de desahogo por sentirme tan desafortunadamente afortunado.
Lo mío no es la filosofía, mejor sigo dedicándome a la contemplación.
Claro a la distancia tambien me siento afortunada de donde estoy y lo que estoy viviendo pero por otra parte consternada porque en otras partes del mundo se estan librando guerras que estan matando a mucha gente inocente que por sus autoridades en muchos casos corruptas se enquistaron en el poder y no quieren dejarlo, tanto les gusta ese poder, se olvidan de la gente que sobrevive a sus gobiernos.
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