Aunque el pulpo más famoso fue el pulpo Paul, por adivinar que la selección española de fútbol acabaría llevándose la Copa del Mundo de Sudáfrica, al que los españoles llamábamos amigablemente el pulpo Pol, tengo que decir que, en mi familia, haciendo muchos miles de pulpos al horno, nos ganábamos, en el Bar Josepe, una muy buena clientela y reputación.
En España, el pulpo se come de muchas maneras, especialmente a la gallega -cocido y aderezado con sal, aceite de oliva y pimentón- o la plancha en Canarias y en Murcia lo hacemos al horno y se vende por trozos a precio de oro.
El domingo pasado volví a prepararlo para mi familia. El cefalópodo pesaba congelado como seis kilos y costó, comprándolo barato, alrededor de cincuenta euros.
Lo lavé a conciencia, lo puse en su llanda, le añadí un poquito de agua, unas pizcas de sal gorda y un chorrito simbólico de aceite de oliva y lo metí al horno a 190ºC durante una hora y cuarenta y cinco minutos.
LLegado ese momento, lo vamos pinchando con un mondadiente y, si del agujerito que hacemos, no sale agua, y al pulpo lo vemos bien tostadito, es que ya está en su punto ideal. Si aún sale agua, lo dejaremos hornear un ratito más.
De esta manera tan tonta, he desvelado el secreto mejor guardado de mi familia. No sé si me lo perdonarán. Todavía habrá, después de leer esto, gente incrédula que diga que no es posible que algo que se prepara de manera tan sencilla esté tan rico.
En ocasiones, las cosas más maravillosas son las más sencillas, aunque en este caso, para nuestra desgracia, no sean también las más baratas.
Les recomendaré, por último, que lo corten en trocitos de dos centímetros como máximo,y lo rieguen todo con limones de la huerta de Murcia.
Ni que decir tiene que quedé a la altura del mejor Chef.
Por cierto, el pulpo de mi cuñado Josiño, les tocó el culo a todas, como siempre, menudo cefalópodo está hecho.
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