Nunca me gustó demasiado el Bando de la Huerta. Los tumultos nunca fueron santo de mi devoción. Cuando íbamos a manifestarnos a favor de su conservación nadie nos acompañaba ni apoyaba, éramos cuatro gatos, pero luego, para vestirse de huertano y pasar el día comiendo y bebiendo como si se acabara el mundo al día siguiente, se apuntaba todo cristo. Me pareció siempre una actitud un tanto hipócrita. Pero las fiestas son las fiestas. La gente no está nunca para defender nada, pero si para beberse hasta el agua de los floreros y salir a la calle a lucir palmito.
Cuando me llevan a rastras, quizás por el bullicio y el jolgorio, me quedo como aturdido y lo veo todo a cámara lenta. Pasar entre medias de 400.000 personas vestidas de huertanos, con esos trajes tan coloristas, no es tarea fácil: es toda una proeza, sobre todo porque, de vez en cuando, el hedor de algún sobaquillo te quita el sentido de la orientación, y perder la orientación en una ciudad sitiada no es muy recomendable.
Los accidentes, trifulcas, vómitos, hurtos, indigestiones y desmayos ponen en jaque a los servicios de emergencia, que, haciendo alarde de sus ambulancias y sus sirenas, amenizan (más si cabe) para arriba y para abajo, el ambientazo del festejo.
Los jardines se engalanan aún a sabiendas de que, al día siguiente, estarán arrasados como si les hubiesen pasado por encima las huestes de Atila. Al sufrido y políticamente manipulado río Segura se le suelta un poco de agua para que parezca algo, como el que limpia la casa porque espera visita. El escenario del teatro del Bando de la ex-huerta se cuida a la perfección, como si nada pasará, como si nuestros políticos lo tuvieran todo atado y bien atado.
A lo lejos, fuera de todo ese bullicioso montaje queda la Huerta de Murcia, un ecosistema agrario heredado del Rey Lobo, un rey árabe que dominó un humedal inhóspito e insalubre y lo convirtió en un vergel que ha sido el motor económico y el sustento de millones de familias de murcianos durante siglos. Hoy esa ex-huerta languidece ante nuestros ojos, agoniza ante nuestros paisanos que hoy se visten de huertanos por un día, para ponerse hasta el moño de morcillas y montaditos de lomo, y que mañana nuevamente le darán la patada a su querida huerta, a la que realmente no quieren tanto, de la que pasan olímpicamente el resto del año, por la que nunca han hecho nada para conseguir su conservación y por la que la mayoría de ellos nunca hará absolutamente nada.
Aunque a los folcloristas más puristas no les gusta que se les diga que van disfrazados, yo les pediría que me explicaran en qué basan sus tesis para decirlo.
¡Qué bien nos hubieran venido esas 400.000 personas en las manifestaciones para conservar nuestra huerta! Quizás nos faltaron como reclamo 400.000 morcillas.
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