Siento hoy la cuesta más pronunciada que nunca. Mis piernas están destrozadas por los últimos días tan duros de trabajo que me he pegado. La bicicleta parece no avanzar. Unas negras nubes ya comienzan a descargar sus primeras gotas de lluvia, mientras que un ensordecedor trueno se adelanta a un rayo tan poderoso que ilumina todo el horizonte.
Efrén, mi hijo pequeño, llora asustado y su madre le tapa la cabecita con su rebozo, a la par que sujeta fuertemente mi cintura para sentirse más segura. Paco, mi otro hijo, por el contrario, va sentado en el manillar, contento de ver como las primeras gotas de lluvia impactan en su rostro y su playera del Cruz Azul comienza a empaparse.
Al pasar junto al viejo y abandonado palenque, desde que acaeciera la última balasera, otro enorme rayo ruge furioso y el agua comienza a caer más intensamente. Tengo serias dudas de que sea capaz de llevar a mi familia a nuestro jacalito sin que estemos todos bien calados hasta los huesos.
Cada pedalada me cuesta más. El agua corre por el piso, haciendo imposible nuestro avance. Apenas si consigo mantener la bici en pie. Paco ríe histéricamente mientras Efrén llora desconsolado. Mi esposa me pide, por favor, que me orille bajo un gran tule para intentar protegernos, aunque ya es demasiado tarde.
Una vez que bajamos de la bicicleta totalmente empapados, nos sentamos bajo el árbol, al borde del camino. Comprobamos, amargamente, como la bolsa de las tortillas que llevábamos para la cena se encuentra totalmente encharcada.
El agua sigue cayendo sin piedad. Todo el paisaje se ha convertido en una inmensa laguna. El camino es algo así como un río de aguas bravas que casi nos arrastra los pies.
Sentados en las piedras donde, habitualmente, la gente espera el autobús, destartalado y mugriento, que cubre el trayecto Chiapa de Corzo-Tuxtla, nos mojamos resignados a nuestra suerte, mientras mi esposa comienza a rezar entre dientes, pidiendo la Altísimo que cese la lluvia. Sé que lo hace porque sabe que en nuestro jacalito, como ha sucedido ya en otras ocasiones, no se salvará apenas nada de los estragos del agua. Nos tocará de nuevo empezar de cero, pero debiendo dinero en la tiendita, donde seguro que ya no nos darán fiado, y al padre de mi esposa, al que me cuesta mucho más llamar suegro, que pinche buey cabrón.
Mi esposa Ludy protege a nuestros hijos entre sus brazos. Tiritan de frío, de miedo y de pobres. Me pregunto en mis adentros:
-¿Los hijos de los ricos tiemblan?
-¡Yo creo que ni saben, buey!...
Al menos, ella atina a rezar, pero yo ni eso. No sé que hacer. No sé dónde ir. Me siento impotente. Tan sólo atino a estar sentado aquí, como un fantasma, como un alma en pena, como un pendejo -que es lo que soy- como un pendejo...
A lo lejos descubro una luces que se acercan y decido salir a pedir ayuda. Al acercarse compruebo que se trata de un lujoso carro, que hace caso omiso de mis peticiones. Al voltearme, decepcionado y abatido, una gran manta de agua, provocada por el paso del vehículo, me cubre totalmente, cayendo, también, encima de mi familia. Encabronado, corro tras el carro, lanzando todo tipo de insultos y maleficios contra el desconocido chófer, hasta que, ya sin fuerzas, me dejo caer derrotado.
Con el agua cubriendo casi todo mi cuerpo, con mi cara a ras del piso, lleno de barro, tomo la decisión que quizás debería haber tomado mucho antes: mañana saldré de aquí, sea donde sea, por mucho que me pidan los coyotes. Si he de morir humillado, prefiero que sea donde mis hijos nunca puedan verlo.
NOTA:
Este relato pertenece a mi primer libro Vidas Ordinarias, que escribí y publiqué en el año 2007. Quizás este año, con un poco de suerte y esfuerzo, lo vuelva a reeditar.
la genialidad es algo que jamas improvisas
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