viernes, 21 de agosto de 2020

De vacaciones en Mercadona

La verdad es que estamos disfrutando, o sufriendo, según se mire, de un verano excepcional bastante difícil de definir. Si se lo tuviéramos que explicar a un marciano, cosa por otra parte muy poco probable, con toda seguridad el extraterrestre no lo entendería, así qué, si se encuentran con alguno, ahorrense la explicación y refugiense en un Mercadona. A mí lo del Mercadona, en contra de todo pronóstico, es lo que mejor me ha funcionado este verano. De hecho, he veraneado en uno nuevo que hay cerca de aquí. Sé que no es como el Caribe, ni la Costa Brava, ni como el Algarve portugués, pero mola un montón. A ver cómo se lo explico a ustedes para que me entiendan y no me tomen por loco. Fue improvisado, todo hay que decirlo. Yo esperaba que todo esto amainara y poder conseguir alguna ganga de última hora, pero nones. Resignado, cabizbajo, afligido, podría incluso decir que derrotado, bajé a Mercadona. A fuera del local caían a plomo 42 grados centígrados, dentro de él 24. Una jovencita iba con el bikini puesto bajo un blusón largo semitransparente. Siempre he sido mucho de transparencias. De hecho, tengo una colección exclusiva de calzoncillos Calvin Klein que compré en un mercadillo con unas transparencias muy interesantes. Por cinco euros me dieron seis y me regalaron un peine. El peine no me sirvió de mucho porque estoy calvorota. La cuestión es que yo estaba allí. Pasé por los congelados. Estuve obnubilado durante no sé cuánto tiempo eligiendo no sé qué helados que no llegué a comprar. La temperatura me bajó radicalmente pero, al cambiar de pasillo en busca de más papel higiénico, y volver a cruzarme con la chica del bikini, la temperatura me volvió a subir. Luego, una señora entrada en años, y en carnes, y en escote, me preguntó que si me ocurría algo. Le dije que me encontraba un poco aturdido debido a un conato de golpe de calor. Ella me recomendó que metiera la cabeza en el refrigerador de los yogueres y yo, de manera inconsciente, o plenamente consciente, miré a su escote. —Ahí no, picarón… me dijo sonriente y guiñándome un ojo. Así qué, interpretando los mensajes subliminales de la jovencita y de la más madurita, tomé la decisión. Les explicaré. Me organicé de la siguiente manera: por las mañanas bajaría de doce a dos, y por las tardes de seis a ocho. Cuatro horas al día, a 24 grados, durante toda una semana, haciendo deporte en un Mercadona, y alternando con una abundante y variada clientela femenina, me auguraban un verano de ensueño y, lo que es mejor aún: low cost. El primer día de mis merecidas vacaciones en Mercadona ligué con una viuda a la que ayudé a llevar su compra a casa. Por el camino, le hablé de mis dotes de cocinero: de mi tortilla de patatas, de mi ternera en salsa, de mi pulpo al horno, de tal manera que la señora me invitó a demostrarle mi versión de la tortilla de patatas. Confiada, me dejó en la cocina y fue a quitarse la calor. La calor y la ropa… no me dio ni tiempo a cuajar la tortilla. La señora debía de traer tanta hambre atrasada que ni ganas de comer tenía. El segundo día me convertí en héroe por accidente. Yo estaba haciendo mi recorrido por el pasillo de las bebidas cuando vi a un carterista intentando sustraer el bolso a una pobre anciana. Rápidamente, di aviso al encargado y éste, sigiloso, se acercó al tipo y le susurró algo al oído. No sé que le pudo decir, pero el chorizo salió del supermercado como el que se quita avispas del culo. El tercer día fue más aburrido y tan solo disfruté de cuatro horas aclimatadas, gracias a la conocida generosidad y del gran sentido del altruismo del señor Juan Roig. El cuarto día me encontré en el suelo un billete de cincuenta euros y, qué quieren que les diga, me fui al supermercado del pueblo a gastármelos a tutiplén. Yo en Mercadona tan solo compro el papel higiénico. He de reconocer que soy adicto a su papel higiénico. Lo que no sé es eso de Bosque Verde a qué viene si el papel es blanco, pero se lo perdono porque todos tenemos nuestras contradicciones y yo el que más. El quinto día fue el mejor. Una preciosa mujer me preguntó si sabía adónde encontrar el cloro para las piscinas. Como no podía ser de otra forma, le dije que sí. —Soy monitor de natación, de waterpolo, y de natación sincronizada, así que algo sé de piscinas —le planteé. —Pues sabe qué le digo, necesitaría unas clases de todo eso —me dijo muy ansiosa. —Sin problemas. Tengo tiempo y las cobro a 30 la hora —le expliqué. —Me acaban de instalar la piscina y aún no sé mucho de esos temas. ¿Me podría acompañar a mi casa? —me propuso. Yo estaba seguro de mí mismo y de mi mecanismo. Llevaba uno de mis calzoncillos con transparencias de Calvin Klein. Me acababa de duchar, de cortar las uñas de los pies y de lavarme los dientes. Ella me invitó a subir a su coche. Menos mal porque el mío lo tuve que malvender hace seis meses. Su casa estaba en las afueras. Era una casa baja, cerrada con un gran muro con alambradas en lo alto, lo que le otorgaba a la casa una cierta apariencia de campo de concentración. Me temí lo peor, pero hace meses que estoy en el paro, no tengo ahorros, ni coche, ni nada más que vender por wallapop, y treinta a la hora, amigos míos, son treinta a la hora. —Pasa, pasa por aquí, dijo la rubia, con un tono de voz que me resultó inquietante. Y yo pasé. El pasillo era tan largo como la lista de mis deudas. Llegamos a un patio interior en el que tan solo había una pequeña piscina hinchable de 2 x 2. —Esta es la piscina. Espere aquí mientras voy a cambiarme —me dijo mirándome con una mirada etrusca. Cerró la puerta del patio y de pronto sentí el palpito de que algo no iba bien. El patio me pareció claustrofóbico. Sus muros eran altísimos y las alambradas me dieron miedo. —¿Qué narices hago aquí? —me pregunté. A lo que rápidamente respondí mentalmente —vengo a por mis primeros 30 eurazos; con unas cuantas lecciones de natación minimalista haré mi agosto —pensé. Cuando se abrió la puerta me quedé tan etrusco como una estatua de mármol etrusca, suponiendo que los etruscos usaran el mármol con fines escultóricos. La rubia, pesé a lo que yo pensaba, sí era una rubia peligrosa. Peligrosa de cojones… Llevaba un traje de látex de color negro, un antifaz de tigresa, unas botas negras de vértigo y un látigo ideal para echar a los invitados e intimidar a los inspectores de Hacienda. —¡Tírate a la piscina y nada! —me exigió con una voz que parecía una psicofonía. Joder sí me tiré. Me tiré como me llamo Rodolfo. —Nada cachorrito. Nada como tú sabes —dijo mientras daba latigazos en el suelo que retumbaban en aquel patio como en sensurround. —Y qué quieren que les diga, yo estaba acojonado, pero simulaba la natación en crol para darle en el gusto a mi alumna. —Ahora de espaldas —me exigió. Así que sin rechistar, me volteé y ella se subió encima de mí, mientras el agua se desbordaba de aquella ridícula piscina para remojar bebés. —¿Te gusta la fiesta, Tarzán? —me preguntó. —Hubiera preferido quitarme la ropa —le respondí. —No bonito. Aquí mando yo. ¡Sal de la piscina! —me exigió con contundencia. Y yo, chorreando de agua, salí. —Agáchate, ahora eres un perro. ¡Ladra, perrito, ladra! —me ordenó. Me envalentoné y le dije que esto le iba a costar más caro. —Ladra y calla, inútil. Tengo dinero para trabajar mientras viva, así que por eso no te preocupes. ¡Ladra más fuerte! —me dijo la muy canalla. Y yo ladré y ladré. Moví la colita. Meé levantando la pierna en una esquina del patio y recibí dos o tres docenas de latigazos. Cuándo la rubia de látex de mirada etrusca tuvo bastante, me soltó un billete de 50 y me puso de patitas en la calle. Tuve que andar hora y media con la ropa empapada lo que me provocó severas rozaduras en la zona inguinal. El sexto día intimé con una cajera que estaba de bajón. Su marido se había liado con el fontanero. Ella nunca pensó que él sintiera atracción por los hombres, pero le parecía un poco raro que el susodicho durmiera desde la noche de bodas en el cuarto de invitados. Yo le dije, para su consuelo, que cuando no hay niños las separaciones son menos dolorosas. Y de paso que le aceptaba una invitación a una cerveza para charlar de este mundo y del otro. Ella me dijo que sí. —Un clavo saca a otro clavo —me aseguró. —Yo no entiendo mucho de herramientas, de hecho, he sentido ataques de pánico en Leroy Merlin —le confesé. —¿Y te dan miedo o alergia las mujeres? —No, pero no me va mucho el látex. Por lo demás todo bien —le aseguré. —¿Te gusta dormir con las mujeres? —me preguntó sin miramientos. —De una en una, sin problemas. No doy para mucho… El séptimo día no salí de la cama de la cajera. Como ven, Mercadona ha cambiado mi vida. Ahora me siento algo menos desdichado y vivo con Manuela. Tan solo me exige que duerma con ella y que haga las faenas de la casa. No quiere que busque trabajo, dice me quiere solo para ella. Gotea un poco el grifo de la ducha pero ha dicho que ella misma lo arreglará. Sé que mis vacaciones, comparadas con las que veo de mis conocidos por el Facebook, no han sido gran cosa, pero, no me avergüenzo al decir que han sido unas de las mejores de mi vida.

5 comentarios:

  1. Vacaciones muy variadas de actividad, aventuras y suspenso que has logrado :)
    Saludos.

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  2. Para comprarles solamente el papel higiénico, hay que ver el juego que te da a ti Mercadona. A mí, que hasta los helados les compro, ni la mitad de la mitad. Debe ser que tus encantos y los míos no son los mismos.

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  3. Estupendas vacaciones por lo que nos cuentas. Ya quisiera más de uno vivir algo semejante.

    Saludos,

    J.

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  4. Menudas vacaciones, con mucho para elegir. Un beso.

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