viernes, 5 de septiembre de 2014

Falsa alarma


La plaza está abarrotada de gente. Yo también espero, sudando a mares, la muerte del General verde oliva. La goma de la suela de mis desgastadas zapatillas se pega como un cicle en el asfalto. A mi alrededor se huele a humanidad retestinada. Espero la necrológica sin desearle nada malo a ese señor, ni a otros de los señores de su vieja escuela, y su misma uniformidad, que tanto nos iban a dar y que tan poco nos dieron. Sin acritud. Sin rencor. Sin miedos. Pero con mucha ansiedad. 
La muerte del General no sólo la espero yo. Ese hombre ya ha vivido demasiado, se ha equivocado demasiado, y ha mandado demasiado. Son millones, las personas en todo el mundo, y miles en esta plaza, las que anhelamos ese último suspiro; ese último hálito de vida que desencadene una ola de transformaciones y, de una vez por todas, nos acerque a nuestra postergada y merecida libertad.
Y cuando esa muerte se produzca, espontáneamente, los bailes y las músicas inundarán, con toda seguridad, las calles y las plazas de todos los pueblos, dando paso, de ese modo, a una nueva y verdadera revolución. Sonarán los claxon de coches antediluvianos que aún funcionan por la inercia y la creatividad de sus propietarios. Se reconstruirán millones de sueños rotos. Dará comienzo el retorno de miles y miles de exiliados que nos colmaran de abrazos, y nos vaciaran sus maletas cargadas de futuro, de aire fresco, y de ideas innovadoras.
Con muchas dudas, y vigilando de reojo a los capitanes verde oliva, y a los tenientes verde oliva, y a los sargentos verde oliva, y a los cabos verde oliva, y a espías verdes oliva camuflados entre nuestra, para ellos, indeseable marea humana, esperamos que se produzca tan inevitable y esperado desenlace.
Sobre los tejados observamos, estupefactos, como numerosos soldados verde oliva van tomando posiciones. Los teléfonos celulares, en este preciso instante, han dejado sospechosamente de funcionar. Los valientes que nos hemos congregado pacíficamente a la espera de noticias, nos quedamos incomunicados en la plaza y rodeados de milicos verde oliva que nos miran con cara de pocos amigos, mientras acarician el gatillo de sus obsoletas armas de origen soviético como si fuera la suave barbilla de un orondo bebé.
El calor va creciendo al mismo ritmo que nuestra desinformación y nuestro desconcierto. Aumenta la tensión. Las bocas se amargan. Ellos sudan y nosotros más. Se oye un primer disparo. Su eco resuena en toda la plaza y, como una ola, se adentra por las callejuelas aledañas. Comienzan los gritos y las carreras. Suenan más disparos. Nos lanzan agua a presión que nos cala, como una lluvia de odio, hasta los huesos. Se producen caídas. Cargas de caballería verde oliva. Suenan sirenas ensordecedoras. Detenciones. Porrazos. Estampida.
Al parecer, ha sido otra falsa alarma. El General, echándonos un nuevo pulso, sigue desafiando al tiempo. Nosotros, mientras esperamos su gloriosa caída, nos vamos pudriendo poco a poco. Siempre ha sido un tipo duro este General verde oliva. Un cabronazo bien duro. 
Hoy, nuevamente, me toca huir, pero un día, no muy lejano, iré con gusto a visitar a su acartonada momia. 

2 comentarios:

  1. Me has puesto en alarma por ese verde oliva, acá el verde militar...que no acabará con todos los deseos desempolvados de una revolución cultural.

    También el sudor es inevitable cuando sube el calor en las aceras.

    Saludos.

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    1. Es una historia extraña esta que he parido hoy, Bea, cargada de uniformes, armas y frustraciones. Sin duda, ha sido un parto con dolor.

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