martes, 16 de septiembre de 2014

Ushuaia


Me ha pasado varias veces que, aún estando despierto, sueño que transito por las carreteras infinitas de Argentina, con un viejo mapa de carreteras en la mano, y que me encuentro perdido en la ruta tres. No estoy seguro, pero creo que esa ruta conduce a Tierra de Fuego. Quizás, ese sueño sea la consecuencia de mi eterno deseo por visitar Ushuaia, desde qué, a mis quince años, un odontólogo argentino que trabajaba en una clínica dental frente al Bar Josepe, me regalara, después de leerlo de punta a rabo, un ejemplar del diario Clarín, y me metiera hasta en los huesos la ilusión por alcanzar, algún día, el fin del mundo.
En realidad no fue el dentista. El culpable fue un señor, cuyo nombre ya no alcanzo a recordar, que escribió una maravillosa carta al director de ese diario reclamando mayor protección medioambiental para aquellas incomparables tierras heladas.
La ley de Argentina obliga u obligaba a identificar los datos completos, incluyendo dirección postal, de los lectores que publican opiniones y, gracias a esa norma, conseguí la dirección de ese señor con el que, tras la lectura de su misiva, me sentí plenamente identificado. Ni que decir tiene que por aquella época, no habían ni ordenadores, ni Facebook, ni nada de eso. 
Llevado por la inocencia y la energía de mi adolescencia le mande una carta, no sé ni en qué términos, pero la cuestión es que ese acto impulsivo propició una relación epistolar que a mi me resultaba maravillosa. Curiosamente, él sentía tanta pasión por el Mediterráneo como yo por el Antártico, así que, por un tiempo, nos intercambiamos pasiones ambientales a golpe de correo.
Hasta que un día sus cartas dejaron de llegar con la periodicidad mensual con la que habitualmente lo hacían. Pasó un mes y otro mes, y mis expediciones al buzón eran tan estériles como una mina de mercurio abandonada. Incluso, en algún momento, llegué a pensar que alguno de mis comentarios habría podido ofenderle. Mi cabeza de quinceañero no encontraba razón aparente para aquel silencio que me parecía un inmerecido castigo.
Hasta que un día, algunos meses después, recibí una carta.
Era el mismo sobre de correo aéreo. Con sus ribetes azules y rojos. Con un sello precioso de la República Argentina en el que aparecía un oso polar en primer término, y un barco rodeado de hielo al fondo.
El nombre del remitente me era totalmente desconocido. De hecho, para mi confusión, era una mujer la que usurpaba el lugar de mi apreciado colega ecologista. Sin embargo, el remite llevaba la misma dirección que la de mi idealizado amigo. Sin más preámbulo, abrí la carta y, al hacerlo, el frío del Antártico, en apenas un instante, recorrió mis venas.
"Apreciado José: siento decirle que mi marido ha muerto. Le escribo para que sepa que, en sus últimos días, fue muy feliz compartiendo con usted esas maravillosas cartas y estoy segura de que, de haberle dado tiempo, a él le hubiera gustado despedirse de usted. Aquí en Ushuaia, al otro lado del mundo, tiene a una amiga para siempre.
Un abrazo.
Sofía."
Y mis lágrimas se convirtieron en hielo y mi buzón en un iglú.

4 comentarios:

  1. Que hermoso! Sin duda Tierra del Fuego es una de las miles de maravillas que tiene mi país para ofrecer. Me emociono mucho tu relato. Un afectuoso saludo, S.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias S, qué lindo que siendo de allá, te hayas emocionado.
      Un abrazo.

      Eliminar