domingo, 26 de abril de 2015

Mi canario amarillo


Cuando se marchó mi abuela, a vivir con mi tía Carmen, nos dejó en el patio de la cocina a su canario amarillo. Los que se marchan siempre nos dejan algo en prenda.
El canario se llamaba Titi, así le había bautizado mi hermana cuando nos lo regaló mi tío Mariano, que vivía en la huerta, y tenía todo tipo de animales. El canario aceptaba su nombre sin complejos y, al parecer, con denodado entusiasmo. Cantaba de maravilla. Era el Plácido Domingo de los canarios del barrio obrero en el que nos criamos. Su sonido embellecía aquel patio de luces horrible en el que tendíamos la ropa. Las bragas de mi abuela eran las más grandes del vecindario lo que yo interpretaba como una prueba inequívoca de su autoridad. Titi fue la parte esencial y delicada de la banda sonora de nuestra infancia. El lado opuesto lo formaban las zapatillas voladoras de mi abuela ante las travesuras de mi hermana y las mías. Su plumaje amarillo chillón tan sólo estaba matizado por alguna pluma blanca en sus inútiles alas. Gustaba del alpiste, de la lechuga, de trocitos de manzana y de agua fresca. Su dieta era tan limitada como su jaula. Sin embargo, él se mostraba feliz y nos obsequiaba con grandes conciertos de viento, en los que hacía alarde de unos amplios conocimientos psicomusicales que, con toda seguridad, formaban parte de su información genética ya que nunca lo llevamos al conservatorio ni al psicólogo. Por aquel entonces no habían psicólogos ni para los niños ni mucho menos para las mascotas. Su musicalidad era algo tan innato como su frágil belleza. 
Nuestra abuela nos dejó musicalizados antes de marcharse. Nos legó a su canario como un colchón con el que amortiguar su ausencia. Desconozco las razones por las que nuestra abuela decidió, de un día para otro, ese cambio domiciliario, pero, por desgracia, sí sé la forma en la que nuestro querido Titi nos dejó para siempre. 
Era verano y nos disponíamos a pasar dos meses y medio en la playa. Aquello sí que eran vacaciones y no las de ahora. Íbamos todos en el coche, cargados de equipaje, y Titi cantando, emocionado de alegría, en su jaula. Mi padre se empeñó en comprar la comida más barata en uno de los grandes supermercados que, por aquella época, comenzaba a llegar a España de la mano de las grandes distribuidoras francesas. Bajamos todos, cada uno pensando en las cosas que más nos apetecía comer. Aquellos pasillos eran eternos. Millones de artículos a precios bajos. Nada que ver con la escueta oferta de la tienda de la esquina de nuestra casa, y que, a la postre, a los pocos años, acabó sucumbiendo ante el envite comercial de los gabachos. Llenamos dos carros enormes después de más de hora y media de orgía consumista, en la que para ahorrar gastábamos el doble.
Al llegar al coche, nuestro Titi, ese canario tenor envidia del vecindario y herencia de nuestra abuela tránsfuga, yacía tieso, como un pollo asado, a los pies de su jaula de oro. 
Aquellas vacaciones del setenta y cinco no fueron como las anteriores. La ausencia de nuestra abuela, y la de su canario amarillo, marcaron una tendencia de nostalgia y callada frustración que, en cierta medida, ya nos acompañaría para siempre.

2 comentarios:

  1. Que hermosos recuerdos de la infancia.... Esos recuerdos atrapan por siempre en la vida de las personas. Muy bonito relato!!

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  2. Yo tambien tuve canarios y varios aficion de mi padre...yo al verlos siempre en sus jaulas, triste me ponía y me pasaba largo ratos viendolos, no sabia como podían vivir en tan minusculo apartemos...aunque tuvieran de todo..de todo lo que tu bien dices consumen...un día decidí abrir jaulas y pronto volaron por la casa por la ventana... y aunque temía la bofetada(parte de la enseñanza d aquellos años) de mi padre...peor fue ver que los pájaros a su jaulas volvían... Eran felices en sus cárceles de alambres y encima regalaban dulces'' tronios''..a mi pasó el tiempo y eso no se me olvido...Besos

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