martes, 24 de noviembre de 2015

Hacia la luz, siempre hacia la luz


Caminaba Etgar. Solo. No había querido contar con nadie. Implicar a nadie. Arriesgar a nadie. Caminaba y silbaba. Silbar le atenuaba el miedo, aunque su silbido era interior y no salía sonido alguno de su boca. Etgar caminaba, silbaba, y sentía un pánico tan profundo que le helaba hasta los huesos. A lo lejos ladraban los perros. Los mismos perros, tal vez, que ladraban en todas sus pesadillas. El frío era mucho. La noche infinitamente oscura. El ambiente húmedo y lúgubre. Y Etgar caminaba como alma en pena, errático, débil, inseguro, pero de alguna manera sabía que no le quedaba otra opción. Todo estaba oscuro, frío, húmedo, pero esa luz, pese a estar en algún lugar muy lejano, era la única luz y, por tanto, representaba la única esperanza de continuar con vida. 
Su vida se helaba bajo la ropa. Las pulgas que sentía pulular por sus axilas, más que un problema, ahora le hacían compañía. La oscuridad de la noche le cegaba la razón, pero era su aliada. Su única aliada. El miedo ya hacía tiempo que formaba parte de él. Habitaba en él. La luz, esa mínima luz de esperanza, era todo lo que le mantenía en pie. Pero, en esa desesperada marcha sin retorno, ya no sentía los pies. Sus pies habían abandonado su condición de extremidades para convertirse en elementos insensibles, deformes, e inertes. Como recordaba los zancos de madera que llevaba su primo Amos, que de niño sufrió parálisis infantil. 
El lujo de estar vivo le estaba pasando factura. En ocasiones, la luz era tenue e intermitente. La intermitencia, con una cadencia indefinida, se alargaba de tal manera que Etgar perdía el rumbo. Un búho ululó varias veces advirtiendo de su presencia.
Retomar el camino era casi para él una misión imposible. Sin fuerzas, su vista se nublaba. Y, de repente, se sintió caer. La ladera estaba helada, recubierta de una fina capa de hielo aguado, que le empapaba su viejo y roído abrigo de prisionero. El hielo derretido salpicaba en su rostro mezclado con barro. La caída libre continuaba hacia la libertad, o hacia la muerte. Eso era lo de menos. Sus piernas por delante, sus brazos hacia atrás. Chillaba. Chillaba como cuando matan a un cerdo por San Martín. Chillaba y se orinaba en la caída. Se golpeó contra una roca. Su rodilla, destrozada, comenzó a sangrar. Lo supo porque sentía el cálido líquido cayendo por su espinilla, hasta empapar el calcetín e inundar su bota, si a aquello se le podía llamar bota. La caída continuó con un rotundo y peligroso cambio de postura. Ahora caía de espaldas, ladera abajo, en una caída hacía el fin de sus días. Hasta el fin de todo. Ya no había luz, ni norte, ni sur, ni futuro, ni gueto, ni nazis, ni nada. Pensó que nada había merecido la pena. Caía a la espera del golpe final, como tantas otras veces había esperado. Una rama le atravesó una nalga como una lanza atravesó el costado de Jesucristo en el monte Calvario. Pero él no se permitió el lujo de gritar. Tal vez ya no le quedaban gritos. O fue un grito congelado y mudo como en el cuadro de  Edvard Munch. El desgarro le hizo variar de posición y ahora caía de lado, dando volteretas, hasta que su cuerpo se sumergió en el agua más fría del planeta. Pensó, por un instante, que ese agua congelada era en realidad la muerte. La muerte -pensó-, es un río congelado que arrastra a los cuerpos hasta los confines del universo. Hacia la gran catarata que se tragaba a los barcos al pasar por Finisterre. Pero, pesé a todo, río abajo, flotaba y respiraba. Estaba vivo. Con el culo desgarrado. Su rodilla destrozada. Todo el cuerpo magullado. Delgado como un cadáver. Comido de piojos. Pero vivo. Río abajo, el caudal lo arrastraba por el centro del cauce y él se dejaba llevar como un tronco camino del aserradero. Por un instante, volvió a ver la luz. La luz se encontraba cada vez más cerca. Y más cerca. Y más cerca. 
Hasta que sintió como algo se enganchaba a su viejo y destrozado abrigo. Y luego sintió otro enganchón. Y otro. Y un señor gritaba desesperado desde la orilla del río, palabras incomprensibles pero cargadas de rabia.
Las cañas de pescar habían salido disparadas, excepto una. El pescador tiraba fuerte, para no perderla. Se aferraba a su caña como si hubiera enganchado al gran pez que todo pescador sueña, como en El viejo y el Mar, de Hemingway. El trofeo de su vida se batía en duelo, con una potera que le había enganchado de la manga del abrigo, y que se había convertido, inesperadamente, en la conexión con su salvación. La luz, esa luz tras la que andaba durante horas, era la que emanaba de la vieja y oxidada lámpara de gas del pescador. 
En un ultimo intento, tal vez con el último resuello que Etgar albergaba en su pecho, se impulsó hacia el tiro del anzuelo que lo arrastraba, y por lo tanto hacia la orilla. Sus pies notaron el cieno del fondo. La orilla estaba tan cerca como la luz. Notó pasos en el agua. Escuchó palabras en un idioma que le resultó familiar. Le estaban hablando en polaco, un idioma, que a sus oídos de judío checo huido de Auswiztch, le planteó muchas dudas. El anzuelo se había enganchado de la estrella amarilla que engalanaba su brazo. El pescador polaco, rápidamente se dio cuenta de todo y lo arrastró, con todas sus fuerzas, hacia afuera del agua. 
Etgar le habló en inglés, y nada. Le habló en checo, y tampoco. Le habló en ladino, y aún menos. 
El polaco, poniendo el dedo en vertical sobre sus labios, y emitiendo un shh muy prolongado y cómplice, le mando callar. Y mirándolo fijamente a los ojos, apagó la luz.

9 comentarios:

  1. Un relato emotivo, este hombre dormía con la misma muerte, cuando escapas a esa oscuridad, cualquier atisbo de luz, por tenue que sea, es suficiente para luchar , dicen que lo último que se pierde es la esperanza....

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  2. La historia y su triste ocurrir cuéntenla como la cuenten terminara apegada a los recuerdos de una cruenta guerra, sus victimas y victimarios, siendo una delicia encontrar en ella un relato con final feliz.

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  3. Las caidas , los golpes viles enseñanzas...
    Besitos y buena historia para no variar.

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  4. La injusta vida,te tira y te tira ,te aferras...quieres vivir, encontrar la luz ,abrazas la esperanza,pero tu destino es morir,que mejor que morir luchando.

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  5. La vida es injusta en ocasiones, pero cada caída es una oportunidad para levantarse…. Siempre habrá una luz para los que quieren seguirla. Que la esperanza y el ánimo no se apague nunca!!

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  6. Vaya anzuelo salvador. Me mantuvó atenta la secuencia de tu relato. A eso es a lo que me refiero. Seguro hay muchas historias ocurridas en aquellas terribles circunstancias que podrían ser contadas con ese ánimo descriptivo que nos regalas hoy.

    Sigue.

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  7. Infinitas gracias por vuestras palabras: Anuar, Mario, Josemi, Katherine, Inma, Maricruz, Cecilia, y Beatriz, esas palabras son el anzuelo que me salva.

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