miércoles, 25 de mayo de 2016

Barnes, un flamenco de la City


El señor Barnes, según me contaron los más viejos del lugar, era un tipo raro. Raro por sus atuendos. Raro por su aspecto destartalado. Raro por la extraña composición de su cara. Raro por su peculiar y atropellada forma de hablar.
Barnes, según todos los indicios, fue un valeroso Capitán de la Marina Real Británica. Tras su jubilación, se afincó en el Campo de Gibraltar acompañado, únicamente, por un guacamayo que había comprado en algún puerto de América del Sur, y que tan sólo decía: ¡putas, todas putas, putas! y por Thomas, su viejo cocinero, gordo como una vaca, cansado de dar vueltas por el mundo friendo fish and chips, enamorado del sur de España y del vino de Jerez. 
Barnes se aficionó al flamenco hasta tal punto de que tocaba la guitarra prodigiosamente ante la atónita mirada de los más puristas de la materia. Cuentan que no había noche en la que no montara un sarao en su casa. Alejado de la colonia británica, a la que criticaba por pasarse la vida jugando al fútbol, bebiendo cerveza, y por su habitual aislamiento frente a la población nativa; él , por el contrario, prefería vivir rodeado de gitanos de los que anhelaba extraer el purismo de su música, aprender de sus costumbres ancestrales indoeuropeas, y por qué no decirlo, por estar cerca de unas mujeres de belleza incomparable y por las que el anciano perdía la cabeza. 
Cuando vio bailar por primera vez a Isabel, la hija pequeña del patriarca, tuvo claro que sus últimos días de vida no iban a caer en balde. Fue entonces cuando tuvo la descabellada idea de formar un grupo de flamenco británico.
Dicho y hecho. Con Isabel como bailaora, un grupo de gitanos como músicos, el bueno de Thomas en el cajón, y el propio Barnes como primera guitarra, dieron la vuelta al mundo cosechando éxitos allí por dónde pasaban.
Tras la irrepetible gira mundial que se prolongó durante más de dos años, Barnes pidió la mano de la joven Isabel, que por aquel entonces contaba con poco más de veinte años, ante lo que el patriarca, por razones obvias, no tuvo ningún problema en aceptar. En prueba de su agradecimiento, el padre les arregló una casa-cueva en pleno corazón del poblado gitano con las máximas comodidades de la época. 
La boda duró tres días con sus tres noches durante los cuales la comida y la bebida no faltó en ningún momento, la juerga y la música no paró de sonar, y las visitas se sucedieron. Llegaron gitanos de todos los rincones de España y de la vecina Portugal. Llegaron británicos de la City y de todas las antiguas posesiones de ultramar y todo se disfrutó sin incidentes. Tras su marcha, cosa que no resultó nada fácil porque nadie quería irse, el afortunado vejestorio y la virginal princesa gitana cerraron la puerta de su cueva con la más antigua y romántica de las intenciones. Había llegado para ellos la hora de la verdad.
Barnes sintió, como no podía ser de otra manera, una inusitada excitación. Una excitación que no sólo tenía que ver con la vida que se le despertaba, tras una larga hibernación, de cintura para abajo. Su viejo corazón de marinero bombeaba con toda su intensidad intentando achicar la sangre que comenzaba a inundar su desbordado corazón y el adormecido miembro que se escondía tras su octogenaria bragueta. La joven Isabel soltó su larga y azabache melena, agitándola con energía hacia ambos lados. Fue desanudando lentamente los lazos de su blusa, con picardía, mientras miraba a su anciano esposo a través del espejo. Barnes la esperaba sentado al borde de la cama, como un torero espera al morlaco a puerta gayola. Ella se fue despojando despacio de su falda y quedó ataviada únicamente con los cucos y el corpiño. Barnes sudaba y respiraba cada vez con mayor dificultad. Lo peor se desencadenó cuando la joven Isabel se liberó del corpiño. Aquellos senos turgentes, que desafiaban a la fuerza de la gravedad, y que brillaban a la luz del candil, supusieron el punto y final de la aventura flamenca de Barnes. El anciano oficial británico, antes de sucumbir, en prueba de su bravura, dio dos pasos hacia adelante, agarró por la cintura a su joven amada en un postrero intento de no perder la oportunidad que tanto tiempo anhelaba -y de no caerse-, pero fue inútil, el que antaño fuera un brazo de mar, sintió como sus piernas flaqueaban, hincó sus rodillas frente a su joven amada con los ojos desorbitados, y en la caída, por fortuna, alcanzó a meterse en la boca uno de aquellos incomparables pezones, llegando a ejercer un tímida y agónica succión que a penas si duró unas décimas de segundo pero que fueron suficientes como para dotar de sentido a tan efímera relación matrimonial. 
El británico cayó amoratado, y convulsionando, al suelo de aquel nido de amor del que ya nunca llegó a levantarse.
El suyo fue el más multitudinario entierro que se recuerda en la historia de la provincia de Cádiz. Durante años, para conmemorar tan emotivo suceso, se estuvo jugando un partido de fútbol entre los gitanos y los miembros de la abigarrada colonia británica.
Esto me lo contó un camarero en la barra de un bar y lo demás lo fui yo barruntando...Lo bueno es que en la provincia de Cádiz a la gente le gusta mucho contar historias. Si esto me llega a suceder, por poner un ejemplo, en Dinamarca, otro gallo hubiera cantado, entre otras cosas porque el danés nunca se me dio demasiado bien. 
De todas formas, no sé si fiarme mucho de las fuentes.


14 comentarios:

  1. Cierto no hay que fiarse de ciertas. Habladurías.
    Muy bueno el relato.
    De el he aprendido que mejor no me case con un tío bueno que me baile a lo Riki Marti, por que no me de un chungo.
    Besos

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    1. Si te baila a lo Ricky Martin no creo que se muera de un jamacuco...Un abrazo, Inma.

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  2. Murió con las botas puestas. Lástima a de noche.

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    1. Así es Mario, mejor morir así que no corneado en un encierro de pueblo...Saludos.

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  3. Menudo personaje el tal Barnes, disfruto de todo el señor, menos de lo que más anhelaba menudo fichaje.....buena historia...

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  4. Murio en el cumplimiento del deber! pobre hombre al menos no murió en el intento.

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  5. Qué poquito pudo disfrutar el pobre!!!¡

    Buena historia. Intensa.

    Un abrazo

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    1. Murió en el momento más inoportuno, Amalia. Un saludo.

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  6. Bien por Barnes, hay que disfrutar hasta el último suspiro.

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