jueves, 11 de enero de 2018

El guardián de Los Polvorines de Monteagudo


Las bolsas que había traído en los bolsillos de mi pantalón se habían quedado cortas. En aquel rincón de unos viejos polvorines, ahora convertido en un parque periurbano de propiedad municipal, había más basura acumulada de lo que creía. Sobre todo botes de refrescos, de cervezas, y de botellas de agua de todos los tamaños y marcas. Por lo visto, a la gente le gusta mucho más abusar de la naturaleza que cuidarla. 
Era temprano. El ambiente estaba un poco más húmedo de lo habitual porque había caído una ligera llovizna que apenas si había servido para remojar un poco el monte. De tan poco que había llovido, ni los caracoles se habían molestado en salir. Tan sólo unas cuantas urracas revoloteaban a mi alrededor, y dos o tres ardillas habían saltado, entre las ramas de los pinos, en busca de alguna piña que llevarse a la boca. Una suave neblina, medio difuminada, brindaba al paraje un toque cinematográfico ideal para grabar una película de misterio. Un misterio propiciado por la soledad de un parque habitualmente inundando de gente haciendo barbacoas, o pegando patadas a un balón, y en el que, en ese momento, imperaba un silencio sepulcral.
—¿Por qué está recogiendo toda esa porquería? —me preguntó un señor que estaba a escasos metros de mí y al que no había escuchado acercarse. 
—Pues…¿qué le puedo decir? la recojo porque otros la han tirado. La gente no tiene respeto por nada. Piensan que todo les pertenece, y que no hay normas. Se creen con derecho a destrozarlo todo. Claro que, así nos va —le expliqué a aquel señor cuya aspecto e indumentaria me recordaban a otra época.
—¿Usted adónde vive? —me interrogó el anciano.
—Ahí al lado, en la urbanización —le respondí señalando con el dedo.
—¿En la de los ricos? —me preguntó.
—No sé si todos serán ricos. Desde luego yo no lo soy —le aclaré al señor.
—Los ricos no recogen basura —exclamó.
—Debo ser un rico díscolo. Por cierto, ya que me pregunta usted tanto: ¿dónde vive usted?
—En ningún sitio —me respondió con una sobriedad pasmosa.
Y fue al decir eso cuando me di cuenta de que su boca no exhalaba el mismo vaho que la mía. Y fue en ese momento, también, cuando me fijé en el color grisáceo de su piel y de la ausencia de brillo en sus ojos. Y fue en ese preciso instante en el que sentí un escalofrío tan intenso que las bolsas de basura que cargaba se me cayeran de las manos sin poder evitarlo.
Intentando reponerme al susto, y a mis conjeturas, le volvía a preguntar:
—¿Cómo qué en ningún sitio? ¿Eso qué significa?
—No, ya le he dicho que no vivo en ningún sitio. Yo vivía aquí. Era el guardián de los polvorines hasta que todo estalló por los aires. Era un pobre infeliz, rodeado de gente demasiado avariciosa. Volaron el polvorín, después de haberse quedado con la nómina de todos los mineros, haber mal vendido gran parte de la pólvora a unos bandoleros, y no les importó en absoluto que mi mujer, mis dos hijos y yo viviéramos en la propiedad. Le pegaron fuego y san se acabó. ¡Pum! Todo saltó por los aires.
—¡Oiga, oiga! ¿Está usted bien? —me preguntó un joven subido a una bicicleta de montaña.
Miré a mi alrededor y no había nadie más, tan sólo otro par de ciclistas que, al parecer, iban rezagados acompañando al que me hablaba mirándome con asombro. 
—Sí, sí. No hay problema. Mientras limpio el monte, recito en voz alta relatos que grabo en mi teléfono móvil. ¿Ve? Aquí lo llevo en el bolsillo —le dije mostrándole mi teléfono.
El tipo me miró raro. Como si algo no le encajara. Esperó a que sus compañeros llegaran a su altura, tal vez para sentirse más protegido, y me dijo poniendo cara de tipo duro de película de serie B: pues, compañero, hágaselo mirar. 
Sin duda, aquel ciclista era un tipo moderno. 
Me quedé perplejo mirando como se alejaban los tres domingueros de libro. Perfectos en su indumentaria. En su tecnología. En su estética. En su lenguaje. En su comportamiento. Clones de una absurda modernidad.
El último, el más rezagado de ellos, lanzó un bote de una famosa bebida isotónica al viento, como si fuera el regalo de un Dios todopoderoso a unos simples mortales. 
Los tres ciclistas debían ser vecinos de mi urbanización pues para allá se encaminaron. Cargado con mis bolsas de basura, me agaché para recoger el bote del maleducado de mi vecino, y fue cuando de nuevo escuché esa profunda e inconfundible voz. 
—No recoja la mierda de los demás. Les da absolutamente igual…—me dijo aquel espectro con forma humana.
—Puede que a ellos les de igual, caballero, pero a mí no —le respondí.
Y, diciendo esto, regresé a mi casa sin atreverme a volver la cabeza hacia atrás. Aún no sé si, algún día, regresaré a Los Polvorines.

12 comentarios:

  1. Me ha emocionado tu relato,casi hace llorar.
    Y por el lado de la Naturaleza,conozco quien hace lo mismo,:recoger la basura que otros tiran en la montaña,sin ser trabajadores de ello
    Me parece muy solidaria esa conducta .
    Todos deberíamos aprender y también a tener nuestra casa,la Tierra tan limpia como nos gusta tener la que habitamos
    Besucos

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  2. “La Tierra no nos fue dejada por nuestros padres; nos fue prestada por nuestros hijos” (Luis Donaldo Colosio Murrieta).
    Saludos.

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  3. La naturaleza es savia, todo lo que le demos nos lo devolver. Lo bueno y lo malo.

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  4. Nos estamos cargando lo más valioso que tenemos, y cuando se enfada y nos enseña los dientes, entonces vienen los lloros.

    Salud.

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  5. Muy buen relato, me ha encantado. Ah se me olvidaba, yo soy una de las que recoge la basura de los demás.Un beso.

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  6. Y creo que somos pocos lo que valoramos estos tesoros.

    Es siempre un placer leerte amigo :)

    Besos

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  7. Que buen relato. Pocos somos los que lo valoramos
    saludos

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  8. El hombre es lo peor que hay en la naturaleza. Cuando se autoliquide todo volvera a su ritmo normal.

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  9. Sucios y atenidos hombres que están acabando con la casa.
    ¡Muy buena historia!
    Abrazo.

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  10. Interesante como planteas la historia. He imaginado ese fantasma y la mugre del lugar...¡Bueh! la mugre no es difícil de imaginar pues por aquí sucede lo mismo. Siempre hay algún sitio abandonado y otros que, aunque no lo están, de todas maneras la gente tira su basura como si tal cosa fuera tan natural como dormir o hacer pipí.
    Saludos

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  11. Una vez un tipo tiró el envoltorio de una chocolatina en el andén del Metro, lo recogí y le dije decidida "disculpe, se le ha caido" el tipo no sabía qué hacer, se metió el papel en un bolsillo, imagino que lo volvería a tirar en cualquier lugar.

    Hecho de menos una buena campaña pública contra la incivilidad y otra contra la imbecilidad tan abundante hoy en España.

    Un relato ingenioso con fantasma incluido y revindicación social.

    Un beso,

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  12. ¡Ay, los Polvorines! ¡Qué recuerdos! Me han dicho que ahora está sucísimo. Hay gente que debería estar recluida en cochiqueras, que es su lugar natural.

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