martes, 16 de agosto de 2011

Caramulo es todo y nada





















Todavía sigue mucha gente sin comprender, el porqué elijo, con lo grande que es el mundo, a Caramulo -una pequeña aldea perdida en la montaña portuguesa-como el lugar ideal para pasar mis vacaciones, y explicarlo, en realidad, sería tan complicado como describir la teoría del big bang.

Debo reconocer que en Caramulo no hay gran cosa. Los que van buscando, en sus vacaciones de verano, grandes cosas, quizás allí no encuentren nada, y por el contrario, tal vez, los que lleguen a Caramulo, sin buscar nada, lo puedan encontrar todo. En el fondo, lo que queremos ver en las cosas, en los paisajes, mirando un cuadro impresionista, apasionándonos con los coches, o en las personas que nos rodean, sin saber porqué, es el resultado de una compleja ecuación que desarrolla nuestro cerebro, sin contar con nosotros, en cuestión de segundos -sugestión- y que ya muy raramente nos cambia -convicción-.

Yo soy un apasionado de Caramulo, lo reconozco. Me podía haber dado por peinar bombillas, pero ante la duda, me dio por irme a Portugal.

La primera vez que fui, casi por casualidad, me sugestionó y, la segunda vez, y de una manera definitiva, me convenció.

Quizás, ese halo de nostalgia que lo envuelve todo, me recuerde un poco, a la ambientación de las novelas de Carlos Ruiz Zafón, o incluso a las del incipiente escritor David Monteagudo. Sus calles adoquinadas, sus antiguos ambulatorios abandonados, sus jardines sin gente, sus paisajes inmensos con grandes bloques de granito que sugieren mágicas formas, la profundidad de los valles que se divisan desde la altura, su temperatura envidiable en comparación a los tórridos veranos que sufrimos en mi tierra y, sobre todo su silencio. Su apacible y acogedor silencio que envuelve a la aldea como un sútil celofán.

Caramulo sigue suponiendo ausencia de multitudes y facilitando el reencuentro con uno mismo y la naturaleza. Una naturaleza abrupta, pero a la vez dominada por el hombre, lo que, sin darnos cuenta, nos consigue trasmitir la fuerza de ese binomio: hombre-naturaleza, tan alejado y tan necesario para nuestra vida cotidiana.

Sin pretenderlo, ya me conocen por allí. Mi cara les suena. Soy, para ellos, el español de todos los veranos. Un intruso que, aún pretendiendo ser un turista modélico, no dejo de ser un turista más. Al fin y al cabo, un turista es algo así como alguien que se asoma a un balcón, o admira un cuadro de Rembrandt o, durante un instante, se queda enbobado delante de un bonito escaparate, se rasca el sobaco y se va.

Gracias a mis amigos del magnífico Restaurante Montanha (Rua do Clube, tel:232862008) los cuales, a ritmo de fado, nos brindaron, a mi esposa y a mí, la oportunidad de degustar ese maravilloso cocido portugués. Gracias Caramulo por acogerme un año más, aunque todavía no sé muy bien porqué me acoges así.


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