jueves, 30 de octubre de 2014

El espejo


Mi espejo y yo nos llevamos cada vez peor. El pleito viene por su denodada afición por el engaño. De un tiempo a esta parte la ha tomado conmigo. Le tengo tanto temor que, cuando necesito mirarme en él, entro en su campo de visión poco a poco para no provocarlo. Creo que disfruta mostrando mi rostro envejecido. Me refleja con más papada que un obispo. Yo le pido que no me trate así, que me refleje tal y como soy, pero se muestra impasible ante mis reiteradas súplicas. Cada vez me refleja con menos pelo. De hecho, cuando me atrevo a mirarme, en lugar de mejorar mi imagen, lo que hace es agudizar mi alopecia. Y no quiero contarles las trastadas que me hace cuando me refleja desnudo.
Creo que se regocija en mi desmoralización. En parte lo comprendo, debe ser muy aburrido eso de estar ahí colgado todo el tiempo, y de tener que brindar siempre el protagonismo a los demás; pero yo no tengo la culpa de su frustración. Sé que le hubiera gustado más ser un inodoro, o un bidé de porcelana con grifería dorada. A mí también me hubiera gustado ser el abuelito de la Heidi, y vivir en los Alpes Suizos, y tener trescientas vacas suizas, y una colección de relojes suizos, y una navaja suiza, y una cuenta en Suiza. O mejor dos.
Únicamente lo siento relajado cuando le pulverizo con el limpiacristales y le paso el papel absorbente. Entonces lo siento fresco, reluciente y alegre. Aunque esa sensación dura lo que tardo en regresar de guardar los trastos de la limpieza y en mirarme de nuevo en su cristalina superficie.
El detonante de que acabara anoche en el contenedor de la basura fueron las arrugas. Me percaté de su impostura mientras me afeitaba. Tras quitarme el jabón, ¡zas!, al menos me cascó cincuenta nuevas. Y no arruguitas, no, ¡arrugotas!, como grietas en el fondo de un pantano reseco. Así que, presa de la ira, lo descolgué de mala manera, me lo puse debajo del brazo, bajé por las escaleras, abrí la puerta de la calle ante la atónita mirada de varias vecinas que platicaban en el portal sobre el comportamiento inmoral de la vecina del segundo B, crucé la calle, abrí el contenedor verde de la materia orgánica o inclasificable (nunca me aclaro con eso) y lo lancé a su interior como un sepulturero arroja los huesos desahuciados en un osario.
Aún con el recuerdo sonoro de mi despecho retumbando en mis oídos, fui a comprar otro espejo. El quinto en los últimos cinco años. Salgo a espejo por año. Siempre acudo a la misma tienda, la dependienta tiene tan generosa la sonrisa como el escote. El año pasado, con el espejo que acabo de reventar, me regalaron una escobilla del váter plateada. Me hizo muy feliz. En mis cincuenta y cinco años nunca había disfrutado de una escobilla de similares características y prestaciones. Con el espejo que acabo de comprar me han regalado un cepillo de dientes eléctrico. 
Al colocar el nuevo espejo en mi cuarto de baño, le he puesto en antecedentes y nos hemos caído bien. Espero que la relación que hoy hemos comenzado nunca se enfríe y nos colme a los dos de felicidad. Avisado queda.

4 comentarios:

  1. Una buena solución seria ,que hicieras una foto de hace veinte años atrás del mismo tamaño que el espejo , la pegaras en el , y ala , fuera arrugas.tambien podrías recurrir al espejo de la madrastra de blanca nieves , pero en cualquiera de las dos opciones estarías viviendo en un cuento .
    Mejor déjalo como esta y vivir la realidad , nos hacemos viejos jjejeje

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  2. el espejo y yo somos con la fabula de la liebre y la tortuga por mas que corría igualmente me alcanzaba así que decidí ser mas valiente lo enfrento todos los días de la mejor manera y es viendo en el a la bella mujer que soy pero pro dentro jajajajaja.

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    1. La belleza interior es el único consuelo que nos va quedando a muchos, Katherine. Saludos.

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