domingo, 5 de julio de 2015

Los caracoles de Xian


Ha vuelto a funcionar. Siempre que dejo sin correr la cortina de la ventana me despierto temprano. Mi reloj biológico está perfectamente sincronizado con la luz solar. Me asomo a la ventana y, ante mis ojos, por fin sin lluvia, se ofrece la antigua y fortificada ciudad de Xian. Observo, desde la atalaya de mi cuarto, sus milenarias murallas, sus detalladas torres, sus majestuosas puertas, y el foso que rodea su rectangular trazado. La gente, desde el piso diecisiete del hotel Howard Johnson en el que se encuentra mi habitación, parecen laboriosas hormiguitas. 
El reloj marca las seis cuarenta de la mañana. Me visto a la carrera para disfrutar un rato de turismo tempranero, antes de comenzar mi jornada de trabajo. El tráfico ya está muy pesado a esta hora. Un catálogo de vehículos de todas las épocas, y todos los modelos y presupuestos, inundan unas calles que se despiertan con sabor a plomo en la boca. Los cruces, pese a contar con un policía que intenta poner un poco de orden, son un auténtico caos. Los puestos de comida ya huelen a fritanga. Los niños corren con energía, rumbo a la escuela, portando enormes mochilas a modo de penitencia pagana. Pequeñas motocicletas trasportan a familias numerosas y parece que vayan a reventar en cualquier momento. Un señor sin piernas se arrastra, sonriente, sobre un cajón de madera con ruedas parecido a los que nos hacíamos de pequeños en mi barrio para jugar. Un grupo de chicas jóvenes reparan en mi atípica presencia y se sonríen.
Ya, al pie de la muralla, la gente hace deporte o simplemente disfruta del espacio, se integra en él y en la colectividad. Comparten. Unos practican Kung-Fu, otros Tai chi, otras bailes de jardín. También hay gente que corre. Otros tocan instrumentos: acordeón, saxo, flauta travesera. La gente hace estiramientos como si sus cuerpos fuesen de goma. Confronto su flexibilidad con mi rigidez. Los barrenderos, y las barrenderas, llevan un brazalete rojo, adherido a su uniforme de lino, que yo relaciono con alguna vinculación orgánica con el partido comunista. Observo, durante todo el viaje, como los chinos, cualquier trabajo, lo hacen con orgullo, con dignidad, por humilde que este sea. Da igual que su trabajo sea barrer, revisar equipajes, dirigir el tráfico, o ser recepcionista en un hotel; lo hacen con orgullo, con dignidad, y me produce una sensación extraña y emocional que no he percibido en otros países.
Hoy me siento bien caminando. Mi cuerpo necesitaba desentumecerse. Me veo como el protagonista de un documental de viajes de ensueño. Sigo caminando entre la gente y llego a la puerta de un colegio. Observo el trasiego habitual de las familias. Madres y padres dejando a sus hijos a las puertas de la escuela como en cualquier otro lugar del mundo a estas horas de la mañana. Los niños atraviesan orgullosos el umbral de la escuela como si fueran conscientes de la importancia de lo que están haciendo. Todos menos uno. El pequeño, a medio camino, se para, observa como se aleja su padre y, en un instante, sale corriendo del colegio rumbo a un señora que vende chucherías y le compra algo. Todo ha sucedido en menos de un minuto. Cuando el niño regresa a la escuela un señor lo coge del brazo y lo regaña. El pequeñajo, haciendo pucheros, se adentra en el colegio con sus brazos cruzados, enojado, balanceando sobremanera su pesada mochila a modo de repulsa, y en la que, previamente, había guardado su preciado tesoro. 
Los comerciantes están montando sus tenderetes. En el único que está montado compró unas figuritas de terracota muy simpáticas. Compro seis sin saber muy bien por qué ni para quién. Más adelante reparo en una tienda que venden artículos para dibujar: pinceles de todos los tamaños, tintas chinas -por supuesto-, papeles de diferentes texturas, grosores y colores. Me atraen mucho unos sellos que estampan figuras de animales haciendo referencia a los diferentes años chinos: conejos, cabras, monos, perros, pájaros, etc. Me compro un sello que lleva un perro y un frasquito de crema rojiza con la que impregnarlo y sellarlo todo. Camino pensando que, a partir de ahora, a todos mis collages, a parte de mi firma, les imprimiré mi sello perruno de Xian.
Miro el reloj de mi teléfono. La caminata matutina tiene que comenzar su regreso. Mis obligaciones profesionales me llaman. Camino sobre mis pasos. Lo hago por un camino que discurre en paralelo al foso que rodea a la ciudad antigua y que antaño la protegía. 
Delante de mi va un joven que, a cada poco, se agacha, recoge algo del suelo, y lo deposita sobre las jardineras. Acelero mi ritmo con la intención de averiguar de qué se trata. Mi curiosidad siempre es más grande que mi prudencia. Me sitúo a escasamente dos metros de él. Veo que se agacha nuevamente coge un pequeño caracol que se cruzaba en su camino y lo deposita en la jardinera. Lo sigo. Unos metros más adelante repite la operación. Lo hace varias veces hasta que, en un momento dado, se para a hablar con un anciano que está pescando en el foso.
Reanudo mi marcha. Tengo el tiempo justo para ducharme, vestirme, y desayunar. De repente, veo uno de esos pequeños caracoles que se cruza en mi camino. Instintivamente hago lo mismo que el joven chino: me agacho, cojo el caracol, y lo coloco delicadamente sobre una jardinera. Y en ese preciso instante, veo que él me está mirando. Ahora era el quien seguía mis pasos. Sonriente, me mira a los ojos. Dice algo en chino, que no sería capaz de reproducir ni aunque me quedara tres meses más en China, y me hace una reverencia. Emocionado, inclino el cuello imitando su delicado gesto.
Mientras acelero el paso para cumplir escrupulosamente con mi horario, no dejo de pensar en la grandiosidad de las pequeñas cosas. Lamentablemente, hay mucha gente que no repararía en un caracol que se cruzara en su camino. Miramos mucho pero no vemos nada. Lo más grande surge de lo más pequeño.

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