Lo vi haciéndose el despistado. Tenía toda la cara del tipo que, días atrás, me había robado la cartera. Estaba completamente seguro de que era él. Desde la acera de enfrente lo seguí con disimulo. El mequetrefe era más feo que pegarle a un padre. Observé como se quedaba mirando el bolso de una señora que esperaba el autobús. Yo, atemorizado, lo miraba escondido detrás de una camioneta. El sol pegaba con rabia, como queriendo derretir al caco, y a sus víctimas, sin ninguna distinción. El astro rey no entiende de clases sociales ni de delitos, él va a lo suyo, a calentar y a los demás que nos den.
Creo que fue por eso, o por recordar la foto de mi primera novia que me había robado junto a la documentación, me calenté como nunca me había calentado hasta la fecha. Me daba igual que me hubiera robado la tarjeta de crédito -que ya había dado de baja-; me daban igual los cuarenta euros, que llevaba en dos billetes recién planchados, que acababa de sacar del cajero -y que ya se habría gastado en sus vicios-; me daba igual el resto de tarjetas de fidelidad de mil negocios que nunca frecuento; pero la foto de mi primera novia, eso sí que no. Esa foto es sagrada amigo, aunque mi primera novia fuera fea, como ella sola, y llevara gafas de culo de vaso -me dije, mientras la rabia salía por cada uno de mis sudorosos poros.
Cuando recobré la lucidez contemplé, con toda claridad, como el chorizo sacaba la mano del bolso de la señora y extraía, con vil destreza, su billetera. Acto seguido se la introdujo debajo de la camisa y prosiguió, como si nada, observando el paisaje urbano y reparando la mirada en un termómetro que, en ese momento, marcaba cuarenta y dos grados centígrados. Yo lo seguía, con suma precaución, y con muchas ganas de tomar la justicia por mi mano, pero, por un instante, observé mi mano y la vi como dos veces más pequeña que la mano del mangante, así que dude de mis capacidades físicas para reducirlo por la fuerza bruta, pero no por ello me amedrenté -más vale maña que fuerza -me dije. El tipo, sin venir a cuento, cambio bruscamente su trayectoria y viró hacia donde yo me encontraba. Un sudor frío me sacudió de la cabeza a los pies. Unos jovenzuelos se acercaban también hacia mí, pero justo en dirección contraria al caco, por lo que yo quedaba en el punto intermedio entre ambas trayectorias. Los primeros en llegar a mi altura fueron los chavales que, con toda probabilidad, iban a jugar un partido de béisbol, y parecían sacados de un antiguo anuncio de Marlboro. No me pregunten cómo se me ocurrió, que ni yo mismo lo sé, pero la cuestión es que cuando llegaron a mi altura les dije:
-Hola jóvenes: ¿me podríais dejar un momento un bate de esos? siempre quise probar uno pero nunca tuve la ocasión.
-Claro, viejo, toma este, pero lleva cuidado y no te hagas daño...jajaja, se rieron todos.
-No, no te preocupes majete, que yo no me voy a hacer daño...
-¿Y quieres también una pelota? -dijo el portavoz, con ganas de broma.
-No, no hace falta, las pelotas ya las pongo yo -dije en un golpe de inspiración.
-¿Y quieres también una pelota? -dijo el portavoz, con ganas de broma.
-No, no hace falta, las pelotas ya las pongo yo -dije en un golpe de inspiración.
Y fue en ese preciso momento cuando, para su desgracia y mi regocijo, el carterista pasó a nuestra altura. Entonces, sin pensármelo dos veces, agarré el bate con las dos manos, lo lancé hacía atrás con todo la fuerza de mi debilucha anatomía, y le propiné tal batazo al chorizo que cayó redondo al suelo.
Los chavales, asustados, salieron corriendo tan deprisa que ni tiempo me dio a devolverles el arma homicida.
Ya, con el tipo en el suelo, medio aturdido, y recitando improperios en arameo, rebusqué con ansia viva en sus bolsillos. Lo primero que encontré fue la billetera de la señora, lo segundo, una navaja de más de un palmo de hoja, y lo tercero, mi cartera, sin los cuarenta euros, pero con la foto de mi primera, aunque poco agraciada, novia.
¡Faltaría más! -me dije. Esta foto no la pierdo yo por nada del mundo.
Luego fui a la parada del autobús, en la que aún se derretía la pobre señora como un queso gruyer, y le devolví su billetera contándole, en parte, lo sucedido. A veces tampoco es que tengamos que contarlo todo con pelos y señales.
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