viernes, 9 de agosto de 2013

Podría llamarse Ana


Yo la veía a ella, sin embargo, ella a mi no. Podría llamarse Ana, pero no estoy del todo seguro. Menuda. Rubia. Ojos azules. Playera rosa con sombrero a rayas del mismo color. Sentada junto a su padre mira ensimismada hacia el mar y la gente sonríe al pasar ante la diferencia de escala de tan singular pareja. 
La niña escucha con atención el sonido de las olas al romper contra la orilla, que espera tranquila sus infinitas y constantes arremetidas. El sol resplandece sobre millones de improvisados espejos que, al instante, desaparecen entre agua y sal, como una luciérnaga en una noche de agosto, o un rayo en la tormenta, o como todos los desconocidos que le sonríen al pasar cuando sus padres la pasean en su carrito.
Todas las miradas convergen en la pequeña Ana, ante lo que ella responde sonriendo y moviendo espasmódicamente los brazos.
El sol parece comenzar a molestarle. Sus ojos son demasiado claros para soportar tanta luminosidad. En un acto reflejo se lleva sus manos llenas de arena a la cara. La niña comienza a llorar. Emite un llanto tan agudo que intranquiliza a la gente que toma el sol a su alrededor. Su madre, sin prisas, cierra el grueso libro que está leyendo y toma a la pequeña Ana en sus brazos. Con una mano se agarra uno de los senos que luce desnudos y, colocando el pezón entre dos de sus dedos, lo introduce en la boca de la niña.
Mágicamente la pequeña deja de llorar como si nada hubiera pasado.
Mientras nuestra bebé mama, mira de reojo hacia el mar donde su hermana, junto a sus amigos mayores, juegan y gritan al saltar sobre unas olas que, para su regocijo, cada vez van adquiriendo mayor dimensión.
Después del segundo pecho, la pequeña Ana se duerme plácidamente mirando hacia el mar, agarrada a la mano de su papá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario