domingo, 18 de agosto de 2013

La cajita misteriosa


Pese a estar en pleno verano, el día amaneció nublado y la temperatura animaba a hacer algo de deporte. Así que, para aprovechar la tregua que me brindaba el termómetro, decidí subir a la montaña que hay frente a mi casa, por un camino precioso a la par que empinado, que pondría en jaque hasta la resistencia del deportista más reputado.
Comencé despacio para hacerme al esfuerzo de manera progresiva. Iba disfrutando de la rica flora que ofrecía el paraje y, sobre todo, pendiente, como siempre que me adentro en la montaña, de todos aquellos mensajes en clave que ofrece la naturaleza para todos los que sabemos interpretarlos: una huella, una pluma, una egagrópila, un excremento, los restos de un animal, una madriguera, un nido, un huevo abierto y caído en el suelo, y así cientos de mensajes cifrados que aportan una valiosa información para los que disfrutamos hasta con la simple observación de una tela de araña tigre o del vuelo eléctrico de una libélula roja.
Cuando aún no había subido mucho, me sorprendí al encontrarme con una pequeña caja, que en un principio pensé que era de tabaco, pero luego resultó ser de alguna joya de bisutería italiana. La cajita, de color anaranjado, estaba perfectamente precintada con celo y colocada de manera estratégica al borde del camino. No sin cierta duda, la cogí para observarla con más detalle. La sacudí para escuchar el sonido que producía su contenido. No hizo mucho ruido, por lo que, por el peso, y por el escaso sonido que había producido al agitarla, llegué a la conclusión de que su contenido tenía que estar presionando ambos lados de la caja. Rápidamente pensé en mil posibles contenidos. Pensé en una carta. Pensé en una prenda íntima usada. En un excremento animal. Pero, sobre todo, creía estar delante de algún juego infantil. Sin embargo, algo me decía que tenía que ser cauto y dejar eso allí, de tal forma que, colocando la cajita en el mismo lugar, donde minutos antes la había encontrado, y tras tomar una fotografía de tan singular hallazgo, decidí continuar mi sacrificada ascensión.
Ni que decir tiene que, durante todo el recorrido, estuve pensando obsesivamente de la dichosa cajita naranja. Al subir a la cima divisé un paisaje único. Sobre el secarral que separa la montaña desde donde yo me encontraba sudando la gota gorda, del medieval Castillo de Monteagudo, volaba, majestuosa, formando círculos, un ratonero común. Ese hecho me llamó poderosamente la atención ya que, durante los cinco años que llevaba caminando por esos andurriales, era la primera vez que veía por aquí a ese tipo de rapaz.
Tras disfrutar de la cima, de la contemplación del vuelo del águila y tomar un poco de oxígeno, reinicié la marcha defendiéndome, a manotazos, de un condenado tábano que me perseguía con la intención de, al menor descuido por mi parte, chuparme la sangre.
Durante el último trayecto de la caminata no podía dejar de pensar en la maldita caja que había dejado atrás. ¿Quién la habría dejado ahí? ¿Sería yo el destinatario del mensaje que guardaba en su interior o estaba, tan sólo, ante un inocente juego de niños?.
No podía quitarme de la cabeza la imagen de la misteriosa caja. Decidí acelerar mi paso para llegar a casa y subir de nuevo por el camino para comprobar si, por un casual, la caja aún continuaba allí. 
Y así fue. Al llegar, la caja seguía en el mismo lugar. La volví a agitar intentando afinar mi oído pero, nuevamente, su sonido no me aportó mayor información. Sin pensarlo más comencé a quitar los celos. Tenía muchos. Mis manos estaban sudadas y por mi indecoroso hábito de morderme las uñas la tarea no me resulto nada fácil.
Cuando ya estaban todos los celos quitados sentí cierto temor, por lo que decidí abrir la caja únicamente por uno de sus lados, separándola lo más posible de mi rostro, por si su interior escondía algún contenido peligroso.
Una vez abierto uno de sus lados y en vista de que nada sucedía, decidí poner punto y final a tanta intriga.
Al abrir totalmente la caja vi que contenía el cadáver, medio momificado, de un pequeño hámster. Sin pretenderlo, acababa de profanar el féretro del que, hasta hace unos días, fuera la mascota del hijo de algún vecino de la urbanización. Sus días de dar vueltas por su rueda infinita y llenarse los mofletes de pipas de girasol habían tocado a su fin.
Sobre mi cabeza seguía sobrevolando el ratonero común. ¿Acaso el águila venía, al olisque, soñando con un aperitivo de cecina de hámster?
Pobre niño, y sobre todo, pobre hámster. Descanse en paz.


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