Si todo el mundo lo hace -me dije a mí mismo: ¿voy a ser yo menos? El running es lo que toca ahora, pues ¡hala! a correr se ha dicho. Así que, bajo ese razonamiento tan shaskesperiano: ¿Ser o no ser, runner? me fui a Decatlón y me hice con dos mudas completas para tales menesteres, beneficiándome de un veinte por ciento de rebaja, más un vale con el cincuenta por ciento de descuento en artículos de piragüismo y escalada.
Recuerdo que, la última vez que hice algo por el estilo, a eso le llamábamos footing, pero desconozco si, en realidad, existen diferencias técnicas entre uno y otro concepto de salir corriendo para cansarse y tener sed.
Como siempre fui poco sociable -por no decir más raro que un perro verde- comencé a salir solo. El carril bici, recién habilitado junto al río, me pareció la mejor opción para un primerizo como yo, principalmente por la ausencia de desniveles y, sobre todo, por la gran cantidad de mujeres que lo utilizan y la motivación extra que eso me ha provocado siempre.
Los primeros días, tal y como imaginaba, cagué las plumas. Me dieron ganas, varias veces, de tirar la toalla, pero las mallas que lucen ahora las atletas, que se pegan a sus piernas y a sus glúteos como una segunda piel, me sirvieron de acicate para continuar con esa aventura deportiva.
A los pocos días, siguiendo por el camino paralelo al cauce del río, llegué a una pequeña población que no tenía, hasta ese momento, el gusto de conocer. Las casas se veían muy humildes. Un minúsculo jardín sin flores, y medio destartalado, se mostraba triste por la ausencia de niños, la proliferación de envases vacíos de cerveza y por la ingente cantidad de cacas de perro resecas que lo alfombraba.
Una niebla espesa, como los ambientes de los restaurantes antes de la entrada en vigor de la actual ley antitabaco, cubría el pueblo. No encontraba señales de vida humana ni de ningún otro tipo, hasta que, de repente, un grupo de grajillas negras sobrevoló mi cabeza chillando como si se fuera a acabar el mundo y un perro me ladró como si estuviera viendo al mismo demonio. La luz mortecina de una farola atrajo mi atención. Fui hacia allí como podría haber ido hacía cualquier otro sitio. Bajo ella, me pareció reconocer un bulto similar a una persona sentada en una silla, pero la niebla no me permitía distinguirlo con nitidez. Al acercarme, pude comprobar que estaba en lo cierto. En una silla de ruedas, cubierto con una manta, y con una boina calada hasta las orejas, había un señor que debería estar mucho más cerca de cumplir los cien años que de salir agraciado con el gordo del Euromillón. Al ponerme frente a él, inevitablemente me fijé en sus gafas; no porque fueran unas Google Glass, que no lo eran, sino porque llevaba unas gafas de pasta con dos cristales de culo de vaso, uno de los cuales era tan opaco que impedía ver el ojo, y el otro tenía tanto aumento que el ojo se veía tan enorme que llegué a pensar que tuviera la capacidad de ver hasta el infinito o más allá.
Pese a estar escasamente a un metro de aquel anciano, él no se percató de mi presencia, por lo que, aparte de estar cegato, comprendí que el señor en cuestión estaba más sordo que una tapia.
-Buenos días caballero -le dije con el respeto que se merecía.
-¿Quién anda ahí, eres la muerte otra vez? -me preguntó, desconcertado.
-¿Quién, yo? -pregunté confundido mirando para todos lados.
-Sí, tú, sí, no te hagas el disimulado, me estoy refiriendo a ti. Sé que eres la muerte, aunque vengas disfrazado de mariquita de playa -me dijo sin reparos.
-¡Oiga, señor, sin faltar, que yo ni soy la muerte ni soy mariquita! -le expliqué al anciano.
-Ya, ya, y yo voy y me lo creo. Tú has venido a por mí, como la semana pasada vinieron otros colega tuyos vestidos de militares de la guerra civil, pero, como ellos, te vas a quedar con las ganas de llevarme contigo. Pienso llegar a ser más viejo que Matusalén -me aclaró.
-La semana pasada estábamos en carnaval. Seguro que vinieron algunos jóvenes a gastarle alguna broma -le comenté.
-Claro amigo, sé que estamos en carnaval pero a esos muertos los conozco de sobra; son los que fusilaron en la guerra civil. Ellos mismos cavaron su propia tumba antes de que les metieran una somanta de tiros. Uno de ellos, el más grande de todos, carga siempre con la pala. Los veo a menudo por aquí, sabe usted, así que no me venga ahora con milongas. También pasa a menudo una niña a la que atropellaron hace casi veinte años; pasea con su muñeca buscando a su madre. Y un niño que se ahogó, en esa acequia de ahí al lado, con el balón que se metió a buscar. Los muertos vienen con frecuencia a por mí. Desde que me pusieron estas gafas los veo, antes no. Yo creo que son estas malditas gafas, sabe usted, mariposón -me relató el anciano.
-¡Oiga caballero, no se confunda conmigo! A mí me gustan más las mujeres que a un tonto un lápiz. De hecho, salgo a correr a ver si pillo algo -le dije para aclarar sus dudas sobre mi condición sexual.
-¡Claro y por eso se pone usted esos leotardos como los que se ponía mi nieta para hacer ballet! jajaja -se rió el buen hombre.
-Piense lo que usted quiera caballero, pero con estas mallas estoy ligando un montón -le comenté a bote pronto para defenderme.
-Sí, sí, un montón, jajaja, no me haga usted reír, por favor, que me roza la dentadura en el carrillo derecho y me duele.
La verdad, aquello fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Dí media vuelta y me largué sin despedirme, preguntándome si las mujeres verían en mi lo mismo que veía ese viejo cascarrabias.
Aquella noche no pude dejar de pensar en los militares de la cuneta, en la niña paseando a su muñeca de trapo y en el niño ahogado en la acequia mayor con su pelota de cuero. Soñé que paseaba con las gafas puestas del abuelete por una calle llena de zombies. Me levanté sobresaltado y ansioso por volver a encontrarme con tan enigmático personaje.
Me puse la ropa de deporte, cambiando las conflictivas mallas por unos clásicos pantalones cortos, y, de esa guisa, salí rumbo a la senda del río en dirección al pueblo del anciano visionario.
Durante la carrera sentí que todo el mundo reparaba en mi desfasada indumentaria, en el contraste de mis abundantes pelos negros y rizados sobre unas canillas blancas y tan secas como las de un jilguero desnutrido. Mi aspecto, con mallas o sin ellas, distaba mucho del de los jóvenes "carne de gimnasio" que triunfan más que Justin Bieber en el cumpleaños de una quinceañera.
Al llegar al pueblo me dirigí directamente hacia el lugar en el que había encontrado al anciano miope el día anterior. Afortunadamente para mí, y también para él, estaba allí. La misma manta, la misma boina, la mismas gafas, y la misma cara, está vez engalanada con un palillo entre los dientes.
Al acercarme me preguntó:
-¿No llevarás un truja, por un casual? -me dijo sin tan siquiera saludar previamente.
-¿Cómo ha sabido que estaba aquí, si apenas oye ni ve? -le pregunté con interés.
-Por tu olor a choto. Echas el mismo olor a choto mezclado con pachulí que echabas ayer. No veo ni oigo, pero tengo un olfato tan agudo que olería una paella que estuvieran preparando en diez kilómetros a la redonda. ¿Pero llevas un truja o no? -insistió el jubilado.
-No fumo, lo siento -respondí con cortesía.
-Me lo imaginé. ¿No te deja tu mamá, verdad? -me preguntó irónico.
-Me está usted dejando de caer simpático -le dije elevando ligeramente el tono de voz.
-Usted a mi nunca me lo pareció. Es más, sé perfectamente la razón por la cuál ha venido de nuevo a verme -exclamó el anciano, en tono de superioridad.
-¿Ah, sí? ¿y podría saber, según su ilustrísima sabiduría, qué me ha traído de nuevo hasta aquí? -le pregunté con gran curiosidad.
-¡Robarme las gafas que ven muertos! Usted ha pasado toda la noche pensando en los muertos y en cómo robarme las gafas. Por cierto, estas gafas me las regaló un cura antes de marcharse a Argentina con una sobrina suya, pese a que era hijo único -me comentó.
-Si era hijo único y cura no podía tener sobrinas.
-¡Equilicuá! Veo que no es usted tan tonto como aparenta -matizó, benevolente.
-La verdad, caballero, no sé cómo le soporto tanto insulto -le dije, enojado.
-Está muy claro, está loco por quedarse con mis gafás, tal vez por eso me aguanta -me respondió.
-¿Y para qué narices iba yo a querer sus viejas gafas? -le pregunté.
-¿Para ver muertos? -sugirió.
-¿Y para qué querría yo ver muertos, si con ver a muchos de los que andan por ahí supuestamente con vida dan ganas de morirse? -le expliqué.
-A veces no aparenta usted ser tan tonto, se lo digo en serio -exclamó.
-Pues qué pena, usted siempre me parece igual de mal educado.
Y, despidiéndome, otra vez, a la francesa, y visiblemente nervioso, regresé a mi casa.
De nuevo pasé todo el día pensando en ese viejo loco y sus malditas gafas de ver muertos. ¿Para qué iba a querer yo esas gafas? ¿Acaso estaba interesado en ver muertos? Esas dos preguntas, junto a otras de similar naturaleza, no paraban de pulular por mi cabeza.
Tras mucho pensar, decidí cambiar de ruta para continuar con mi entrenamiento. Fui por un camino alternativo, justo en el margen de enfrente del río y en dirección contraria al que días pasados había utilizado. La niebla hizo acto de presencia como en muchas de las frías mañanas de invierno. Dos chicas jóvenes me adelantaron, sin ningún esfuerzo, por lo que decidí perseguirlas y, de paso, hacer un examen exhaustivo de su espléndida anatomía. No les pude mantener el ritmo por mucho tiempo. Sin darme cuenta me encontré atravesando un pequeño grupo de casas. De nuevo atrajo mi atención una luz de farola como de cementerio. Nuevamente bajo su haz de luz divisé un bulto cuya silueta me recordó al de una persona sentada. Confundido, me acerqué hasta allí. Y, para mi sorpresa, ese impertinente señor que había provocado que cambiara mi ruta, estaba ahí, con la misma boina calada hasta las orejas, la misma manta roída por el tiempo, y quien sabe si por los ratones, y, sobre todo, con las mismas gafotas.
-¡Mariposón! ¿Eres tú, verdad? Te llevó oliendo desde hace un rato -me gritó a lo lejos.
-¡No soy mariposón, caballero! Le rogaría que, en lo sucesivo, me tratara con el respeto que cualquier persona, sea mariposón o lo que sea, se merece -le exigí mientras me aproximaba a él.
-¿Me has traído hoy un truja o no? -me preguntó.
-¿Por qué habría de hacerlo? -le devolví la pregunta, como el que devuelve una pelota en un partido de ping-pong.
-No disimule, joven, está loco por apoderarse de mis gafás. Lo sé yo y lo saben los muertos que me han preguntado por usted -me explicó.
-¿Los muertos le han preguntado por mí?
-Así es, joven. Están inquietos. Ellos se atribuyen el derecho a acosarme en exclusiva, y su presencia los pone celosos -me aclaró.
-La verdad, si me pinchan no me sacan sangre. No creo ni una sola palabra de lo que me está contando. Además, qué hace usted aquí. Este no es su pueblo -le recriminé.
-¿Acaso yo, en algún momento, le dije de qué pueblo soy? -me preguntó.
-Ahora que lo dice, es cierto; fui yo quien di por sentado que usted era del pueblo en el que nos vimos en las otras ocasiones -reconocí.
-No amigo, se equivocó. Yo no soy de aquel pueblo ni de este. Allí vive mi hijo con su familia y en esta casa de aquí vive mi hija con la suya. Yo soy natural de Villa Cisneros, antigua provincia del Sáhara Occidental, y mañana, cuando me muera, he dejado escrito que me incineren y lleven allí mis cenizas para arrojarlas sobre las dunas del desierto. Espero que mis cenizas, algún día, se reencuentren con las cenizas de mis piernas. Cuando, hace un montón de años, las perdí en acto de servicio, me preguntaron si prefería enterrarlas o quemarlas. Elegí quemarlas y yo mismo, meses después, esparcí las cenizas de la mitad de mi cuerpo en las proximidades del aeródromo militar. ¿Qué hubiera elegido usted en mi caso, joven? -me preguntó el anciano.
-Me ha dejado usted sin palabras. No sé qué decir -exclamé.
-¿Cree usted que pueda haber en este planeta, un sitio más hermoso para que vaguen eternamente mis cenizas que en el desierto del Sáhara? -me volvió a interrogar.
-Creo que no. Aunque siendo sincero con usted, le diré que no he estado en el desierto en mi vida. Ni en el Sáhara ni en ningún otro -maticé.
-Pues amigo mío, no sabe usted lo que se pierde. Aún está a tiempo, le queda mucha vida por delante -me comentó.
-Le aseguro que lo haré -le dije hablando con el corazón.
-Entonces, si es así, para que podamos volver a vernos algún día en Villa Cisneros va usted a necesitar de estas gafas. Con ellas sí podrá volver a verme -me aseguró.
Y diciendo esto, se quitó las gafas y me las ofreció.
-No las use usted mucho. No es bueno confundir el mundo de los vivos con el de los muertos.
Y, ahora, márchese de aquí. Falta muy poco para que vengan a por mí, no vaya a ser que no tengan bastante conmigo y les de por rentabilizar mejor el viaje. Recuerde, no falte a su palabra, le estaré esperando.
Desde aquel día hay dos cosas que no he vuelto a hacer: salir a correr y volver a ponerme esas misteriosas gafas, aunque, a decir verdad, no hay día en el que no me pique la curiosidad.
Al llegar al pueblo me dirigí directamente hacia el lugar en el que había encontrado al anciano miope el día anterior. Afortunadamente para mí, y también para él, estaba allí. La misma manta, la misma boina, la mismas gafas, y la misma cara, está vez engalanada con un palillo entre los dientes.
Al acercarme me preguntó:
-¿No llevarás un truja, por un casual? -me dijo sin tan siquiera saludar previamente.
-¿Cómo ha sabido que estaba aquí, si apenas oye ni ve? -le pregunté con interés.
-Por tu olor a choto. Echas el mismo olor a choto mezclado con pachulí que echabas ayer. No veo ni oigo, pero tengo un olfato tan agudo que olería una paella que estuvieran preparando en diez kilómetros a la redonda. ¿Pero llevas un truja o no? -insistió el jubilado.
-No fumo, lo siento -respondí con cortesía.
-Me lo imaginé. ¿No te deja tu mamá, verdad? -me preguntó irónico.
-Me está usted dejando de caer simpático -le dije elevando ligeramente el tono de voz.
-Usted a mi nunca me lo pareció. Es más, sé perfectamente la razón por la cuál ha venido de nuevo a verme -exclamó el anciano, en tono de superioridad.
-¿Ah, sí? ¿y podría saber, según su ilustrísima sabiduría, qué me ha traído de nuevo hasta aquí? -le pregunté con gran curiosidad.
-¡Robarme las gafas que ven muertos! Usted ha pasado toda la noche pensando en los muertos y en cómo robarme las gafas. Por cierto, estas gafas me las regaló un cura antes de marcharse a Argentina con una sobrina suya, pese a que era hijo único -me comentó.
-Si era hijo único y cura no podía tener sobrinas.
-¡Equilicuá! Veo que no es usted tan tonto como aparenta -matizó, benevolente.
-La verdad, caballero, no sé cómo le soporto tanto insulto -le dije, enojado.
-Está muy claro, está loco por quedarse con mis gafás, tal vez por eso me aguanta -me respondió.
-¿Y para qué narices iba yo a querer sus viejas gafas? -le pregunté.
-¿Para ver muertos? -sugirió.
-¿Y para qué querría yo ver muertos, si con ver a muchos de los que andan por ahí supuestamente con vida dan ganas de morirse? -le expliqué.
-A veces no aparenta usted ser tan tonto, se lo digo en serio -exclamó.
-Pues qué pena, usted siempre me parece igual de mal educado.
Y, despidiéndome, otra vez, a la francesa, y visiblemente nervioso, regresé a mi casa.
De nuevo pasé todo el día pensando en ese viejo loco y sus malditas gafas de ver muertos. ¿Para qué iba a querer yo esas gafas? ¿Acaso estaba interesado en ver muertos? Esas dos preguntas, junto a otras de similar naturaleza, no paraban de pulular por mi cabeza.
Tras mucho pensar, decidí cambiar de ruta para continuar con mi entrenamiento. Fui por un camino alternativo, justo en el margen de enfrente del río y en dirección contraria al que días pasados había utilizado. La niebla hizo acto de presencia como en muchas de las frías mañanas de invierno. Dos chicas jóvenes me adelantaron, sin ningún esfuerzo, por lo que decidí perseguirlas y, de paso, hacer un examen exhaustivo de su espléndida anatomía. No les pude mantener el ritmo por mucho tiempo. Sin darme cuenta me encontré atravesando un pequeño grupo de casas. De nuevo atrajo mi atención una luz de farola como de cementerio. Nuevamente bajo su haz de luz divisé un bulto cuya silueta me recordó al de una persona sentada. Confundido, me acerqué hasta allí. Y, para mi sorpresa, ese impertinente señor que había provocado que cambiara mi ruta, estaba ahí, con la misma boina calada hasta las orejas, la misma manta roída por el tiempo, y quien sabe si por los ratones, y, sobre todo, con las mismas gafotas.
-¡Mariposón! ¿Eres tú, verdad? Te llevó oliendo desde hace un rato -me gritó a lo lejos.
-¡No soy mariposón, caballero! Le rogaría que, en lo sucesivo, me tratara con el respeto que cualquier persona, sea mariposón o lo que sea, se merece -le exigí mientras me aproximaba a él.
-¿Me has traído hoy un truja o no? -me preguntó.
-¿Por qué habría de hacerlo? -le devolví la pregunta, como el que devuelve una pelota en un partido de ping-pong.
-No disimule, joven, está loco por apoderarse de mis gafás. Lo sé yo y lo saben los muertos que me han preguntado por usted -me explicó.
-¿Los muertos le han preguntado por mí?
-Así es, joven. Están inquietos. Ellos se atribuyen el derecho a acosarme en exclusiva, y su presencia los pone celosos -me aclaró.
-La verdad, si me pinchan no me sacan sangre. No creo ni una sola palabra de lo que me está contando. Además, qué hace usted aquí. Este no es su pueblo -le recriminé.
-¿Acaso yo, en algún momento, le dije de qué pueblo soy? -me preguntó.
-Ahora que lo dice, es cierto; fui yo quien di por sentado que usted era del pueblo en el que nos vimos en las otras ocasiones -reconocí.
-No amigo, se equivocó. Yo no soy de aquel pueblo ni de este. Allí vive mi hijo con su familia y en esta casa de aquí vive mi hija con la suya. Yo soy natural de Villa Cisneros, antigua provincia del Sáhara Occidental, y mañana, cuando me muera, he dejado escrito que me incineren y lleven allí mis cenizas para arrojarlas sobre las dunas del desierto. Espero que mis cenizas, algún día, se reencuentren con las cenizas de mis piernas. Cuando, hace un montón de años, las perdí en acto de servicio, me preguntaron si prefería enterrarlas o quemarlas. Elegí quemarlas y yo mismo, meses después, esparcí las cenizas de la mitad de mi cuerpo en las proximidades del aeródromo militar. ¿Qué hubiera elegido usted en mi caso, joven? -me preguntó el anciano.
-Me ha dejado usted sin palabras. No sé qué decir -exclamé.
-¿Cree usted que pueda haber en este planeta, un sitio más hermoso para que vaguen eternamente mis cenizas que en el desierto del Sáhara? -me volvió a interrogar.
-Creo que no. Aunque siendo sincero con usted, le diré que no he estado en el desierto en mi vida. Ni en el Sáhara ni en ningún otro -maticé.
-Pues amigo mío, no sabe usted lo que se pierde. Aún está a tiempo, le queda mucha vida por delante -me comentó.
-Le aseguro que lo haré -le dije hablando con el corazón.
-Entonces, si es así, para que podamos volver a vernos algún día en Villa Cisneros va usted a necesitar de estas gafas. Con ellas sí podrá volver a verme -me aseguró.
Y diciendo esto, se quitó las gafas y me las ofreció.
-No las use usted mucho. No es bueno confundir el mundo de los vivos con el de los muertos.
Y, ahora, márchese de aquí. Falta muy poco para que vengan a por mí, no vaya a ser que no tengan bastante conmigo y les de por rentabilizar mejor el viaje. Recuerde, no falte a su palabra, le estaré esperando.
Desde aquel día hay dos cosas que no he vuelto a hacer: salir a correr y volver a ponerme esas misteriosas gafas, aunque, a decir verdad, no hay día en el que no me pique la curiosidad.
Cumpliendo tu palabra tendrás que ir al Sáhara , no sea que el viejo visionario venga para llevarte con el
ResponderEliminarHumor , ironía y un poco picanton , me a gustado mucho
Saludos
Ya estuve allí y es algo incomparable. Un abrazo.
EliminarEstupendo relato que he leído entre la risa, la sonrisa y el sentimiento dramático que desprende la narración del viejo...
ResponderEliminarEso sí, Pepe, no dejes de ir al Sáhara: como dice tu amigo de las gafas de ver muertos, es el sitio más hermoso del mundo (o al menos, un lugar extraordinariamente hermoso)
Un beso.
Por fortuna María, conozco el Sáhara y soy un enamorado de su cultura milenaria. Gracias por asomarte por este blog.
EliminarMuy bueno, pero tienes que avisar cuando un relato te puede arrancar una carcajada.. A partir de hoy, cuando regrese a comer a este sitio, me van a conocer como el tonto que se ríe con su Tablet.
ResponderEliminarCarlos ni te imaginas la de cosas que hace la gente con las tablet en los restaurantes. Lo más inocente es lo que tú hiciste, de lo demás mejor, en alguna ocasión, escribiré un relato.
EliminarUn abrazo.
definitivamente el placer de la lectura se hace mucho mayor cuando es el talento de alguien como tu José despierta por instantes muy gratos por demás la imaginación... gracias...........................................................kathy
ResponderEliminarMuchas gracias Kathy, tú siempre tan generosa conmigo.
EliminarMuy bueno. Un relato muy bien trenzado y con mucho humor. Enhorabuena
ResponderEliminarDe tantos halagos se me va a subir el pavo a la cabeza. Muchas gracias, Cuentón.
EliminarComo te dije ayer, expectacular. te mejoras con el paso del tiempo, como los buenos vinos........ salu2
ResponderEliminarTodo es cuestión de perseverar y de leer mucho. Pero de aquí a que yo aprenda a escribir bien las ranas habrán criado pelo. Un abrazo, Jorge.
EliminarGracias por el relato Pepe, he disfrutado mucho, como siempre q te leo! ! ; D
ResponderEliminarMuchas gracias a ti por leer mis historias...
ResponderEliminarMuy simpático el relato. Me ha arrancado un continúa sonrisa durante su lectura. Gracias.
ResponderEliminarMe gustaría ponerme en contacto contigo, ¿cómo puedo hacerlo? Saludos.
Mayti; mi correo es josefernandez@tahe.es
EliminarMuy bonito relato me ha hecho reír de principio a fin. Entre sentimiento y ficción hay sentimiento y un deseo por escapar de algo que es inevitable. Ha sido uno de los relatos donde se mezcla el humor con el drama, realmente genial.
ResponderEliminarMuchas gracias, Cecilia, comentarios como el tuyo, engrandecen y dan vida a este humilde blog.
EliminarUn abrazo.