Hace mucho años. Lo sé porque yo tenía un pelazo tremendo y ahora tan sólo me quedan tres pelos en guerrilla. Fuimos a la Isla de Tabarca porque a algún sitio había que ir, cuando se podía ir a los sitios, y no como ahora que de la cama vamos al salón, del salón a la cocina, de ahí al sofá, del sofá al retrete, del retrete al balcón, de nuevo a la cocina, de la cocina al balcón, y del balcón otra vez al sofá y de nuevo, con el culo hecho fosfatina, a la piltra.
Antes de todo esto del confinamiento, o sea, cuando tenía tres kilos menos, uno podía ir de aquí para allá porque sí, sin darle explicaciones a nadie, sin salvoconductos ni nada… Joder, ¡qué tiempos aquellos!.
Bueno, pues fui a Tabarca. El mar estaba de lujo. Manso como una balsa de aceite. Azul verdoso que quitaba el hipo. Los delfines saltaban por la popa del bote, que dicho sea de paso y iba de bote en bote. Lleno de guiris más coloraos que una gamba roja de Huelva. Una sueca llevaba una playera de tirantes, que más que playera eran unos tirantes largos, y las tetas se le banboleaban al ritmo de las olas haciendo las delicias de los delfines machos a los que les habían arrebatado la lactancia antes de tiempo, y que en agradecimiento saltaban del agua haciendo cabriolas para las delicias de los allí presentes y de la mismísima sueca.
Bueno, pues fui a Tabarca. El mar estaba de lujo. Manso como una balsa de aceite. Azul verdoso que quitaba el hipo. Los delfines saltaban por la popa del bote, que dicho sea de paso y iba de bote en bote. Lleno de guiris más coloraos que una gamba roja de Huelva. Una sueca llevaba una playera de tirantes, que más que playera eran unos tirantes largos, y las tetas se le banboleaban al ritmo de las olas haciendo las delicias de los delfines machos a los que les habían arrebatado la lactancia antes de tiempo, y que en agradecimiento saltaban del agua haciendo cabriolas para las delicias de los allí presentes y de la mismísima sueca.
Y llegamos al puerto. Y bajamos a Tabarca a corretear sus cuatro calles. Compramos souvenir como para adornar trescientos frigoríficos. Fuimos a ver la prisión y no había ningún preso. Fuimos a la Casa del Gobernador y no estaba el gobernante, ni se le esperaba. En la pequeña playa estaban todos apiñados como piojos en costura. Un vendedor del Cuerno de África ofrecía relojes y albornoces. La sueca de los tirantes, y las tetas afuera, se compró un albornoz porque se le estaban poniendo las domingas como dos tomates maduros de esos que usaba mi madre para hacer el pisto.
Y se hizo la hora de comer. Y a comer fuimos. Elegimos un pequeño restaurante ubicado en una de las cuatro callejuelas del pueblo en lugar de los típicos chiringuitos a orilla de playa. El cartel nos sorprendió. Menú “Único” 40 euros por persona. Lo de único sonaba a exclusivo. Lo de los cuarenta pavos también. Más abajo indicaba la composición: ensalada de pulpo, entremeses de fin de mes, caldero de langosta de Tabarca, flan de chocolate, botella de vino o jarra de cerveza, y pan. Aunque yo, con el arroz, nunca como pan.
Así que entramos. El tipo era simpático. Tenía un acento entre italiano y francés, pero resultó ser un suizo de tierra adentro. Eso sí, de padres malteses. Nos contó que trabajaba sólo. Yo cocino y yo sirvo, lo hago todo sólo, menos el amor. Pero no tengo amor —nos dijo con cara de lástima, por lo que deduje que era un experto en onanismo mediterráneo. En eso debía de ser “único”.
Cada vez que se acercaba a la mesa nos contaba una historia. Resultó que el buen hombre llevaba desde bien joven viajando por diferentes islas del Mediterráneo; siempre pequeñas islas. Islas en las que viviera muy poca gente y que tan sólo se llenaran de gente de paso y con ganas de comer lo que fuera al precio que fuera.
-Vivo solo, trabajo solo, viajo solo. Soy un “casasola”, que siempre soñó ser un Casanova —nos explicó, mientras se fijaba en las trasparencias del albornoz de la sueca de los tomates del pisto que acababa de pasar frente a la puerta.
-Vivo solo, trabajo solo, viajo solo. Soy un “casasola”, que siempre soñó ser un Casanova —nos explicó, mientras se fijaba en las trasparencias del albornoz de la sueca de los tomates del pisto que acababa de pasar frente a la puerta.
Casanova no sé, más bien le traía un aire a Danny DeVito. El caldero de escándalo.
Años después regresé. Ni vi la sueca, ni a los delfines haciendo cabriolas, y, por desgracia, tampoco al cocinero errante. Total que comí en un chiringuito y qué pena…
A feria buena no vuelvas.
Nunca segundas partes fueron buenas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es una visita que tengo pendiente, la de Tabarca. Estuve a punto de ir en septiembre.
ResponderEliminarSalu2.
Tabarca me trae bonitos recuerdos de la infancia, solo que en la familia íbamos con la nevera, jejeje.
ResponderEliminarPodríamos hacer un pequeño seminario allí ! 😊😀
Al menos te quedaron bonitos recuerdos de ese lugar, y diría un viejo comercial: "Recordar es volver a vivir"
ResponderEliminarYo estuve en febrero, me gusto el viaje pero no vi delfines, ni a la sueca, pero algún guiri si que había. Me ha encantado. Besos.
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