Anoche, pese al confinamiento, asistí a una carrera clandestina con nocturnidad y alevosía. Para mi descargo diré que fui a bajar la basura. No soy culpable de vivir en plena montaña y que el contenedor de basura más próximo se encuentre a cuatrocientos metros de mi casa. Entre pitos y flautas, cada vez que bajo la basura me hago el diez por ciento del ejercicio mínimo diario que recomienda la Organización Mundial de la Salud.
Al regresar, siempre me desvío un poco para añadir doscientos metros a mi nocturna marcha por una calle sin salida que conduce a un sendero que se adentra en la montaña. Y fue ahí, en ese calle muerta, donde me tropecé con la singular competición a la que les hago referencia.
Un sinfín de caracoles, auspiciados por una fina lluvia que durante toda esa tarde no había dejado de caer, corrían a velocidad de vértigo, y en la misma dirección, como si al otro lado se estrenaran las rebajas de unos grandes almacenes para moluscos terrestres, o como si repartieran hojas de lechuga por doquier.
Y ahí me planté, obnubilado, a contemplar, durante un buen rato, semejante evento deportivo.
Me fijé en la destreza de uno de los moluscos para atravesar un charco. Del acompasado bamboleo de la concha que llevaba otro. De la injerencia de una babosa que competía sin concha, incumpliendo la supuesta normativa oficial de la prueba de correr con la casa a cuestas. Y también de la elegancia en el avance, casi sibilino, de una caracola que brillaba con luz propia.
No me dirán que la escena no tiene su miga. Un cincuentón calvorota, en pijama, tirado por el suelo de una calle sin salida, observando un desfile de moluscos en plena noche, debajo del haz de luz amarillenta de una farola.
Pues bien, en esas estaba cuando pasó una señora con su coche y me pilló. En principio me dio la sensación de que no me había visto, pero mi gozo en un pozo. Al instante, la vecina dio marcha atrás, se situó a la entrada de la bocacalle, bajó su ventanilla, y comenzó a gritar: ¡Qué haces ahí, loco, que nos vas a contagiar a todos!
Yo, despertando de mi letargo, miré para el norte, para el sur, para el este y para el oeste, y no vi a nadie a quién contagiar. Rápidamente comprendí que la buena señora, sería una defensora de los derechos de los animales y que, por tanto, velaba por la integridad física y mental de los moluscos y pretendía que no los contagiara.
—¡Vete a tu casa ahora mismo, o llamo a la policía! —me gritó a pleno pulmón.
Así que, sin conocer si la carrera la ganó al final el caracol, la babosa, o la coqueta caracola por la que había apostado cinco euros, me arreglé el pijama, puse cara de arrepentimiento, y, acercándome al coche, le dije a la vecina:
—Discúlpeme, es que se me ha caído una lentilla.
—Claro, y yo soy tan tonta que me lo trago, ¿verdad? —me respondió tan ofendida.
—Vecina, tranquila, me he equivocado y no volverá a ocurrir. (Si gustán, pongan la voz del emérito)
—¡Anda para tu casa, so bobo y déjate el alcohol! —me exigió la paisana arrojando espuma por la boca.
La de cosas que están pasando durante esta larga cuarentena…
Madera de policía la señora. Bonito relato sobre una especie -los caracoles, no las señoras tocalasnarices- que me encandiló en mi infancia.
ResponderEliminar¿Como sabía la vecina lo del alcohol?
ResponderEliminarSaludos.
Y la señora también! Que hacía en la calle?
ResponderEliminarEs lo que tiene sacar la basura. Que te surgen fuentes de inspiración para escribir en el blog. No te digo si, además, tienes imaginación. Y si encima el contenedor está a 400 metros, miel sobre hojuelas. Y si a eso añades que te cruzas con una vecina concienciada, para qué quieres más. Y yo sin pisar la calle en todo el confinamiento. Así no hay quien se inspire.
ResponderEliminarUn abrazo.
La vida se ha convertido en una hilera de vivencias nunca imaginadas ;))
ResponderEliminarSAludos
Con lo agustito que estabas. Besitos.
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