Si vinieran a contarlos lo comprobarían: setenta y cuatro pasos tiene la calle muerta en la que yo sobrevivía. A ella me escapaba por las noches, clandestinamente, después del telediario. A esa calle que no conduce a ningún sitio y que siempre, sin saber el motivo, tanto me había atraído. No sé si ella, o el pitido perpetuo de un autillo que por allí habita, y que intermitentemente emite para confirmar que aún existe. Tal vez yo me adentraba también cada noche en la calle muerta para confirmar mi existencia. La cuarentena era un espacio temporal inhabitable. Como en una nube de ceniza, costaba respirar. Los muertos se sumaban cada jornada por centenares. ¿Cuántos han muerto hoy? —preguntábamos sistemáticamente, como en una conversación de ascensor.
El virus asesino acechaba detrás de la puerta. Y yo, al bajar la basura, me adentraba en ese callejón sin salida alumbrado por una luz ambarina, como de un velatorio de posguerra, o como de una morgue, en busca de un oxigeno balsámico con olor a pino.
En el trance entre el paso uno y el paso setenta y cuatro me solía tropezar con una fauna de lo más variopinta: caracoles, babosas, escalopendras, ciempiés, mariposas nocturnas de sencilla factura, murciélagos revoloteando en círculo sobre las farolas en busca de todo tipo de insectos voladores, hasta un gato híbrido, mitad casero y mitad salvaje, que me miraba con sus ojos amarillentos mientras se adentraba, con un ratón en la boca, entre unos pinos condenados a muerte por el barrenillo.
A cada paso, entre el uno y el setenta y cuatro, pensaba que el coronavirus estaba haciendo con nosotros lo mismo que el barrenillo de los pinos hace con los indefensos árboles. Enraizados, no pueden salir huyendo de su destino y esperan silentes la llegada de su diminuto pero mortal invasor que se los comerá por dentro.
La naturaleza nos manda plagas continuamente. Las chumberas sucumbieron ante el arreón de la cochinilla. El Mar Menor muere mirándonos con cara de pena. Los ríos agonizan arrastrando la espuma de nuestras eficientes lavadoras. Los basureros revientan en espontáneas explosiones de desarrollismo. En los mares ya no hay otra cosa que pescar que nos sean plásticos a la deriva. Y las temperaturas suben, incontroladas. Y las hambrunas y las guerras se eternizan. Y los migrantes que mueren buscando un futuro, que no estamos dispuestos a concederles, ya ni tan siquiera son noticia.
Entre el paso uno y el setenta y cuatro le he dado muchas vueltas a todo aquello de lo que nadie quiere acordarse.
Subsisto. Respiro. Resisto. Aplaudo. Respeto. Lucho. Paso a paso. Así hasta setenta y cuatro.
Es triste que hayan tenido que ser los fallecidos diarios del coronavirus los que hayan venido a echarle una mano a las poco originales conversaciones de ascensor sobre cómo se ha quedado el tiempo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas circunstancias muy importantes y vitales para muchos, han quedado ocultas tras todo este humo que crearon.
ResponderEliminarUn abrazo.
Nos toco vivir esto, y demos gracias que estemos para contarlo.
ResponderEliminarY aquí estamos pensando y resistiendo. Besitos.
ResponderEliminarSetenta y cuatro pasos dan para mucho, desgraciadamente.
ResponderEliminarHay mundos, y vidas, que se reducen a mucho menos que 64 pasos...
ResponderEliminarSaludos,
J.