Después de otra noche blanca en Helsinki, donde las ventanas
resplandecían como si la noche hubiera olvidado su ancestral cometido de oscurecernos
la existencia, tomé un tren Pendolino rumbo a Tampere. Sentía la ansiedad de
tomar un buen café y la sensación de haber dormido tres horas menos de lo que mi
cuerpo necesitaba. Nunca antes había estado en Tampere así que, nuevamente, me
tocaba descubrir otra ciudad con la particularidad de que esta, a diferencia de
todas las anteriores, está más cerca del círculo polar ártico.
Allí me esperaban varias reuniones de trabajo de sumo interés.
En principio tenía muy buenas expectativas sobre la agenda que me había preparado
Artur, aunque, en mi oficio, nunca se debe juzgar de antemano.
Continuaba subiendo más y más gente al tren, para mi regocijo, casi todo
mujeres. La temperatura era muy agradable para esas latitudes. Una voz en off
sonó por un altavoz pero no entendí absolutamente nada. La chica que había
frente a mí, dormía plácidamente, como si este recorrido, tan extraño para mí, para ella fuera coser y cantar.
A través de la ventana el paisaje se ofrecía verde y
tranquilo. En mi visita anterior, un manto blanco de nieve lo cubría todo. Era
como estar metido en un descomunal congelador de 304.000 kilómetros cuadrados a 20º bajo cero que, sin embargo, no impedía el
normal desempeño de la vida de este pueblo finlandés tan acostumbrado,
por difícil que parezca, a esas extremas condiciones climáticas en sus
larguísimos y oscuros inviernos.
La bella durmiente de enfrente -sin que ningún príncipe la
besara- se despertó con mucha hambre y se lió a dar bocados a un suculento sándwich
de salmón. De ipso facto a Artur y a mí se nos abrió el apetito. A ninguno de los dos nos hace falta que nos
hagan palmas para comer, así que sacando la bolsa del desayuno que nos habían
preparado en el hotel, nos pusimos, muy educadamente, a hacer compañía a la
chica para que no se sintiera sola y deprimida comiendo. Más que un desayuno al
uso, lo que nosotros hicimos fue un acto reflejo de solidaridad ferroviaria.
Hasta aquí, todo bien.
Pero no todo iba a resultar tan monótono y previsible en esta visita a
Tampere y si no, juzguen ustedes mismos:
La chica en cuestión después de atiborrarse con un copioso
desayuno se levantó del asiento, momento que aproveché para verificar si el
resto de su cuerpo hacía honor a su preciosa cara. En efecto, me pareció la perfección
hecha mujer. La obra de Dios mejor guardada o el androide más perfecto
del tecnológico valle de Espoo en su versión femenina. Lucía unos ojos azules
profundos; una piel tan blanca que casi dejaba transparentar sus venas; unos cabellos más bien blancos que rubios, sujetos con una cola alta; y por último, su
mirada, una mirada que me clavó como un rayo fulminante y me provocó un dolor
extraño en el pecho que me dejó medio aturdido.
Al rato, entre una nebulosa en la que no podría asegurarles que
yo me encontrara en mis cabales, la revisora, en finlandés, me solicitó los
billetes. Cuando alcé la mirada para entregar los documentos, por pura
intuición, mi cuerpo sintió una especie de descarga eléctrica al comprobar cómo
la mujer que me requería los boletos era la misma que antes desayunaba frente a nosotros. No quise decirle
nada Artur para que no pensara mal de mí. Pero yo me quedé tan congelado como, en mi anterior visita a este país, cuando estuve trabajando varios días a 20
bajo cero.
Recuerdo que, de manera automática, miré hacia el asiento que
debía de ocupar la enigmática mujer y allí no estaba. Busqué entre el pasaje y
tampoco la encontré acomodada en ningún otro lugar. Pensé que quizás hubiera
preferido sentirse más cómoda, a salvo de nuestras miradas furtivas, pero no.
Decidí, sin saber por qué ni para qué, buscarla en el vagón
restaurante. Tampoco estaba allí. No volví a encontrarla en el tren por mucho
que estuve atento durante la hora que nos faltaba para cubrir el trayecto hasta la
ciudad de Tampere.
Al llegar, el sol aportaba una mágica tonalidad
dorada sobre los viejos tejados de cinc. La gente transitaba plácidamente, a
pie o en bicicleta, entre árboles que lucían un verdor casi abusivo que
contrastaba, fuertemente, con el color rojo de numerosos edificios de ladrillo
visto, muy austeros; mientras miles de mujeres rubias reflejaban, como los espejos
móviles que se usan para ahuyentar a los pájaros de los cultivos, los rayos del
sol en sus cabellos. Me gustó su pequeña catedral ortodoxa y me llamó la
atención, entre su paisaje urbano, una gran torre que presume de ser el
edificio más alto de los países escandinavos.
La gente me sorprendía en las visitas por su simpatía y su
buena predisposición a comprarme todo aquello que les presentaba. Mis
propuestas eran acogidas como un maná después de una larga vigilia. Recuerdo
que sentía una enorme dicha de haber viajado hasta allí. Me veía triunfal, como
Alejandro Magno o Julio César y aún me faltaba una última visita.
Al llegar, aquel edificio me resultó familiar. Percibí una de
esas extrañas sensaciones en las que vivimos una secuencia idéntica a otra
vivida con anterioridad, o al menos, eso nos parece.
Una señora mayor vestida de negro me acompañó hasta la puerta
de una oficina que se encontraba al fondo de un largo pasillo. Ella misma abrió la puerta y me presentó en finlandés. Curiosamente yo entendía todo sin
la traducción de Artur. Mi cuerpo se convirtió súbitamente en un témpano de hielo. La señora
que me esperaba en aquella oficina era la misma, o la hermana gemela, de la que iba en el tren. La
misma que luego me reclamó los billetes y la misma que me clavó algo en el
pecho al mirarla a los ojos. Si no era la misma, me dije para mis adentros: ¡que
me parta un rayo ahora mismo!
-Hola, bienvenido a Tampere, ¿Cómo le ha ido el viaje? -me
dijo con una sonrisa tan perfecta como la de los anuncios de dentífrico.
No daba crédito a todo lo que me estaba ocurriendo. ¿Cómo
sabía esa mujer hablar un castellano tan perfecto? ¿Cómo podía ser idéntica a
la chica que dormía frente a mí en el tren e idéntica, también, a la revisora?
-Muy bien, gracias, para mí es un privilegio visitar un país
tan bonito como Finlandia. La gente me
ha tratado genial en todas las visitas. Estoy pensando en regresar para pasar aquí
mis vacaciones –le respondí diplomáticamente.
-¿Nos conocemos de algo? –me preguntó repentinamente la
mujer.
-Pues yo diría que no, pero lo extraño es que tengo la
sensación de que nos hayamos visto en algún lugar –le dije con sinceridad.
-¿Le molesta si pongo algo de música? –me preguntó
inesperadamente.
-No, al contrario, me encanta la música – respondí
sorprendido ante su inusual propuesta.
Cuando comenzó a sonar Bachata rosa de Juan Luis Guerra,
incontroladamente, di un respingo en la silla que debió sorprender a mi
anfitriona.
-¿No le gusta esta música? –me preguntó con cierto tono de
preocupación.
-Al contrario, Juan Luis Guerra es mi cantante favorito. Desde
hace más de treinta años sigo su carrera. Tengo todos sus discos –exclamé.
-Demasiadas coincidencias ¿No le parece? –me preguntó.
-Sí, parece imposible que dos personas viviendo a más de
cuatro mil kilómetros, siendo de culturas tan diferentes, podamos tener gustos
tan afines y tener las mismas sensaciones –exclamé sorprendido
-¿Usted cree en el destino? – me interrogó de manera directa.
-Siempre he pensado que nuestro futuro está escrito en alguna parte –le
respondí con cierta picardía pensando en que ese era el tipo de respuesta que
ella esperaba escuchar.
-¿A que usted me cantaría una canción de Juan Luis Guerra?
–me propuso sin dejarme tiempo a reaccionar.
Por un instante me
quedé bloqueado: ¿Cómo sabría aquella mujer mi afición por cantar las canciones
del dominicano? ¿Era posible que todo aquello estuviera sucediendo?
-Por favor, cánteme una canción. Sólo una. Se lo ruego –me
suplicó aquella enigmática mujer.
Sin hacerme mucho de rogar comencé a cantar:
Cuando te beso,
todo un océano
me corre por las venas,
nacen flores en
mi cuerpo cual jardín,
y me abonas y
me podas soy feliz ,
y sobre mi
lengua se desviste un ruiseñor,
y entre sus
alitas nos amamos sin pudor,
cuando me
besas..
un premio Nóbel
le regalas a mi boca….
La preciosa
mujer, sin dudarlo un instante, se abalanzó sobre mí y me besó en la boca. Fue
un beso apasionado e infinito que me hizo perder el sentido. Mis manos recorrieron
su cintura y ella continuó besándome con una pasión desenfrenada.
Descontroladamente, mis dedos comenzaron a bajar la cremallera de su vestido y apareció, ante mis ojos, un sujetador negro que destacaba sobre su piel blanca
de terciopelo. Sentía mi cuerpo ausente, fuera de control, como convertido en una marioneta
movida por hilos invisibles.
De pronto
escuché una voz que pronunciaba mi nombre a lo lejos. Yo no quería escucharlo,
prefería seguir disfrutando, de aquel momento, con aquella diosa escandinava. De nuevo escuche la llamada, pero en esta ocasión, percibí mi nombre con total nitidez:
-Pepe, Pepe, despierta, ya hemos llegado a Tampere.
Sobresaltado,
abrí los ojos y allí estaba Artur agarrándome del brazo.
-¿Estás bien?
Has dormido un montón. Hasta llegaste a roncar –me dijo mi compañero polaco sonriendo.
Instintivamente
miré hacia el asiento de enfrente. Allí, como si nunca se hubiera movido de su
asiento, estaba ella recogiendo sus pertenencias. Su bolso negro, un libro del tamaño
de un ladrillo, un antifaz para protegerse del sol, un Iphone y una botella metálica de color negro con restos de té.
Mientras la
miraba, la diosa se fue, poco a poco, convirtiendo en mujer y mi sueño de conquistador se
desvaneció como un castillo de naipes.
No sé si
merezca la pena consultarlo con un psicólogo. Quizás tan sólo sea cosa de la edad.
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