El avión avanzaba por la pista y
súbitamente ha parado. Dan explicaciones en inglés y en finlandés pero no
entiendo ni papa. Los niños gritan histéricos mientras la gente se suelta los
cinturones y se pone cómoda.
Intento leer un libro de
Francisco Tario. Me está costando tanto avanzar con él, como la semana pasada
me ocurriera con uno de Juan Villoro. Juró que no tengo nada en contra de los
autores mexicanos, todo lo contrario. Ni los autores, ni los libros, tienen la
culpa. La culpa es mía porque no debo estar para libros mexicanos, ni para aviones, ni
para llantos histéricos de niños.
Quizás esté para esconderme en la
Patagonia y buscar huellas o huevos de dinosaurios voladores, o tal vez sería
mejor exiliarme en un pueblo esquimal para aportarles, de manera altruista, mi
material genético y, con ello, intentar enriquecer el suyo y mitigar, de alguna
forma, la endogamia que históricamente
les estigmatiza.
Mas, sin embargo, dudo de que mi
material genético les sirva de mucho y que lo único que vaya a aportarles, a
los pobres esquimales, sea una boca más a la que alimentar a base de grasa de
foca y de pescado congelado sin congelador.
El avión sigue varado, a un lado
de la pista, como una ballena sin futuro en una playa del atlántico, y yo
escribo y escribo intentando buscar, a punta de bolígrafo sin pedigrí, una
solución a este tiempo muerto, a este tiempo absurdo encerrado entre chapas de
aluminio, rodeado de rubios con alto poder adquisitivo y quemados por el sol
de la Costa Blanca.
De nuevo rugen los motores. El
aire acondicionado se refuerza. El señor
que va junto a mí en la ventanilla hace sudokus sudando sin importarle nada ni
nadie. Su tranquilidad me tranquiliza. El problema, por tanto, no debe ser muy
grave.
De nuevo hablan en inglés y en
finlandés aunque a mí todo me suena igual. Las luces de la cabina se atenúan. Una azafata,
tan alta como la luna, me dice que me vuelva a poner el cinturón y que plegue
la mesita sobre la que estoy escribiendo este relato que se acaba mientras que
el avión, con una hora de retraso, pone rumbo a Helsinki.
El camino se ha convertido en mi
casa, mi patria y mi bandera. La vida me arrastra, de aquí para allá, a su
merced, como un tronco a la deriva en altamar, y yo, humildemente, me dejo llevar.
la vida misma es asi un ir y venir, cientos de puertos a donde llegar y miles de donde no querer partir,amigo solo haces de manera valiente lo que muchos no podemos hacer.
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