Esto era una vez un argentino, un gallego, dos gordos, un alto ejecutivo, un excursionista y dos que pasaban por allí y va uno de los gordos y dice: Oye tíos: ¿Por qué no jugamos un partidito allá por el cementerio, antes de irnos de vacaciones, y luego nos comemos un conejo frito con tomate, si vemos que tal?
¡Dabuten tío! Yo me encargo de alquilar el campo y de organizar la cenorra- dijo el gordo más guay de los dos.
La cuestión es que estos colegas -vendedores en su mayoría- (los de rojo) no tuvieron otra idea mejor que pedirles partido a los chavales de su fabrica (los de azul) que corren como galgos y empujan como la madre que los parió.
Así que el día de autos, nada más en el calentamiento, si es que lo hubo, el partido ya estaba perdido.
Los nuestros (los de rojo) pensaban más en el conejo y no olían ni la bola. Los chavales de la fabrica (los de azul), por el contrario, no sólo corrían, si no que parecía que volaban bajo como cuando canta el grajo.
Los goles empezaron a caer de tal modo que, afectados por el Síndrome de Malta, perdimos hasta la cuenta de los que nos iban metiendo. Si no llega ser por un señor con bigote, que había en la grada, hubiéramos perdido la cuenta. Al parecer la cosa acabó tan sólo 7-3 para los de la fábrica.
Hubo un gordo lesionado y el alto ejecutivo acabo medio fundido. El argentino acabó amenazando con cortar las piernas del que se atreviera a tirarle otro caño y el conejo con tomate, pimientos y berenjenas estuvo de maravilla.
El fútbol no es para viejos, el conejo con tomate, sí. De cualquier manera ya se habla de revancha.
Para comerse un conejo no hacía falta tanta historia.
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