sábado, 14 de julio de 2012

El Ana Cecilia navega hacia la esperanza


Amo a Cuba y no me pregunten ustedes por qué. El amor, cuando surge, no tiene una explicación lógica. Surge de un proceso químico secreto; por un orden de cosas desconocidas para la ciencia por mucho que los científicos nos quieran demostrar que lo tienen controlado. Dicen que, el enamoramiento, es tan sólo una cuestión de hormonas. 
Pero: ¿Cuándo nos enamoramos de un país, o de una escultura de Ignacio Basallo, o de una playa, también es una cuestión hormonal?
Más allá de perderme en elucubraciones que me alejan de mi intención, quiero mostrar mi tremenda ilusión por el hecho de que un barco, cargado de productos de primera necesidad, haya zarpado, por fin, desde Míami hasta La Habana. Lo curioso de esto es que mucha gente se preguntará: ¿Qué tiene de especial que un carguero haga un trayecto de un puerto a otro? De hecho, se supone que los puertos y los barcos están para eso, por lo tanto: ¿Qué tiene de especial este viaje del Ana Cecilia?
Cincuenta años es mucho tiempo, amigos. Es tanto tiempo que ni yo había nacido. Por lo tanto, mucho cubanos de mi edad, que contemplaban el atraque del Ana Cecilia en el puerto de La Habana, era la primera vez que veían amarrar en el puerto un barco comercial procedente de los Estados Unidos. El bloqueo, ese embargo económico al regimén comunista de los Castro, comienza a flexibilizarse medio siglo después. Atrás quedan cincuenta años de precariedad, de tensión y de absurdo. Cincuenta años de cabezas nucleares y cabezas huecas. Cincuenta años de resistencia y de insolencia. Cincuenta años de secuestro a un pueblo, el cubano, a manos de unos viejos locos vestidos de verde oliva y unos estadounidenses anclados en la guerra fría y en  el abuso de poder. El conflicto cubano-estadounidense más allá de ser la icónica confrontación comunismo-capitalismo es un himno a la estupidez y a la intransigencia. 
De todo ese detritus político el peor parado siempre ha sido el pueblo cubano. La parte más débil, sobre todo desde la caída del bloque comunista, en este pulso cavernario y sin sentido, donde la gente, para alimentarse, conseguir un pantalón o una simple aspirina, tenía que "solucionar" la conjetura de Poincaré.
Tengo amigos cubanos a los que admiro por su educación. Son gente preparada que sabe ubicar en un mapa cualquier país, que conocen los significados de las palabras: cultura, familia, respeto y solidaridad. Son, sin duda, gente que aporta, que comparte, que enriquece y que conmueve a los demás. Y qué decir de aquel país, ese pequeño gran tesoro caribeño, rico de playas, selvas y son.
Soy, lo confieso, un gran enamorado de Cuba, un soñador hispano-cubano desde mi adolescencia revolucionaria. Un ferviente defensor del resurgir de una Cuba democrática, abierta al mundo y al futuro, al que, sin duda alguna, tiene mucho que aportar.
Navega, Ana Cecilia, surca el océano y que tu navegar ponga punto y final a esta histórica injusticia.
Cuánto me hubiera gustado estar ahí, viéndote llegar, en el puerto de La Habana.

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